viernes, 16 de agosto de 2013

Dolor y dinero

 2.37 a.m. A mi lado, Alma, una perra de distinguido estrato social germano, duerme bajo el edredón. De vez en cuando se levanta y me mira con aire de superioridad; pienso que en otra vida debió haber sido una dama antigua de orgulloso linaje y que en esta reencarnación canina se lo sigue creyendo, en vista de su pésima relación con los otros huéspedes del hotel y por la manera en ángulo de 90 grados superiores en que me observa.
Intuyo que sabe que soy una proletaria del siglo XXI, que vende su trabajo a precio de remate: una traducción del inglés al español de un libro de 90 mil palabras por la ridícula, absurda y humillante suma de $125.
Ajá: $125. No es que se me olvidó el cero al final. Es que no hay cero. No suele haber muchos ceros a la derecha del padre para los escritores-traductores-correctores-de-estilo-cuidaperros en el siglo XXI. Es como si las luchas por un salario mínimo justo no hubiesen existido jamás y hubiésemos vuelto a inicios del siglo XIX, época en la que Alma debió haber estado más o menos vestida con un traje de lino blanco, abanicándose y observando desde su terraza un montón de negros recogiendo algodón en Alabama. La falta de regulación y la cantidad de oferentes en los sitios web para freelancers hacen que uno termine regalando su trabajo por sumas ridículas: he visto gente dispuesta a hacer artículos de 500 palabras por 45 centavos de dólar. Como cualquiera puede teclear en una laptop, hacer copy paste y darle enter al google translator se ha iniciado lo que considero la hecatombe final de los escritores y traductores profesionales. Tenía razón mi profesor de teoría literaria cuando, cual profeta del apocalipsis, nos sentenció a buscar brete en otra vara. Los escritores estamos condenados a desaparecer. Como los tocadores de laúd. Como los herreros. Como los bardos. Como las máquinas de escribir irónicamente. Seremos en pocos años una curiosidad de museo, un dato antiguo por consultar en wikipedia, una curiosidad de crucigrama. Estoy gozando de las mieles del capitalismo por internet.
Dolor y dinero se llama el libro que traduzco desde hace cinco días. Como no creo en casualidades, la verdad no me sorprende: entre cuidar los perros y la traducción llevo trabajando mínimo 13 horas diarias y máximo 17. Sin hipérboles autocompasivas. Se trata de un suicidio laboral. Como y trabajo. Fumo y trabajo. Cago y trabajo. Diría incluso que me baño y trabajo, pero he dejado de bañarme porque me parece una pérdida de tiempo.
En La montaña mágica de Thomas Mann, el kilogramo literario que cargo, se habla acerca de la percepción del tiempo. ¿Cómo lo percibimos? El tiempo no se ve, no se huele, no se toca, no se escucha y menos se saborea. Pero a estas alturas, a las 2.43 a.m., yo lo percibo con todos mis sentidos. El tiempo se ve borroso, tiene un sabor metálico, huele a mierda. Y duele. Duele muchísimo conforme dejo de sentir las manos y los dedos comienzan a doler, en especial el del centro de la mano izquierda, el que tendría que haberle sacado a esta traducción en primer lugar.
Dolor y dinero. No sólo lo estoy traduciedo. Lo estoy viviendo.

Pain and Gain. Dolor y dinero en su versión en español. Traduje el libro en que se basa la película por $125... :(

