viernes, 31 de enero de 2014

Presentación del libro: Sobre el caballito de madera

Adaptación de la presentación de la novela Sobre el caballito de madera el 22 de enero de 2014 en Benicássim, Comunidad Valenciana, España.

Antes de comenzar, debo aclarar que esta es mi primera novela publicada y, por ende, la primera presentación de un libro que hago. Me dijeron que tendría que narrar más o menos cómo nació el libro Sobre el caballito de madera, de qué trata y lo que yo creyese conveniente. Bueno, yo creo conveniente hablarles de mis pasiones.

Yo tengo tres pasiones: los hombres, los viajes y la literatura. Y la combinación de las tres es la que me permite hoy estar delante de ustedes.

Las pasiones... antes de venir aquí, mientras escribía esta presentación en el apartamento de un amigo en Barcelona, me tomé el tiempito para buscar la definición sobre qué es “pasión” en el Diccionario de la Real Academia Española. Lo hice porque me imaginé esas típicas presentaciones que comienzan por: “El Diccionario de la Real Academia Española define X como bla bla bla”y, como yo rara vez hablo ante a un público en vivo, porque lo que suelo hacer más bien es escribir, me pareció de alguna forma razonable acudir a la zona de confort del superyó de la lengua castellana.

Pero, gente, el experimento no sirvió y por eso es que esta presentación no empieza con esa frase. Y es que he de decir que quedé bastante decepcionada con las definiciones en cuestión. Según el Diccionario de la Real Academia Española “pasión” es 1. “Acción de padecer”. 2 “Lo contrario a la acción”. 3. “Estado pasivo en el sujeto”. 4. “Perturbación o afecto desordenado del ánimo”... Puffff. La definición que más o menos me consoló un poco de semejante romanticismo lexicográfico para una palabra que, al menos para mí, significa tanto en mi vida, apareció ya como de quinta: “Apetito o afición vehemente a algo”. Igual, insuficiente.

Así que no. No funciona comenzar por la frase cliché del diccionario. Me quedo, entonces, con la definición de pasión que ya tenía en mente y la cual aparece en El secreto de sus ojos, el filme argentino ganador del Oscar a Mejor Película extranjera en 2010: “La pasión es lo que hace que te levantés de la cama, no importa cuán agotado estés”. Lo cual, en mi caso en particular, me convence como definición, porque yo AMO dormir y considero mi sueño sagrado; a mí no me despierten porque soy como un perro: me levanto gruñendo. Pero yo, por un hombre, por viajar y por la literatura me levanto de la cama en lo que tarda el prototípico chasquido de dedos.

Yo, firmando mi primer libro autografiado en la vida... ¡esa vara!

Sin embargo, un día caí en cuenta de que no me estaba levantando cada mañana por ninguna de esas tres pasiones. Me estaba levantando por un trabajo que odiaba: como telefonista en un call center. Los call center son una salvada, porque es un trabajo instantáneo y desechable, pero también son las maquilas del siglo XXI y, al menos, es un trabajo que yo no deseo volver a tener en lo que me resta de vida. Y ahí estaba, contestando teléfonos hasta los viernes por la noche y los sábados por la noche y los domingos por la noche... Una y otra vez lo mismo: Thank you for calling Bodog wagering. My name is Andrea. May I have your account number, please?. Esa frase NUNCA se me va a olvidar mientras viva, como una especie de estrés post traumático laboral.

Yo tengo la manía de ver mi vida como una novela y siempre estoy pensando en cómo hacerla más interesante. Cuando estoy en una disyuntiva, me pregunto: “¿Qué sería más interesante para mi personaje: A o B?”. Porque al final, todos aquí vamos para el mismo lado, si tenemos suerte de que a nuestra historia personal no le arranquen las páginas en blanco: la vejez. Y cuando estemos sentados en una mecedora ahí, en un asilo de ancianos, quien tenga las mejores historias para contar va a ser quien gane. Basándome en esta filosofía, me pregunté: ¿A cuál de mis futuros compañeros geriátricos le haría gracia oír eso? “¿Qué carajos son estas páginas que estoy escribiendo? Todas llenas de una sola frase: Thank you for calling Bodog wagering. My name is Andrea. May I have your account number, please?.¿A quién le gustaría leer eso, escrito con papel carbón? ¿Estaría yo aquí hoy frente a ustedes si hubiera venido con una novela tan “conceptual”? O sea, no.

