viernes, 14 de marzo de 2014

¿Cómo putas hago para viajar tanto? (Parte II y final)

Continuamos con el futuro best-seller “Los siete hábitos de la gente altamente viajera” (¡ojalá!) o, más realistamente, la respuesta a la pregunta de: ¿Cómo putas hago para viajar tanto?
Consulten la parte I de esta entrega para los puntos 1 y 2. Los ya iniciados, sin más preámbulo, salten conmigo al punto 3. ¡Síganme los mochileros!

3. Bajo mis estándares de calidad
Así como cada quien escoge en qué invierte su dinero y en qué tipo de realidad desea vivir, cada quien escoge cómo quiere viajar. Y, para tomar decisión de semejante trascendencia viajera, es importante tener en mente qué necesita uno y qué lo hace feliz.

Hay gente que dice: “Nombres. No me alcanza la plata y yo para irme a sufrir, mejor no me voy. Para ir a dormir a la calle, comer mal y estresarme, mejor me quedo en la choza viendo tele y ya está”. En ese caso, si usted piensa así, lo que usted necesita son vacaciones. No viajar. Esas vacaciones que yo me tomo cuando vuelvo a Costa Rica y me paso hibernando en una cueva construida por cómodos edredones, durmiendo hechizada bajo un incuestionable psíndrome de la Bella durmiente.

O quizás, lo que usted tenga en mente es la idea del viaje todo incluido, el hotel bonito y comer bien, al estilo Barceló Playa Tambor (empresa no patrocinadora de mis viajes, obviamente). En ese caso, lo que a usted lo hace feliz es escapar de su realidad. No viajar como lo entiendo yo.

Todas las posturas son muy válidas. Yo practico ese rito de quedarme en la choza viendo tele (bueno, yo casi nunca veo tele, pero sí que duermo) y, mientras duermo, también sueño un poco con un viaje cuando no tenga nada más que estirar el brazo para que me traigan un coctel (aunque no creo que nunca lo llegue a hacer). No creo que lo llegue a hacer porque mis viajes son acorde con mi presupuesto. Si vivo en Hatillo, es impensable que yo me vaya a quedar siempre en hoteles, comer en restaurantes tres veces al día e ir de compras. Si acaso, me queda el consuelo de que en los barrios del sur sí hay televisión por cable.

Yo, cuando viajo, bajo mis estándares. Duermo en hostales, hago Couchsurfing y si me toca, ya tengo experiencia durmiendo en parques, en estaciones de tren, aeropuertos, la calle y baños públicos. Como dos veces al día: del supermercado o en McDonald’s (muchas veces es lo más baratico) y me la paso tomando agua del tubo donde se puede. Y sólo compro postales.

Entiendo que no todo el mundo está dispuesto a pasar hambre, a dormir a la intemperie y muchas veces, a pasárselo mal. Pero yo sí. No sólo por cuestiones de presupuesto, sino porque por muy masoquista que suene, para mí, un buen viaje conlleva algo de sufrimiento.


En Eslovenia. Donde todo me parece bonito.

Tengo muchas mejores historias para contar cuando todo, incluso, ha salido mal. En Eslovenia, por ejemplo, todo salió perfecto. Bonito hostal, bonita mañana, bonito lugar. Lo único que salió mal fue que llovió en la tarde con una furia tropical que no sabía que también podía tener pasaporte balcánico. Al final, me fui a los dos días. Eslovenia, se convirtió así, en uno de los países menos significativos para mí. En India, por el contrario, todo lo que podía salir mal, salió mal: me quedé en el peor hostal en que jamás haya estado (ubicado en el centro del bazar de Delhi, con la mierda de otros cuartos que se salía por el inodoro, un ratón corriendo en mi cama, un hueco en la ventana por donde la gente se asomaba, en fin, un lugar que es famoso como leyenda urbana entre mochileros, pero que  ME CONSTA que existe más allá del infierno), me enfermé la primera semana (y estuve dos días languideciendo de fiebre sola en el cuarto, sin nadie que me ayudara a ir al hospital), tuve el primer shock cultural en mis viajes y el primer ataque de pánico en mi vida. (Sobre elcaballito de bambú).  Al final, me quedé cuatro meses. India, se convirtió así, en el país más significativo para mí.