Intermedio: el hueco de mierda
No es un título metafórico. En realidad, estuve en un hueco de mierda y lo cavé yo. Así como cavé mi propia tumba con la maldita traducción.
Ilona me encarga cavar un hueco en el jardín para echar la caca de los perros, práctica habitual en el hotel, donde se podrán imaginar la cantidad de mierda canina que se cosecha en un día producto de los intestinos de quince perros juntos.
Llueve y hace frío. Algo que siempre me había imaginado de los alemanes, y que ahora compruebo, es que esta gente NUNCA para. Sólo así se explica que después de la Segunda Guerra Mundial se hayan recuperado al grado de dominar Europa menos de un siglo después. Eso siempre me ha servido de inspiración. Muchos años atrás, la primera vez que vine a Berlín, compré muchas postales de cómo se veía la ciudad después de la guerra y cómo se ve ahora. Me parecen inspiradoras. Así de destruida me sentía yo en ese momento y así sabría que sería capaz de reconstruirme algún día.
En el hotel de perros sigue existiendo una política similar de weitergehen. Se trabaja así llueva, basta con ponerse una capa y la vida sigue, amparada por la impermeabilidad del tiempo. Y como creo firmemente en eso de que al lugar que fueres haz lo que vieres, no me atrevo a decir que no y, sin protestar, me pongo también mi impermeable y, pala en mano, me dirijo decididamente a cavar una letrina para perros. A eso y mucho más estoy dispuesta por un cuarto en una buhardilla, un baño con tina y un plato de comida.
Lo que sucede (y que yo no me doy cuenta hasta un rato después de estar cavando no tan alegremente) es que el sitio que he escogido ya ha servido como letrina alguna vez. No en vano justo en ese metro cuadrado crece de forma tan frondosa el césped. De este modo, al cabo de unos minutos, me doy cuenta de que no estoy cavando un hueco en la tierra, sino en la mierda de perros del 2009 más o menos. El olor me gustaría poder transmitírselos, venerables lectores, a través de palabras, pero no me dan; un escritor tiene sus límites, en especial si son olfativos a este grado. Pero ya qué, no me queda otra que seguir cavando, llevo ya mucho avanzado y no me voy a poner a hacer otro hueco desde cero, me duele más a mí que a la misma tierra. Así que continúo. La lluvia decide acompañarme también y el frío, creo que hace como unos 13 grados más o menos, el verano por aquí se olvidó de pasar y dejar una cestita con rayos de sol en la puerta.
Y mientras cavo, no puedo dejar de pensar en algo que me dijo un mae una vez y que, en ese momento, no me pareció tan grave, pero con el tiempo me di cuenta de lo mucho que me hirió. O sea, en escatológica analogía como ahora: lo que me dijo empezó como un simple hueco que terminó siendo una mierda.
Él (quien si lee esto, sabrá que estoy hablando de su persona con toda seguridad) me acababa de rechazar de una de las peores formas en que lo ha hecho hombre alguno en la historia. Sin embargo, tanto él, como yo en ese momento, queríamos quedar en buenos términos y, en un intento por ser amigos, fuimos a cenar. Mientras cenábamos comida persa (con el mejor arroz que haya probado en mi vida, según recuerdo hasta el día de hoy) me contaba acerca de su exnovia. Una mujer que lo había herido profundamente, de una forma que entiendo bien, por lo que en ese momento me esforzaba casi heroicamente por no juzgarlo. Digo heroicamente, porque además del arroz pedimos carne y había un cuchillo convenientemete a mano. He eliminado, porque me pareció bastante crudo e indigno de una dama, la descripción que había tecleado acerca de cómo me hubiese gustado usar ese cuchillo en su contra. Los invito, estimados lectores, a ser psicópatamente creativos en todo caso.
En fin, este mae llevó a su exnovia a Tailandia con todos los gastos pagos. Y si ella hubiese querido, se la hubiese llevado medio año a darle la vuelta al mundo. E, incluso, si ella hubiese querido, no habría tenido que trabajar más y él la hubiera mantenido por siempre, en machista y tradicional manera, que perdón feministas unidas del mundo, pero pónganse a cavar un hueco de mierda canina y díganme si no prefieren pasarse en una cocina de los años 50 el resto de sus vidas.
Conforme masticaba el arroz y lo iba digiriendo, al mismo tiempo digería lo injusta que es la vida. Por mí, ningún hombre haría eso. Yo, incluso, me siento culpable si un hombre me va a dejar a mi casa, y hasta hace un par de años comencé a acostumbrarme a que me invitaran a algo. Nunca he esperado nada de nadie, menos de ese calibre. Y ciertamente, de él tampoco lo esperaba. De él esperaba lo más simple del mundo... tan sólo que me tomara de la mano al dormir. No quería nada más. Nada. Ni dinero, ni amor (bueno, quizás...), ni siquiera más tiempo, de ese, que no se percibe con los sentidos. Pero tal parece que, de acuerdo con él, yo no era lo suficientemente buena como para tan siquiera merecer eso. Pero la otra, su exnovia, que lo hirió de una manera tan asquerosa, sí. 
Y mientras cavo el hueco de mierda, no dejo de preguntarme qué carajos estoy haciendo mal en la vida. ¿Por qué otras mujeres sí reciben esas cosas y yo no? ¿Es que no soy lo suficientemente buena? ¿Es que emito alguna señal de que soy tan fuerte que no necesito nada de nadie, de forma tal que mi lugar termina siendo en un hueco cubierta de mierda de perro, sin dormir porque estoy matándome traduciendo un libro por la ridícula suma de $125? Más que de mierda, estoy cubierta de autocompasión y de ira.
Para terminarla de amolar, Astrid (una mujer que trabaja por horas en el hotel), llega a decirme que deje de cavar el hueco, porque llueve demasiado. Ella no habla casi nada que no sea alemán y yo casi nada de alemán, así que entre la mierda y el agujero lingüísitico, me limito a seguir cavando. No consigo traducir el “Detenete” del alemán al español. Astrid, como ve que no me detengo, se decide al menos a ayudarme a cavar y así terminamos las dos llenas de caca húmeda de perro, bajo la lluvia, gracias a tan escatológica e idiomática barrera. Memorable.
Fin del intermedio