¿Y qué sucedía con mis pasiones? Bueno, se habían convertido en las “pasiones” del Diccionario de la Real Academia Española:

1. “Lo contrario a la acción”. Totalmente. ¿Viajar? De hecho, en este caso lo contrario a la acción, porque no sé qué hay más allá del horizonte de cemento de la oficina. ¿Literatura? Lo poco que pueda leer entre dos timbres del teléfono. ¿Hombres?... puffff. Como diríamos en Costa Rica: me ahuevás. Tanta acción como puede tener alguien en coma.

2. “Estado pasivo en el sujeto”: si, más pasiva no puedo estar, recorriendo tres kilómetros en carro hasta el trabajo, sin tiempo para escribir y durmiendo sola en una cama deprimentemente doble.

3. “Perturbación o afecto desordenado del ánimo”... Claro, más perturbada, casi que imposible. A punto de treparme por las paredes de la oficina para luego quedarme en un rincón sentada haciendo burbujas de saliva.

Y 4: “Acción de padecer”. Sí, padezco... Padezco de monotonía crónica.

Así que un día decidí quedarme con la definición de “pasión” de El secreto de sus ojos y me dije; “Me voy a levantar de la cama por mis pasiones. Me voy a levantar para irme a viajar, para irme a escribir y para ir a buscar al hombre de mi vida”. Y renuncié a mi empleo en el call center, saqué todo mi dinero del banco y me vine a Europa.

¿Que si tenía un plan? No. Porque yo tampoco quería que mi viaje fuera como el Diccionario de la Real Academia Española: que a A le siguiera B y a B le siguiera C, en un orden totalmente predecible. Sí, ya lo sé: buena publicidad le estoy haciendo al diccionario y a la Real Academia Española... Pero, es que, de todas maneras, la literatura no se escribe en orden alfabético y menos, la historia de mi vida. Yo quería lo aleatorio. Lo desestructurado. Lo impredecible.

En la presentación del libro.

A todo esto, por esas épocas, una tarde lluviosa en casa de uno de mis mejores amigos (porque Costa Rica es un país pasado por agua), husmeando entre sus libros, me di de bruces con el dadaísmo, ese movimiento artístico que se gestó a inicios del siglo XX y que contó con artistas como Jean Arp, Man Ray y Marcel Duchamp. El dadaísmo propone rebelarse contra las convenciones y el orden establecido. Sin lógica. Cuanto más aleatorio, cuanto más espontáneo, cuanto más casual y, sobre todo, cuanto menos perfecto, mejor. Un poema, por ejemplo, podía ser recortar palabras de un periódico, meterlas en una bolsa de papel, sacudirla y luego pegarlas en el orden en que fuesen saliendo. Sin reglas. El nombre del movimiento surgió de forma igual de aleatoria: cuenta la leyenda que Tristan Tzara, uno de los fundadores, abrió un diccionario de francés a lo loco (ya que hablamos de diccionarios) y la primera palabra que saltó de la página fue dadá, que significa “caballito de madera”. Sin esquemas. El rebelarse contra el orden era una necesidad tan intensa, que los verdaderos dadaístas, más allá del arte, lo convirtieron en un estilo de vida.

Bueno, yo no me había dado cuenta hasta esa tarde lluviosa, pero yo era una de ellos casi un siglo después. Mi vida la quería impredecible. Espontánea. Incluso, provocadora. Pero nunca, nunca más, monótona.

Lo único que sabía cuando empecé el viaje es que iba a venir a España primero porque, de la trinidad de pasiones que gobierna mi vida, en ese momento sentía que, aquella que más me hacía levantarme de la cama, era un hombre. Yo siento una especial debilidad por los españoles, y ojo que no lo digo precisamente por estar aquí hoy, sino porque desde hace más de 15 años me enamoré de uno en particular. Y lo quería en mi vida. Quería ese personaje en la novela de mi vida. O más que ese personaje, quería que fuera el protagonista. Y quería escribir mi historia con él más que ninguna otra que me quemase el teclado, la piel y el corazón.

