viernes, 14 de marzo de 2014

¿Cómo putas hago para viajar tanto? (Parte II y final)

Continuamos con el futuro best-seller “Los siete hábitos de la gente altamente viajera” (¡ojalá!) o, más realistamente, la respuesta a la pregunta de: ¿Cómo putas hago para viajar tanto?
Consulten la parte I de esta entrega para los puntos 1 y 2. Los ya iniciados, sin más preámbulo, salten conmigo al punto 3. ¡Síganme los mochileros!

3. Bajo mis estándares de calidad
Así como cada quien escoge en qué invierte su dinero y en qué tipo de realidad desea vivir, cada quien escoge cómo quiere viajar. Y, para tomar decisión de semejante trascendencia viajera, es importante tener en mente qué necesita uno y qué lo hace feliz.

Hay gente que dice: “Nombres. No me alcanza la plata y yo para irme a sufrir, mejor no me voy. Para ir a dormir a la calle, comer mal y estresarme, mejor me quedo en la choza viendo tele y ya está”. En ese caso, si usted piensa así, lo que usted necesita son vacaciones. No viajar. Esas vacaciones que yo me tomo cuando vuelvo a Costa Rica y me paso hibernando en una cueva construida por cómodos edredones, durmiendo hechizada bajo un incuestionable psíndrome de la Bella durmiente.

O quizás, lo que usted tenga en mente es la idea del viaje todo incluido, el hotel bonito y comer bien, al estilo Barceló Playa Tambor (empresa no patrocinadora de mis viajes, obviamente). En ese caso, lo que a usted lo hace feliz es escapar de su realidad. No viajar como lo entiendo yo.

Todas las posturas son muy válidas. Yo practico ese rito de quedarme en la choza viendo tele (bueno, yo casi nunca veo tele, pero sí que duermo) y, mientras duermo, también sueño un poco con un viaje cuando no tenga nada más que estirar el brazo para que me traigan un coctel (aunque no creo que nunca lo llegue a hacer). No creo que lo llegue a hacer porque mis viajes son acorde con mi presupuesto. Si vivo en Hatillo, es impensable que yo me vaya a quedar siempre en hoteles, comer en restaurantes tres veces al día e ir de compras. Si acaso, me queda el consuelo de que en los barrios del sur sí hay televisión por cable.

Yo, cuando viajo, bajo mis estándares. Duermo en hostales, hago Couchsurfing y si me toca, ya tengo experiencia durmiendo en parques, en estaciones de tren, aeropuertos, la calle y baños públicos. Como dos veces al día: del supermercado o en McDonald’s (muchas veces es lo más baratico) y me la paso tomando agua del tubo donde se puede. Y sólo compro postales.

Entiendo que no todo el mundo está dispuesto a pasar hambre, a dormir a la intemperie y muchas veces, a pasárselo mal. Pero yo sí. No sólo por cuestiones de presupuesto, sino porque por muy masoquista que suene, para mí, un buen viaje conlleva algo de sufrimiento.


En Eslovenia. Donde todo me parece bonito.

Tengo muchas mejores historias para contar cuando todo, incluso, ha salido mal. En Eslovenia, por ejemplo, todo salió perfecto. Bonito hostal, bonita mañana, bonito lugar. Lo único que salió mal fue que llovió en la tarde con una furia tropical que no sabía que también podía tener pasaporte balcánico. Al final, me fui a los dos días. Eslovenia, se convirtió así, en uno de los países menos significativos para mí. En India, por el contrario, todo lo que podía salir mal, salió mal: me quedé en el peor hostal en que jamás haya estado (ubicado en el centro del bazar de Delhi, con la mierda de otros cuartos que se salía por el inodoro, un ratón corriendo en mi cama, un hueco en la ventana por donde la gente se asomaba, en fin, un lugar que es famoso como leyenda urbana entre mochileros, pero que  ME CONSTA que existe más allá del infierno), me enfermé la primera semana (y estuve dos días languideciendo de fiebre sola en el cuarto, sin nadie que me ayudara a ir al hospital), tuve el primer shock cultural en mis viajes y el primer ataque de pánico en mi vida. (Sobre elcaballito de bambú).  Al final, me quedé cuatro meses. India, se convirtió así, en el país más significativo para mí.