Es bajo estas circunstancias que uno se prueba. Que se hace más fuerte. Que se descubre a sí mismo. Y, para una escritora, las peores decisiones siempre dejan mejores historias que contar. Contar cómo me quedé en la ultra pipi Hacienda Pinilla en Tamarindo, Costa Rica, o cómo se siente despertar con la playa de Acapulco a tus pies desde las alturas de un hotel es muy bonito (porque me la pasé súper bien), pero algo aburrido. Contar cómo me deportaron de Albania o cómo casi pierdo un ojo en Bulgaria no tanto (porque me la pasé súper mal). (¿Quieren saber más? Entonces compren la novela Sobre el caballito de madera).

Es muy cliché, pero en lo simple está lo que me llena: pónganse a comer una olla de ordinario arroz o unos pedacitos de caviar y díganme con qué quedan más llenos. Me he quedado en hoteles de cinco estrellas (ya, está bien, despedácenme), por más casualidades de la vida que otra cosa, pero nunca fue tan fascinante como cuando dormí en  un colchón en medio del desierto. He comido en restaurantes finos, pero nunca me ha sabido tan bien como la hamburguesa de un chinchorro en una esquina de Belgrado. En mi armario tengo unas botas de $200 (ok, terminen de destrozar los pedazos de mí que quedaban) pero si se quema mi casa, no salvaría eso, sino mi baúl, que está lleno de objetos insignificantes para otros, como un espantapájaros que costó un euro en el Rastro.

Cada quien escoge sus estándares de calidad.
Y les tengo noticias: es con lo simple con lo que uno más disfruta y es, con lo simple, con lo que uno más aprende (hablando de simple, vaya frase simple esta, tipo Paulo Coelho, pero es cierta).
En India... donde no todo me pareció tan bonito. 

4. Pierdo el miedo
Otra pregunta que la gente suele hacerme es si no me da miedo viajar sola. El dinero, el miedo… qué curiosos son los temas que se le vienen a la gente a la cabeza.
 
La primera vez que viajé sola fue a Bélgica y he de admitir que, en el momento en que me subí al tren, iba tan aculada que sentía el cuerpo en un estado, podríamos decir, etéreo. Supongo que estaba tan aterrada que mi alma abandonó mi cuerpo temporalmente y lo dejó ahí solo, probablemente amparada en una urgencia de sálvese-quién-pueda, diciéndole al mae: “Ahora sí, papillo, ¡jódase!” En otras palabras: me sentía hecha una hoja de papel, movida por las ráfagas huracanadas del miedo.

A partir de ahí, el fenómeno se repite cada vez con menor y menor grado de intensidad (con excepción de India, país que rompe todos los esquemas como la potencia mundial emergente que es). Esgrimo dos teorías al respecto:

Teoría 1: Quizás sea por el hecho de que, como en todos los aprendizajes, primero hay que empezar con una país facilito para viajar, tipo Bélgica (donde casi todos hablan inglés, los trenes son puntuales, es seguro, ordenado y limpio) para eventualmente sacar el doctorado mochilero que, para mí, vendría a ser India (donde los que hablan inglés lo hacen con su peculiar acento Yes, madam, du yu nid riksho madam?, los trenes son complicadísimos, no es tan seguro para la mujer viajera solitaria, es un caos y sucio como tantas vacas sagradas merodeando por las calles lo han hecho posible).

Teoría 2: Quizás sea por el hecho de que, si hay algo que he comprobado en mis viajes, es que afuera, en el mundo, hay más gente buena que mala.

“Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos”. La primera vez que escuché esta frase fue en Todo sobre mi madre. En ese momento no la entendí, pero con los años me he dado cuenta de que es cierta. Es como cuando conocemos a alguien por primera vez: la mayoría de las ocasiones somos súper educados. Respetuosos. Encantadores. No le tenemos confianza a esa persona y queremos entablar una buena relación. Con el tiempo, muchas veces esa vara se deteriora: conforme vamos entrando en materia, ya no nos da pena cagar a alguien cuando algo nos molesta, nos van lavando la voluntad y menos ganas tenemos de hacer algo tuanis por esa persona. A diferencia de cuando la conocimos, que el marcador iba 0 a 0, ahora puede ir 100 a -20. Piensen nada más en lo idílicas que son las relaciones amorosas al inicio y verán de qué les hablo. Lo mismo sucede con los desconocidos: con muchos de ellos, vive uno sólo esa etapa idílica, en la cual el humanismo que llevamos dentro se despabila y la empatía está a flor de piel.