En cuanto a la literatura, una de mis mejores amigas me sugirió crear un blog, a modo de diario de viaje, para que así todos mi amigos pudieran estar al tanto de qué estaba haciendo. Yo sabía que llevar diarios de viaje nunca había sido lo mío, pero tomé el consejo e inicié un blog, titulado Sobre el caballito de madera. Y en fin, si había algo predecible en toda esta historia, es que no tendría la disciplina de llevarlo al día, por lo que terminó por convertirse en uno de esos miles de blog abandonados que flotan en Internet y, lo único que se siguió escribiendo, fueron las notas hechas a mano en mi agenda. Las notas que eventualmente acabaron por ser esta, mi primera novela publicada.

Así que con todos mis ahorros me vine a España y, de forma irónica y maravillosa, empecé por la Comunidad Valenciana para ir en busca del protagonista español de esta historia, primero en Valencia y luego en Alicante. Si él está conmigo hoy o no, tendrán que leer la novela para saberlo. Lo que sí puedo decirles es que lo demás fue genuinamente dadaísta, y terminé escribiendo episodios tan aleatorios como trabajar en un campo nudista en Montenegro, acabar en un hospital búlgaro casi tuerta, ladrarle a un empleado de una tienda en Zurich y ser expulsada de Albania (sí, creo que es muy probable que yo sea la única persona que conocerán en su vida que la han deportado de Albania). Me saqué las ganas de sueños de infancia que había leído en mis libros de niña. Me convertí en la protagonista de mi propia historia, más allá de lo que podía imaginar desde la ventana de mi oficina. Y como diría García Márquez: la viví para contarla.

Lo demás está escrito en estas 304 páginas que tienen ante ustedes en esta novela Sobre el caballito de madera. Esta es la historia de qué sucede cuando le das prioridad a tus pasiones.
Lo demás está por escribirse y hasta el día de hoy, aquí, lo sigo haciendo, porque me niego a vivir una vida que no sea digna de ser narrada.

Muchas gracias al jurado y al ayuntamiento por haberme otorgado el VIII Premio de Literatura de Viajes Ciudad de Benicassim. Muchas gracias al personal de Onada Ediciones por toda su ayuda y por permitirme regresar a la Comunidad Valenciana, donde esta historia comenzó. Y muchas gracias a todos ustedes por haber venido y por ayudarme, esta noche, a escribir este capítulo de mi vida al escucharme.
Gracias de verdad y como decimos en Costa Rica: “Pura vida”.






viernes, 17 de enero de 2014

A mis 33 años, a mí nadie me quita lo bailado

Cada vez que se acerca mi cumpleaños, que coincide con las etílicamente célebres fiestas de Palmares, con la económicamente deprimente cuesta de enero y cada cuatro años, como este, con alguna campaña electoral vergonzosa y bisiesta, me siento a meditar sobre el curioso y profundo fenómeno del tiempo.

¡Pufffff! Vaya ahuevazón... Diay sí, lo admito. No soy precisamente una fan de mis cumpleaños. Para comenzar, me cuesta saber cómo reaccionar cuando el reflector está sobre mí por 24 horas. Me parece que es demasiado protagonismo y que todo sería más fácil si tuviera un hermano gemelo con quien compartir salomónicamente la mitad de toda esa atención. Segundo: nunca sé qué cara poner cuando me cantan cumpleaños feliz. ¿Debería clavar la vista en el queque? ¿O más bien mirar a cada uno de los que me rodean? ¿Sonreír? ¿Fingir que me concentro en el deseo que mágicamente va a hacer combustión con la realidad en cuanto sople las velitas? Al final, de los nervios, nunca pido nada, lo cual me hace pensar que he dejado ir, a estas alturas, 32 valiosas oportunidades de cumplir mis caprichos cósmicos. Después, me ataca una inseguridad y una baja autoestima de que nadie se va a acordar y de que lo ignorarán olímpicamente, porque con todo y las aplicaciones de Birthday calendar de Facebook, a casi nadie se le da eso de recordar fechas, a pesar de que yo tengo la extraña e inútil cualidad de desperdiciar disco duro mental acordándome de los cumpleaños de Raymundo y todo el mundo, incluyendo famosos, amigas de primer grado y gente que me cae mal. Y, para terminarla de amolar, inevitablemente me ataca un espantoso síndrome de Peter Pan: me visto más infantil que nunca y me dan ganas de visitar tiendas de antigüedades a ver si sacudiendo chunches viejos, por pura guava, me sale un genio de alguna lámpara, florero o computadora de los 80 para que me conceda la eterna juventud. Me da una ansiedad por el inevitable paso del tiempo y me pongo existencialista al punto de pensar que, desde el minuto 15 de las seis de la mañana del 16 de enero de 1981, comencé a morir. En fin, no soy la persona más divertida para tener alrededor entre el 8 y el 15 de enero. Quedan advertidos.
Como parte de mi síndrome de Peter Pan, suelo columpiarme en hamacas y vestir medias de colores...