Es bajo estas circunstancias que uno se prueba. Que se hace más fuerte. Que se descubre a sí mismo. Y, para una escritora, las peores decisiones siempre dejan mejores historias que contar. Contar cómo me quedé en la ultra pipi Hacienda Pinilla en Tamarindo, Costa Rica, o cómo se siente despertar con la playa de Acapulco a tus pies desde las alturas de un hotel es muy bonito (porque me la pasé súper bien), pero algo aburrido. Contar cómo me deportaron de Albania o cómo casi pierdo un ojo en Bulgaria no tanto (porque me la pasé súper mal). (¿Quieren saber más? Entonces compren la novela Sobre el caballito de madera).

Es muy cliché, pero en lo simple está lo que me llena: pónganse a comer una olla de ordinario arroz o unos pedacitos de caviar y díganme con qué quedan más llenos. Me he quedado en hoteles de cinco estrellas (ya, está bien, despedácenme), por más casualidades de la vida que otra cosa, pero nunca fue tan fascinante como cuando dormí en  un colchón en medio del desierto. He comido en restaurantes finos, pero nunca me ha sabido tan bien como la hamburguesa de un chinchorro en una esquina de Belgrado. En mi armario tengo unas botas de $200 (ok, terminen de destrozar los pedazos de mí que quedaban) pero si se quema mi casa, no salvaría eso, sino mi baúl, que está lleno de objetos insignificantes para otros, como un espantapájaros que costó un euro en el Rastro.

Cada quien escoge sus estándares de calidad.
Y les tengo noticias: es con lo simple con lo que uno más disfruta y es, con lo simple, con lo que uno más aprende (hablando de simple, vaya frase simple esta, tipo Paulo Coelho, pero es cierta).
En India... donde no todo me pareció tan bonito. 

4. Pierdo el miedo
Otra pregunta que la gente suele hacerme es si no me da miedo viajar sola. El dinero, el miedo… qué curiosos son los temas que se le vienen a la gente a la cabeza.
 
La primera vez que viajé sola fue a Bélgica y he de admitir que, en el momento en que me subí al tren, iba tan aculada que sentía el cuerpo en un estado, podríamos decir, etéreo. Supongo que estaba tan aterrada que mi alma abandonó mi cuerpo temporalmente y lo dejó ahí solo, probablemente amparada en una urgencia de sálvese-quién-pueda, diciéndole al mae: “Ahora sí, papillo, ¡jódase!” En otras palabras: me sentía hecha una hoja de papel, movida por las ráfagas huracanadas del miedo.

A partir de ahí, el fenómeno se repite cada vez con menor y menor grado de intensidad (con excepción de India, país que rompe todos los esquemas como la potencia mundial emergente que es). Esgrimo dos teorías al respecto:

Teoría 1: Quizás sea por el hecho de que, como en todos los aprendizajes, primero hay que empezar con una país facilito para viajar, tipo Bélgica (donde casi todos hablan inglés, los trenes son puntuales, es seguro, ordenado y limpio) para eventualmente sacar el doctorado mochilero que, para mí, vendría a ser India (donde los que hablan inglés lo hacen con su peculiar acento Yes, madam, du yu nid riksho madam?, los trenes son complicadísimos, no es tan seguro para la mujer viajera solitaria, es un caos y sucio como tantas vacas sagradas merodeando por las calles lo han hecho posible).

Teoría 2: Quizás sea por el hecho de que, si hay algo que he comprobado en mis viajes, es que afuera, en el mundo, hay más gente buena que mala.

“Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos”. La primera vez que escuché esta frase fue en Todo sobre mi madre. En ese momento no la entendí, pero con los años me he dado cuenta de que es cierta. Es como cuando conocemos a alguien por primera vez: la mayoría de las ocasiones somos súper educados. Respetuosos. Encantadores. No le tenemos confianza a esa persona y queremos entablar una buena relación. Con el tiempo, muchas veces esa vara se deteriora: conforme vamos entrando en materia, ya no nos da pena cagar a alguien cuando algo nos molesta, nos van lavando la voluntad y menos ganas tenemos de hacer algo tuanis por esa persona. A diferencia de cuando la conocimos, que el marcador iba 0 a 0, ahora puede ir 100 a -20. Piensen nada más en lo idílicas que son las relaciones amorosas al inicio y verán de qué les hablo. Lo mismo sucede con los desconocidos: con muchos de ellos, vive uno sólo esa etapa idílica, en la cual el humanismo que llevamos dentro se despabila y la empatía está a flor de piel.