Tanto es así, que a mí en ninguno de mis viajes me han robado (bueno, una vez me robaron la laptop, pero la recuperé el mismo día gracias a la ayuda de muchos otros desconocidos). Pero sí, por ejemplo, cuando no tenía un centavo en los bolsillos y me deportaron de Albania, el chofer del bus me pagó el pasaje y me subió a otro bus que me sacara de tan migratoria catástrofe. Tampoco me han herido. Pero sí, por ejemplo, cuando casi me quedo tuerta en Bulgaria, fue un taxista desconocido quien me llevó en un peregrinaje por varias clínicas (aunque él ni siquiera hablaba inglés) hasta que me atendieron. Menos, mucho menos, me han violado. Pero sí ha habido gente que me ha ofrecido quedarme en sus casas sin nada de dinero a cambio, como una mujer que, al verme sentada sola en un bar en Mozambique sin saber a dónde ir, me ofreció dormir en su casa.
En Mozambique.

Créanme: la más grande enseñanza de todos mis viajes ha sido esa: que hay más gente buena ahí afuera de la que uno se imagina. Lo que pasa es que todos vivimos teniendo miedo los unos de los otros.

Y si por vara, me agarra el miedo (porque a veces pasa), me lo trago. Nada hago con él. Al final termino sentada a la misma mesa, sana y salva, con toda esa gente que se dejó dominar por los fantasmas en su cabeza y que nunca se decidió a viajar.

Y les tengo noticias: al final, pasan MUCHAS MÁS COSAS malas en la imaginación paranoica de la gente. En fin: pasa en las películas. Pasa en TNT. Pero  casi nunca pasa en la vida real.

5. Pongo fecha                                      
Muy bien: ya decidimos que vamos a viajar. El miedo lo tenemos ahí medio atragantado, pero ya va por el final del esófago, no nos hemos comprado el último smartphone para darle prioridad a la vara, ya tenemos la mochila comprada y vamos por el punto cinco de esta pequeña cátedra.

Peeero se atraviesa Navidad. Peeero me acaba de llegar una promoción en el trabajo. Peeero tal vez me espero para ahorrar más plata. Peeero viene el “viernes negro”. Peeero acabo de adoptar un perro. Peeero mejor me meto a un curso de francés. Peeero…

¡Pero nada! Miles de peros se van a atravesar en el camino para convencerte de que no estás listo o de que no es el momento. No digo que en la vida no haya eventualidades u oportunidades por las que se justifique posponer un viaje. Peeero mae: la vida muchas veces lo lanza a uno a las partes más hondas de la piscina sin decir agua va y no queda más que improvisar. Y uno, al final, sobrevive.

Nunca hay un momento para estar realmente listo para viajar, como creo que tampoco lo hay para convertirse en padres o para morirse. Todos esos peeeros vienen del lado izquierdo de tu cerebro: el racional. El que te expone teorías lógicas para quedarte y no viajar. Como un trabajo nuevo. Como el dinero. Como las responsabilidades. El hemisferio izquierdo sirve para muchas varas, pero siempre se atraviesa. No lo culpés: te quiere proteger y, para él, protegerte significa enviarte todas las señales para que te mantengás dentro de lo conocido. Donde has comprobado que podés sobrevivir. Donde no hay peligro. Para  bien o para mal (yo pienso que para bien, obviamente), el mae no está solo dentro de tu cabecita: ahí hacinado, convive con el hemisferio derecho, que se encarga de los impulsos, la creatividad, los sentimientos. Diay, a mí me parece justo que, en vista de que los dos son del mismo tamaño, el derecho también tenga derecho (valga la redundancia) de acceder al poder, como dueño legítimo del 50% de las acciones del cráneo. Salomónicamente. Dale chance entonces de que para variar salga a escena y te sorprenda.

El problema es que creemos que tenemos tiempo. “Hay más tiempo que vida”. Otra consigna que nunca he entendido: ¿de qué putas sirve tener más tiempo si uno no va a tener vida con qué vivirlo? A mí, es que una muerte imaginaria muchas veces me persigue (porque la he visto venir de cerca a la mae y dar media vuelta porque le llamó más la atención una mosca que iba pasando por ahí). Pero aunque a ustedes no, recuerden que el único requisito para morirse es estar vivo.

Así que yo, al menos, pongo fecha para irme y la RESPETO. No importa que me salga un brete mejor. No importa que no tenga tanta harina. No importa que comiencen a romperse los sellos del Apocalipsis: ME VOY. A partir de ese día, el hemisferio derecho comienza su tiranía y que nadie lo perturbe en su trono omnipotente.
En Stonehenge.
6. Uso condón
Apuesto a que esa no se la veían venir… jajaja.