Es sábado por la noche y estoy cuidando de una docena de perros. Nada glamoroso, pero Ilona y Linda han salido, y para mí sólo queda traducir y traducir. Tengo que entregar esta vara el lunes.
Por suerte, llevo ya 130 páginas de 195, así que el fin se vislumbra cerca: no sé si es la luz al final del famoso túnel o es que ya a estas alturas estoy enceguecida por el resplandor de la compu, sumergida en un blanco lechoso, cual ensayo sobre la lucidez. Como una maldición, cuanto más traduzco, las páginas que faltan se van multiplicando. Había comenzado en 185 y ahora hay diez más. Creí que se debía a que el español necesita de más palabras que el inglés y que, conforme avanzo, las páginas se van corriendo traicioneramente, alejándome de la paz de la hoja en blanco, pero no: es una maldición.
En fin, la batería de mi compu está desfalleciendo, no hay máquina humana capaz de seguirme en este ritmo desquiciado de trabajo que llevo y se apaga sin decir agua va de un momento a otro. Ante tan imprevistas circunstancias, me paso guardando el archivo cada dos minutos.
Alrededor de las ocho de la noche, se apaga una vez más y, sin mayores sobresaltos, la vuelvo a enceder. Abro el archivo y oh-oh: con lo que me encuetro es que con que el documento de mi preciosa traducción se ha arruinado y ahora, en vez de las cervantinas palabras, hay un montón de códigos en la pantalla que ningún ser humano en este planeta ha de hablar.
Perros moviendo la cola alrededor de mi cadáver. Así es la escena que me imagino que encontrarán Linda e Ilona cuando vuelvan, porque estoy a punto de colapsar. ¡MAE, ESTO NO PUEDE ESTAR PASANDO! Pero pasa. En el mundo de Andrea Aguilar-Calderón las leyes son de Murphy y comienzo a considerar seriamente patentarlas a mi nombre. O tal vez es que la mala suerte del mae que escribió a este libro se me vino como un virus a través del email, pero la vara es que sí, se perdió el documento. No todo: felizmente puedo recuperar hasta la página 43. Pero con las otras 90, tengo que empezar desde cero, un sábado en la noche.
Con la ayuda del único amigo con quien podía contar, que me ayuda con 20 páginas, logro terminar después de pedir una prórroga hasta el jueves.
Me parece inconcebible que ese jueves me puedo ir a domir a las 11 de la noche y, con mi cuerpo en automático, me quedo dando vueltas en la cama hasta las dos de la mañana.
Hay tres lecciones que saco de todo esto:
1. Si yo no doy a respetar mi trabajo, nadie lo va a hacer. Por lo tanto, no puedo seguir regalándome por centavos. Al final, he terminado trabajando por menos de 50 centavos la hora.
2. Se acabó la Andrea buena gente. Hay experiencias que te hacen más fuerte, pero no mejor persona. No creo que mi nueva versión vaya a ser mejor que la anterior. Pero tal parece que algunas personas tienen sus neuronas espejo distorsionadas y hay que ser carepicha para que a uno lo traten bien.
3. “Hör auf!” significa “¡detenete!” en alemán. Cuando se los digan, paren. Por favor.


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