Tanto es así, que a mí en ninguno de mis viajes me han robado (bueno, una vez me robaron la laptop, pero la recuperé el mismo día gracias a la ayuda de muchos otros desconocidos). Pero sí, por ejemplo, cuando no tenía un centavo en los bolsillos y me deportaron de Albania, el chofer del bus me pagó el pasaje y me subió a otro bus que me sacara de tan migratoria catástrofe. Tampoco me han herido. Pero sí, por ejemplo, cuando casi me quedo tuerta en Bulgaria, fue un taxista desconocido quien me llevó en un peregrinaje por varias clínicas (aunque él ni siquiera hablaba inglés) hasta que me atendieron. Menos, mucho menos, me han violado. Pero sí ha habido gente que me ha ofrecido quedarme en sus casas sin nada de dinero a cambio, como una mujer que, al verme sentada sola en un bar en Mozambique sin saber a dónde ir, me ofreció dormir en su casa.
En Mozambique.

Créanme: la más grande enseñanza de todos mis viajes ha sido esa: que hay más gente buena ahí afuera de la que uno se imagina. Lo que pasa es que todos vivimos teniendo miedo los unos de los otros.

Y si por vara, me agarra el miedo (porque a veces pasa), me lo trago. Nada hago con él. Al final termino sentada a la misma mesa, sana y salva, con toda esa gente que se dejó dominar por los fantasmas en su cabeza y que nunca se decidió a viajar.

Y les tengo noticias: al final, pasan MUCHAS MÁS COSAS malas en la imaginación paranoica de la gente. En fin: pasa en las películas. Pasa en TNT. Pero  casi nunca pasa en la vida real.

5. Pongo fecha                                      
Muy bien: ya decidimos que vamos a viajar. El miedo lo tenemos ahí medio atragantado, pero ya va por el final del esófago, no nos hemos comprado el último smartphone para darle prioridad a la vara, ya tenemos la mochila comprada y vamos por el punto cinco de esta pequeña cátedra.

Peeero se atraviesa Navidad. Peeero me acaba de llegar una promoción en el trabajo. Peeero tal vez me espero para ahorrar más plata. Peeero viene el “viernes negro”. Peeero acabo de adoptar un perro. Peeero mejor me meto a un curso de francés. Peeero…

¡Pero nada! Miles de peros se van a atravesar en el camino para convencerte de que no estás listo o de que no es el momento. No digo que en la vida no haya eventualidades u oportunidades por las que se justifique posponer un viaje. Peeero mae: la vida muchas veces lo lanza a uno a las partes más hondas de la piscina sin decir agua va y no queda más que improvisar. Y uno, al final, sobrevive.

Nunca hay un momento para estar realmente listo para viajar, como creo que tampoco lo hay para convertirse en padres o para morirse. Todos esos peeeros vienen del lado izquierdo de tu cerebro: el racional. El que te expone teorías lógicas para quedarte y no viajar. Como un trabajo nuevo. Como el dinero. Como las responsabilidades. El hemisferio izquierdo sirve para muchas varas, pero siempre se atraviesa. No lo culpés: te quiere proteger y, para él, protegerte significa enviarte todas las señales para que te mantengás dentro de lo conocido. Donde has comprobado que podés sobrevivir. Donde no hay peligro. Para  bien o para mal (yo pienso que para bien, obviamente), el mae no está solo dentro de tu cabecita: ahí hacinado, convive con el hemisferio derecho, que se encarga de los impulsos, la creatividad, los sentimientos. Diay, a mí me parece justo que, en vista de que los dos son del mismo tamaño, el derecho también tenga derecho (valga la redundancia) de acceder al poder, como dueño legítimo del 50% de las acciones del cráneo. Salomónicamente. Dale chance entonces de que para variar salga a escena y te sorprenda.