Además de mi neurosis (tan breve, pero dramáticamente descrita en el párrafo anterior), considero que el hecho de que mi cumpleaños caiga capricornianamente en enero me empuja casi que por default al divertidísmo hobby de filosofar sobre el tiempo. Todos nosotros, quienes seguimos la lógica gregoriana para marcar las vueltas que se dan alrededor del sol, solemos entregarnos a profundas reflexiones de fin de año en un radio más o menos de cinco días alrededor del 31 de diciembre. Sin embargo, a más tardar el 3 de enero, todo el mundo ha concluido con su análisis retrospectivo y a otra cosa mariposa, hasta que vengan sus cumpleaños en meses que parecen tan lejanos como mayo o agosto y tengan que meditar de nuevo un poco sobre en qué punto se encuentran de sus vidas. Yo, al haber nacido en enero, sigo rumiando por dos semanas más las conclusiones de fin de año, de modo que, cuando por fin llega el 16 de enero, ya estoy imbuida totalmente en un vórtice de despiche mental.

Y es que el tiempo es un fenómeno de los más misteriosos del universo al que ni físicos, ni filósofos ni chamanes han podido encontrarle respuesta a cómo sucede. Menos a cómo se controla. Ni siquiera el mismo demonio está dispuesto a pasarle por encima, como muy bien se lo negó Mefistófeles a Fausto, a pesar de haberle vendido su alma: podría cumplirle todo, todo lo que él quisiera, pero nunca la posibilidad de decir “tiempo, ¡detente!”. El tiempo es un fenómeno tan, tan misterioso que, como se dice en La montaña mágica de Thomas Mann (único libro que leí el año pasado y que ni he terminado, para mi saldo vergonzoso del 2013), ni sabemos cómo lo percibimos, porque no lo olemos, no lo saboreamos, no lo vemos, no lo oímos y, ciertamente, no lo tocamos. Entonces, si con ninguno de los cinco sentidos que tenemos para descubrir lo que nos rodea lo podemos percibir, ¿cómo es que sentimos el paso del tiempo, de modo que varias persons pueden decir que ha pasado media hora y estar en lo correcto sin ver ningún reloj?

Como vemos, se me hace un arroz con mango súper volado. Sin embargo, este año, mis típicas reflexiones sobre el tiempo se han visto aliviadas por una definición que me parece brillante sobre el fenómeno en cuestión. Repasando a finales de diciembre mi año facebookianamente sobre qué había posteado, entre fotos, frases, videos y movimientos de este caballito, me encontré con un artículo sobre un diccionario de definiciones dadas por niños. El libro, titulado Casa de las estrellas: el universo contado por los niños, es obra de Javier Naranjo, maestro que trabajó recopilando 500 definiciones de 133 palabras según niños de colegios rurales del oriente del departamento de Antioquía, en Colombia. A mí me encanta leer las definiciones que dan los niños sobre conceptos profundos porque, sin duda, ven el mundo de otra manera, a través de esos ángulos de la ventana por los que ya no solemos sentarnos los adultos a ver pasar la vida. Los ángulos más simples.

Miles de hombres y mujeres han intentado definir el tiempo (los reto, estimados lectores, a que me lo definan ya y casi que puedo apostar que se van a quedar bateados un ratillo), pero ninguna me ha parecido tan cierta como la definición que dio Jorge Armando, un niño de sabios 8 años de edad: Tiempo: Algo que pasa para recordar.

Al menos yo, que mientras escribo estas líneas cuadriplico exactamente su edad, no podría haber dado con una definición tan sabiamente simple. Y es que si el tiempo es algo que pasa para que podamos recordar, entonces bienvenido sea el paso del tiempo. Porque para mí, no hay nada más valioso que los recuerdos.


La presistencia de la memoria de Salvador Dalí. El tiempo y los recuerdos en una imagen.