Pero es cierto. Volvemos a lo de las prioridades: hoy por hoy, no está entre las mías tener hijos. Soy de esas mujeres que están esperando a escuchar la última campanada del reloj biológico y mientras oigo los tics del segundero, sigo viajando y usando condón.

En mi mundo perfecto y futuro, me visualizo totalmente viajando con mis hijos. Los escucho hablar en varios idiomas. Los miro en sus fotos jugando con monjes budistas. Los siento dormir junto a mí en una tienda de campaña.

Sin embargo, mientras eso sucede, uso condón porque primero quiero hacer muchos otros viajes que no son para niños. Viajes para los cuales no se está listo en la infancia. Hoy por hoy, puedo velar por mí misma, pero no por ellos, porque sé que, cuando los tenga, mi estilo de viajar va a cambiar.

Una vez conocí a una chica que estaba embarazada mientras mochileaba. Había comprado un boleto de esos para darle la vuelta al mundo, y en Suramérica quedó embarazada de un one night stand. Iba ya por Nepal para cuando la conocí y luego, se fue a la India. Creo que, evidentemente, no le había caído el veinte de que ya no velaba por un cuerpo, sino por dos. NO la juzgo, pero yo no quisiera verme JAMÁS en su situación.

Por eso uso condón. Para seguir mochileando hasta que el reloj dé su hora y que, después, no tenga nada de lo cual arrepentirme.

7. Me imagino que mi vida es una novela
El último punto es mi filosofía de vida, más allá de que me dedique a escribir y de que, desde que inicié con el proyecto Sobre el caballito, mi vida se ha convertido, efectivamente, en una novela que incluso lee gente que no conoceré jamás.

Siempre, cuando estoy ante una encrucijada, me pregunto: ¿qué sería más interesante para mi personaje? ¿Qué valdría la pena leer? ¿A o B? Si las páginas que estoy escribiendo se escriben todas con papel carbón, los mismos días uno tras otro, entonces: ¿de verdad alguien leería una novela “tan conceptual”? ¿Es más importante que el personaje venza sus miedos y que se supere, o que se quede en el mismo sitio, sin ninguna evolución? Porque los buenos personajes son los que cambian, los que evolucionan. Las buenas historias son aquellas impredecibles. La buena literatura te invita a pasar la página, no a quedarte por siempre en la misma.

Por eso, viajo. Soy consciente de que mi vida es la novela más importante de todas las que podría llegar a escribir y que, por mucha imaginación que tenga, la realidad siempre supera a la ficción. Tengo plena certeza de que evoluciono más cada vez que viajo, que sentada frente al escritorio. Y, sobre todo, no quiero que ninguna de las páginas de la novela de mi vida comience con la frase por la cual debería de comenzar toda maldición: “Y si hubiera…”.

Todos y cada uno de nosotros somos escritores de nuestras propias novelas en las cuales somos los protagonistas. Y todos y cada uno de nosotros decidimos qué vamos a escribir, cuáles personajes queremos agregar, qué historia queremos contar.

Lo más riesgoso es que la vida no se escribe en una laptop. Cada vez que escribimos una página, no hay manera de borrarla o de reescribirla, porque la vida no se escribe en un teclado, ni con lápiz. Ni siquiera con tinta. Se escribe con tiempo, que nunca regresa.

No sabemos en realidad cuántas páginas en blanco nos quedan. Yo tampoco lo sé. Pero ya sea que me muera esta noche, antes de que nadie lea esto, o ya sea que caiga muerta en la mecedora de mi vejez a la par de ustedes quiero que, al cerrar el libro, no falte ni sola una palabra.

Ahí tienen, entonces, la respuesta a cómo putas hago para viajar tanto. ¿El secreto? En mi caso es sencillo: simplemente me niego a vivir una vida que no sea digna de ser narrada.
A 5328 metros sobre el nivel del mar. Manali-Leh Highway. Himalayas.

Así es: yo también tengo mi realidad y en ella trabajo, escribiendo. Si te gustó este texto y crees que ser escritor es un trabajo que se respeta, como cualquier otro (incluyendo el tuyo) tenés dos opciones a tu libre albedrío: si de verdad crees que escribo bien, dale clic en los botones que aparecen al lado derecho y suscribite, o compartí este texto en tus redes sociales y que más gente se suba al caballito. ¡Mil gracias por leerme! :)

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