El problema es que creemos que tenemos tiempo. “Hay más tiempo que vida”. Otra consigna que nunca he entendido: ¿de qué putas sirve tener más tiempo si uno no va a tener vida con qué vivirlo? A mí, es que una muerte imaginaria muchas veces me persigue (porque la he visto venir de cerca a la mae y dar media vuelta porque le llamó más la atención una mosca que iba pasando por ahí). Pero aunque a ustedes no, recuerden que el único requisito para morirse es estar vivo.

Así que yo, al menos, pongo fecha para irme y la RESPETO. No importa que me salga un brete mejor. No importa que no tenga tanta harina. No importa que comiencen a romperse los sellos del Apocalipsis: ME VOY. A partir de ese día, el hemisferio derecho comienza su tiranía y que nadie lo perturbe en su trono omnipotente.
En Stonehenge.
6. Uso condón
Apuesto a que esa no se la veían venir… jajaja.

Pero es cierto. Volvemos a lo de las prioridades: hoy por hoy, no está entre las mías tener hijos. Soy de esas mujeres que están esperando a escuchar la última campanada del reloj biológico y mientras oigo los tics del segundero, sigo viajando y usando condón.

En mi mundo perfecto y futuro, me visualizo totalmente viajando con mis hijos. Los escucho hablar en varios idiomas. Los miro en sus fotos jugando con monjes budistas. Los siento dormir junto a mí en una tienda de campaña.

Sin embargo, mientras eso sucede, uso condón porque primero quiero hacer muchos otros viajes que no son para niños. Viajes para los cuales no se está listo en la infancia. Hoy por hoy, puedo velar por mí misma, pero no por ellos, porque sé que, cuando los tenga, mi estilo de viajar va a cambiar.

Una vez conocí a una chica que estaba embarazada mientras mochileaba. Había comprado un boleto de esos para darle la vuelta al mundo, y en Suramérica quedó embarazada de un one night stand. Iba ya por Nepal para cuando la conocí y luego, se fue a la India. Creo que, evidentemente, no le había caído el veinte de que ya no velaba por un cuerpo, sino por dos. NO la juzgo, pero yo no quisiera verme JAMÁS en su situación.

Por eso uso condón. Para seguir mochileando hasta que el reloj dé su hora y que, después, no tenga nada de lo cual arrepentirme.

7. Me imagino que mi vida es una novela
El último punto es mi filosofía de vida, más allá de que me dedique a escribir y de que, desde que inicié con el proyecto Sobre el caballito, mi vida se ha convertido, efectivamente, en una novela que incluso lee gente que no conoceré jamás.

Siempre, cuando estoy ante una encrucijada, me pregunto: ¿qué sería más interesante para mi personaje? ¿Qué valdría la pena leer? ¿A o B? Si las páginas que estoy escribiendo se escriben todas con papel carbón, los mismos días uno tras otro, entonces: ¿de verdad alguien leería una novela “tan conceptual”? ¿Es más importante que el personaje venza sus miedos y que se supere, o que se quede en el mismo sitio, sin ninguna evolución? Porque los buenos personajes son los que cambian, los que evolucionan. Las buenas historias son aquellas impredecibles. La buena literatura te invita a pasar la página, no a quedarte por siempre en la misma.

Por eso, viajo. Soy consciente de que mi vida es la novela más importante de todas las que podría llegar a escribir y que, por mucha imaginación que tenga, la realidad siempre supera a la ficción. Tengo plena certeza de que evoluciono más cada vez que viajo, que sentada frente al escritorio. Y, sobre todo, no quiero que ninguna de las páginas de la novela de mi vida comience con la frase por la cual debería de comenzar toda maldición: “Y si hubiera…”.

Todos y cada uno de nosotros somos escritores de nuestras propias novelas en las cuales somos los protagonistas. Y todos y cada uno de nosotros decidimos qué vamos a escribir, cuáles personajes queremos agregar, qué historia queremos contar.

Lo más riesgoso es que la vida no se escribe en una laptop. Cada vez que escribimos una página, no hay manera de borrarla o de reescribirla, porque la vida no se escribe en un teclado, ni con lápiz. Ni siquiera con tinta. Se escribe con tiempo, que nunca regresa.

No sabemos en realidad cuántas páginas en blanco nos quedan. Yo tampoco lo sé. Pero ya sea que me muera esta noche, antes de que nadie lea esto, o ya sea que caiga muerta en la mecedora de mi vejez a la par de ustedes quiero que, al cerrar el libro, no falte ni sola una palabra.