La esencia de la vida son los recuerdos. Lamento atacar la ilusión ingenua de que lo único que cuenta es el presente y que lo pasado, pasado y vale mierda, porque aquí, damas y caballeros, todo el mundo vive de recuerdos.

Y es que el presente prácticamente no existe porque es tan breve... Tan breve que para el momento en que ustedes, estimados lectores, hayan llegado a este punto de la oración, las primeras palabras de ella ya son parte del pasado. El presente, por fugaz, es hermoso, pero bastante inútil. La estrella fugaz que desaparece, bellísima, pero que no queda para orientarnos en el cielo de una noche oscura.

La vida, tal como la conocemos, está prácticamente formada solo por recuerdos y depende enteramente de ellos. Dependemos de los recuerdos para encontrar las palabras que usamos desde niños para describir lo que vivimos. Dependemos de los recuerdos para reconocer a quienes nos rodean y saber qué papel juegan en nuestras vidas. Dependemos de los recuerdos para movernos por la calles de la ciudad y regresar a casa. Dependemos de los recuerdos para acordarnos de cómo se enciende la computadora y ponernos a trabajar. Lo único que no depende de los recuerdos es lo que funciona de automático, como respirar, cagar y latir el corazón. La memoria es lo que nos salva de ser meros seres vivos para convertirnos en humanos. Por eso a mí el Alzheimer o la amnesia me parecen la peores enfermedades de todas, porque te arrebatan la capacidad de acumular esos recuerdos que te hacen humano y quién sos en realidad.

Entonces, mae, si el tempo es algo que pasa para recordar, qué éxito, qué éxito que pase. Si el precio de tener recuerdos es que el tiempo pase, me alegro de que se me venga otro año más encima, indistintamente de que por momentos me den ganas de mudarme a Nunca Jamás para nunca jamás envejecer.

Entonces, gracias, año 32, por pasar sobre mí, porque aunque me dejás con un cuerpo que ya no adelgaza tan rápido, con las primeras advertencias de que debería de dejar de fumar y con una docena de canas que me arranco tenazmente frente al espejo apenas comienzan a crecer, me dejás también páginas de mi vida llenas de recuerdos, páginas que antes estaban en un aburrido blanco.

Mi mamá y yo en un coffee shop en Amsterdam. El mejor momento de mis 32 años.

Páginas que narran cómo trabajé hasta 17 horas seguidas cuidando perros alemanes, haciendo camas en un hostal y traduciendo un libro de porquería por sumas ridículas, y que me enseñaron que, si de verdad quiero ser escritora, debo comenzar a creérmelo y concentrarme más seriamente en ello. Páginas que narran cómo perdí el miedo a las motocicletas y el miedo a sentir algo de nuevo por alguien al abrazar a un hombre que supiera cómo conducir por todas las calles y por todas mis cicatrices. Páginas que narran cómo en una semana llorosa en Berlín, me di cuenta de que hay historias que no son tan buenas como para escribirlas con papel carbón y que me impidan crear nuevas. Páginas que narran cómo en el surrealista escenario de Nepal un día abrí el mail y la portada de mi primer libro pasó de ser un sueño a reencarnar en pixeles. Páginas que narran cómo me di cuenta de que no estaba muerta por dentro, que todavía podía sentir y mojar el papel con lágrimas cuando tuviera que decirle adiós al héroe de una historia. Páginas que narran cómo en una buhardilla de cristales nevados se encuentra la esencia de la buena literatura y unos labios que había pasado 15 años deseando. Páginas que narran cómo un coffee shop en Amsterdam puede funcionar como una máquina del tiempo, de ese tiempo que pasa y no vuelve, y permitirme sentarme con quien fue mi mamá cuando ella tenía mi misma edad, en una década de los 70 que, entre el humo de la marihuana, por una tarde, pareció volver.

Así que si el tiempo tuvo que pasar para dejarme menos joven, pero con todos esos recuerdos, que siga pasando. Porque señoras y señores, como lo dice el viejo y conocido refrán: a mis 33 años a mí nadie me quita lo bailado.

¿Te gusta cómo escribo? Me alegra. Y me alegraría más que compartieras esta entrada en tus redes sociales, o mejor aun: que te suscribieras en los botones que están a la derecha o me dieras lo que considerés justo por mi trabajo. Consideralo regalito de cumpleaños ;). Mil gracias por leerme ante todo... Paz y amor.