Ahí tienen, entonces, la respuesta a cómo putas hago para viajar tanto. ¿El secreto? En mi caso es sencillo: simplemente me niego a vivir una vida que no sea digna de ser narrada.
A 5328 metros sobre el nivel del mar. Manali-Leh Highway. Himalayas.

Así es: yo también tengo mi realidad y en ella trabajo, escribiendo. Si te gustó este texto y crees que ser escritor es un trabajo que se respeta, como cualquier otro (incluyendo el tuyo) tenés dos opciones a tu libre albedrío: si de verdad crees que escribo bien, dale clic en los botones que aparecen al lado derecho y suscribite, o compartí este texto en tus redes sociales y que más gente se suba al caballito. ¡Mil gracias por leerme! :)

viernes, 7 de marzo de 2014

¿Cómo putas hago para viajar tanto? (Parte I)

“Che (porque es argentino el pibe), ¿será que la Andre es millonaria y nunca nos ha contado? ¿Vos has ido a su casa? ¿Sabés dónde vive? Capaz que tiene un montón de guita y nosotros nunca hemos sabido…”.

Ese es uno de mis amigos, teorizando con mi mejor amiga, ante esa incógnita que sé que ronda la cabeza de mucha gente que me conoce: ¿cómo putas hago para viajar tanto?

Lo sé. Esta es una pregunta que siempre me hacen y, si no la verbalizan, al menos la siento implícita en las miradas de incredulidad de la gente, que me mira con: 1. admiración, 2. envidia, ó 3. con cara de que “esta hijueputa se dedica, mínimo, al narcotráfico”.

Lo que pasa es que yo no suelo plantearme cómo putas hago para viajar porque para mí es muy normal. En el mundo mochilero, prácticamente todos lo tenemos claro. Sin embargo, cuando regreso a Costa Rica, caigo más en cuenta de la enorme interrogante que despierta mi eterno nomadismo.

A mi amigo le tengo que responder que si nunca ha sabido de mi guita es porque, evidentemente, no soy millonaria. De hecho, soy clase media tirando a baja y si no, pregúntenle a cualquier tico cuántos millonarios viven en Hatillo. ¡Ja!

Y a los demás les puedo ofrecer contarles cómo hago para viajar tanto. Cómo hago yo, en vista de que no puedo responder de otra manera que no sea desde mi punto de vista personal. Y es que yo no soy ninguna autoridad en la materia para venderle autoayuda a la gente con un libro tipo “Los siete hábitos de la gente altamente viajera”. Sin embargo, puedo compartir mi experiencia, la cual, obviamente, no excluye al resto de los mortales: si hay algo en lo que creo firmemente, es que viajar no está tan pegado del techo como mucha gente lo suele plantear.

Así que he aquí mis siete hábitos para ser altamente mochilera. El gran secreto. El post que marcará un antes y un después en su vida. El oráculo que se abre sólo para algunos iluminados. La sabiduría de una gurú mochilera que… ¡Varas! Sia tonto. Suficiente manía (ahí perdonen, es que soy bipolar). Ya verán que, al chile, esto de los viajes no tiene mayor ciencia:
En Perú.

1. Hago de viajar una prioridad

Ya lo dice el viejo y conocido refrán: “Cada quien es libre de hacer de su culo un florero”.

Más allá de semejante afirmación un tanto escatológica, lo cierto es que esto también aplica para el dinero: el obstáculo que muchos esgrimen para, precisamente, no viajar. Así que traduzcámoslo a términos menos soeces y más capitalistas: cada quien pone sus prioridades e invierte su dinero en lo que mejor le parezca.

A grandes rasgos, podríamos decir que estas son las prioridades monetarias más populares en el mundo occidental de clase media-baja para arriba, al menos en cuanto a lo que se comercia en el mercado de valores de los sueños: 1. Comprar una casa. 2. Comprar un carro. 3. Comprar ropa tuanis. 4. Comprar un buen celular. 5. Pegarse la fiesta.

Como dije: las más populares. El truco con que sean las más populares es que, por eso mismo, la gente tiende a pensar que son más fáciles de alcanzar que, por ejemplo, lanzarse un año a recorrer el mundo.

Falacia. Les quedo debiendo qué tipo de falacia es, pero FALACIA. La vara no es así. A mí no me parece más sencillo comprar una casa, por ejemplo. Ni con todo el dinero que he gastado en todos mis viajes juntos estaría cerca de pagar, tan siquiera, la primera cuota.

Lo que sucede es que quienes viajamos (que somos muchos pero, definitivamente, no llegamos a las cifras abrumadoras de la gente que prefiere comprar casa, carro, ropa, celular y pegarse la fiesta), hemos puesto como prioridad viajar.

No es el camino más popular, porque en nuestras sociedades la gente parece valorar más otras cosas, que se pueden  ver, tocar con la mano y que les dan la sensación de estabilidad, palabra que tienden a confundir con “eternidad”. En todo caso, más allá de que comienzan y terminan con las mismas letras, ambas palabras son altamente valoradas porque prometen que nada va a cambiar, cuando en realidad, casi todo lo que no está muerto siempre cambia aunque sea un poquitito.

Así que les parece bien invertir, por ejemplo, en una casa, porque la pueden usar todos los días. Tan estable y eterna les parece esa inversión que, incluso, muchos se escudan con la frase de: “Ya tengo dónde caerme muerto”. La verdad, yo nunca he entendido esa consigna. Digo, con el riesgo de sonar medio Asperger, nadie sabe en realidad dónde va a caerse muerto. Podría ser en media calle y de todas maneras, alguien va a tener que recogerlo a uno, so pena de quedarse apestando ahí, convirtiéndose en epicentro de aves de rapiña, ratas y otros encantadores animales. O podría ser en la casa de un compa, en cuyo caso, no creo que sea tan carepicha como para, mínimo, no llamar a la morgue y decir: “Diay, se murió este hijueputa aquí en la sala de mi choza, vengan a llevárselo”. O capaz que a uno le toca una muerte trágica ahí y nunca se llega ni siquiera a encontrar el cuerpo. Si me pongo a pensar en eso, debería de ahorrar para una tumba más bien. Y vivir para pagar mi muerte… para mí eso no tiene sentido. ¿Comprar un chante dónde pasar la vejez? ¿Que no es demasiado pronto para ponerse a pensar en eso? ¿Invertir los años de juventud para costear unos metros cuadrados en los cuales poner mi mecedora? Y no me salgan con el cuento de La hormiga y la cigarra, porque perdón, pero la cigarra también la pasó tuanis (si me pongo en términos marxistas, yo diría que es hasta un cuento proletario). ¿Comprar una casa para dejarles algo a mis hijos? Bueno, yo prefiero dejarles a mis hijos una buena educación y momentos inolvidables, y no unas paredes de concreto. Ya siendo preparados, que se pregunten ellos entonces si vale la pena invertir o no en ver siempre el mismo paisaje desde la misma ventana. Por lo pronto, yo he decidido que no.

En fin, si la casa ya no me parece digna de desvelos económicos, menos, mucho menos, lo demás. ¿Un carro? De todas formas, no llega uno muy lejos con él en la mayoría de los casos, sale más caro para viajar eventualmente y nada ecológico. ¿Ropa? Si bien es verdad que a veces me da esa debilidad estereotipada femenina de comprarme ropa, también es cierto que, la gran mayoría de las veces, logro contenerme, bajo mi técnica-inaflible-en-el-90%-de-los-casos de traducir la ropa en términos “viaje”. Por ejemplo: esas botas de $60… $60 puede salirme un vuelo de Ryanair de Madrid a Marruecos…  Y ya tengo en casa tres pares de botas… Y nunca he estado en Marruecos… Y con esas botas voy a caminar por las mismas calles de toda la vida... Así que nada: chao, botas. ¿Un celular? ¿Para que luego se me olvide en una mesa de un bar, para que me lo roben o para que se me caiga por accidente en la taza del inodoro? Mis recuerdos y lo aprendido en los viajes no se me olvidan en una mesa de un bar. Al contrario: los revivo cada vez que me siento a una y los comparto con mis amigos. Mis recuerdos no me los roban, a menos que antes de quitarme el celular me hayan dado un pichazo titánico en la cabeza. Y, ciertamente, mis recuerdos jamás se irán por el inodoro, a menos de que me arroje yo en él. Y si de pegarse la fiesta se trata, bueno, yo lo hago en Costa Rica con mis amigos, porque también valoro mis momentos con ellos. Pero trato de medirme en los gastos y no tomar demasiada cerveza. Como dice un compa mío, tico y consagrado mochilero: “Al final, es ir a orinar el dinero”.

Yo prefiero comprar experiencias y no objetos. Prefiero invertir el dinero en momentos, que no se tocan con la mano y que son fugaces. Lamentablemente, el presente es muy fugaz como lo dije alguna vez ( A mis 33 años nadie me quita lo bailado), pero las historias y enseñanzas me quedarán hasta el último día de mi vida, sentada en la mecedora en un sitio donde me caeré muerta, al fin de cuentas, capaz que a la par de ustedes. En fin: invierto en lo que no se ve y en lo que no es “duradero” ante los ojos de muchos. Pero en realidad, invierto en lo único que podré llevarme conmigo más allá de la tumba.

Y les tengo noticias: viajar, muchas veces, no es ni la mitad de caro que vivir en un sólo sitio.

En el lago de Atitlán. Guatemala.

2. Hago del viajar un estilo de vida

A mí me parece tremendamente ingenuo, pero tan lógico como el razonamiento de un niño (y ojo: a mí los niños me parecen tremendamente sabios) cuando la gente me dice: “Debe ser muy tuanis pasar todo el tiempo de vacaciones”.

¿Vacaciones?????  ¡Ja! No sé si desternillarme más con eso o con la idea de mi mitológico chalet en Hatillo. Yo casi nunca tengo vacaciones. Quienes hemos hecho de viajar nuestro estilo de vida, sabemos que, justamente, es eso: un estilo de vida. Así como el de otras personas es levantarse temprano, irse a bretear de 8 a 5 y disfrutar un rato con su familia por las noches y los fines de semana.

Para mí, las vacaciones, lo que llamo vacaciones, son bastante similares a las que tiene la gente promedio en mente: básicamente, dormir TODO lo que quiera, despertarme en un sitio bonito y echarme a leer sin que nadie me moleste, sólo para volver a dormir TODO lo que quiera. Cíclica y perezosamente predecible.

Mis vacaciones, más bien, las tengo cuando regreso a Costa Rica y, atrincherada en mi cama sagrada, y escudada por mis almohadas legendarias, hiberno por días, durmiendo 15 horas seguidas. Quizás lo puedan entender mejor si lo expongo así: seguro que se han ido de viaje  y cuando vuelven, sienten que ocupan uno o dos días para recuperarse. Las verdaderas vacaciones porque uno descansa. Pues bueno, así me sucede a mí.

Pocos son los días, cuando mochileo, en que no estoy ocupada. La logística viene a ser como el brete de oficina: hay que encontrar el siguiente avión, tren, bus, ride o lo que sea, analizar hostales o perfiles de Couchsurfing, orientarse en la ciudad, leer guías de viaje, perderse y volverse a encontrar. Imagínenselo así: cada dos o tres días, despiertan con amnesia y tienen que buscar, de cero, un apartamento, cómo moverse por la ciudad, saber qué se puede hacer ahí y que no, cuánto cuesta todo y un largo etcétera (que no lo escribo este etcétera porque no sepa lo que sigue, sino porque se me está haciendo monstruoso este post. Pero créanme: es largo). Muchas veces no he llegado ni a un sitio y ya estoy planteándome cómo moverme al siguiente. Al cabo de unos meses, se vuelve agotador, en especial porque como la mayor parte del tiempo viajo sola, todo depende única y exclusivamente de mí.  

En fin, si esto no los convenció como trabajo, algo que me demanda mucho tiempo, entonces, es precisamente eso: trabajar. En mis viajes, he conocido gente que lleva dos, tres y más años mochileando. Incluyéndome yo, que he pasado hasta casi año y medio. Sin parar. ¿Cómo putas hacemos? Diay, lo mismo que todos los mortales desde que Jehová nos condenó a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente: ¡trabajar! La gran mayoría de mochileros no somos millonarios (que sí, que vivo en Hatillo).

Dicen que la necesidad es la madre de todas las invenciones… y es cierto. Apenas me veo contra la pared (o contra el riesgo de volver a Costa Rica, que para mí es peor que la pared) comienzo a moverme para, análogamente, seguir en el camino. Y es que aunque no lo crean, mis  manos y mi cerebro funcionan también más allá de las fronteras de Paso Canoas, Peñas Blancas, el mar Caribe y el océano Pacífico. Y las de ustedes también. Todos tenemos talentos y he visto gente que se reinventa y se dedica a dar clases de idiomas. A trabajar en bares. A pequeños negocios. A traducir.

Claro: no todos son trabajos bien pagados ni glamorosos. Muchas veces son voluntarios a cambio de comida y cama. Yo, por ejemplo, he trabajado cuidando perros alemanes (Perrológica), he limpiado pisos en hostales, he cargado piedras y desmalezado jardines, he conducido un camión de carga, he cuidado niños y he trabajado en construcción. Pero lo hago, algo que no todos (en especial los que le dan prioridad a su carrera) están dispuestos a hacer. Y sin embargo, aun con todo y sus moños, si ustedes estuvieran ahí en sus países de origen y no les quedase otra alternativa para sobrevivir, también lo harían.

Y, como pasa en la realidad de la mayoría de la gente, si uno se puede dedicar a algo que le gusta, mejor. Yo, ahora, me dedico a escribir, por ejemplo. No siempre es fácil y estoy lista para que de nuevo, en algún momento, tenga que cavar un hoyo con mierda de perros de la década pasada (Dolor y dinero). Por eso es que mis viajes son tan largos: no es lo mismo andar turisteando nada más, que de feria, cumplir con empleos como los de Raymundo y todo el mundo. Indudablemente, alarga la agenda mochilera.

El error es que la gente cree que yo vivo en un mundo de fantasía, “de vacaciones perpetuas”. No, señores. Mi realidad es esta. Es nómada. Así como ustedes eligieron la suya, sea cual sea que tengan. No hay diferencia entre la demás gente y yo: así como las personas que trabajan de 8 a 5 en una ciudad lo hacen para tener dónde dormir, qué comer y cómo moverse, yo, que he decidido viajar, trabajo incluso más horas para tener dónde dormir, qué comer y cómo moverme. Todos buscamos sobrevivir y, en especial, todos buscamos ser felices. Todos queremos realizar nuestros sueños: tener una casa, un carro, viajar, ir a la luna. Lo único es que muchas personas deciden enfocar su realidad en un sólo sitio. Yo he escogido hacerlo en varios.

A diferencia de mucha gente, que cuando vuelve a casa, suspira: “De vuelta a la realidad”, cuando yo vuelvo a Costa Rica sigo en otra parte de mi realidad, porque, como dije antes, yo no tengo un hogar definido (Un país que sólo existe en mi mente).

Mi realidad es esta. No siempre es fácil, como ninguna realidad. No siempre es fácil ver a la gente en Facebook con sus fotos de matrimonio y sus bebés de postal. No siempre es fácil nadar contra corriente en una sociedad que le da más valor a los objetos que se puedan acumular que a las historias que se pueden contar. Una sociedad  que valora más los títulos y los puestos que los países que se visitan y las culturas que se conocen. No siempre es fácil pasar tanto tiempo sola, vivir en la incertidumbre, la confusión, la inestabilidad, el miedo. Pero es el precio que pago por vivir una vida “fluida, perplejay excitante”.

Y les tengo noticias: si no les gusta su realidad, pueden venirse a la mía cuando quieran.

Al chile que si me dejo seducir por la tentación del best-seller y por mis decibeles megalómanos de que yo poseo la verdad absoluta, esto podría convertirse en un librito corto de autoayuda sobre cómo viajar. Al fin y al cabo, muchos de esos libros revelan nada más el secreto del agua tibia. En fin, en vista de que este post me está quedando monstruoso, les dejo los pasos del 3 al 7 para futuras entregas.


Así es: yo también tengo mi realidad y en ella trabajo, escribiendo. Si te gustó este texto y crees que ser escritor es un trabajo que se respeta, como cualquier otro (incluyendo el tuyo) tenés dos opciones a tu libre albedrío: si de verdad crees que escribo bien, dale clic en los botones que aparecen al lado derecho y suscribite, o compartí este texto en tus redes sociales y que más gente se suba al caballito. ¡Mil gracias por leerme! :)