2.37 a.m. A mi lado, Alma, una perra de distinguido estrato social
germano, duerme bajo el edredón. De vez en cuando se levanta y me
mira con aire de superioridad; pienso que en otra vida debió haber
sido una dama antigua de orgulloso linaje y que en esta reencarnación
canina se lo sigue creyendo, en vista de su pésima relación con los
otros huéspedes del hotel y por la manera en ángulo de 90 grados
superiores en que me observa.
Intuyo que sabe que soy una proletaria del siglo XXI, que vende su
trabajo a precio de remate: una traducción del inglés al español
de un libro de 90 mil palabras por la ridícula, absurda y humillante
suma de $125.
Ajá: $125. No es que se me olvidó el cero al final. Es que no hay
cero. No suele haber muchos ceros a la derecha del padre para los
escritores-traductores-correctores-de-estilo-cuidaperros en el siglo
XXI. Es como si las luchas por un salario mínimo justo no hubiesen
existido jamás y hubiésemos vuelto a inicios del siglo XIX, época
en la que Alma debió haber estado más o menos vestida con un traje
de lino blanco, abanicándose y observando desde su terraza un montón
de negros recogiendo algodón en Alabama. La falta de regulación y
la cantidad de oferentes en los sitios web para freelancers
hacen que uno termine regalando su trabajo por sumas ridículas: he
visto gente dispuesta a hacer artículos de 500 palabras por 45
centavos de dólar. Como cualquiera puede teclear en una laptop,
hacer copy paste y darle enter al google translator
se ha iniciado lo que considero la hecatombe final de los escritores
y traductores profesionales. Tenía razón mi profesor de teoría
literaria cuando, cual profeta del apocalipsis, nos sentenció a
buscar brete en otra vara. Los escritores estamos condenados a
desaparecer. Como los tocadores de laúd. Como los herreros. Como los
bardos. Como las máquinas de escribir irónicamente. Seremos en
pocos años una curiosidad de museo, un dato antiguo por consultar en
wikipedia, una curiosidad de crucigrama. Estoy gozando de las mieles
del capitalismo por internet.
Dolor y dinero se llama el libro
que traduzco desde hace cinco días. Como no creo en casualidades, la
verdad no me sorprende: entre cuidar los perros y la traducción
llevo trabajando mínimo 13 horas diarias y máximo 17. Sin
hipérboles autocompasivas. Se trata de un suicidio laboral. Como y
trabajo. Fumo y trabajo. Cago y trabajo. Diría incluso que me baño
y trabajo, pero he dejado de bañarme porque me parece una pérdida
de tiempo.
En La montaña mágica de Thomas
Mann, el kilogramo literario que cargo, se habla acerca de la
percepción del tiempo. ¿Cómo lo percibimos? El tiempo no se ve, no
se huele, no se toca, no se escucha y menos se saborea. Pero a estas
alturas, a las 2.43 a.m., yo lo percibo con todos mis sentidos. El
tiempo se ve borroso, tiene un sabor metálico, huele a mierda. Y
duele. Duele muchísimo conforme dejo de sentir las manos y los dedos
comienzan a doler, en especial el del centro de la mano izquierda, el
que tendría que haberle sacado a esta traducción en primer lugar.
Dolor y dinero. No sólo lo estoy
traduciedo. Lo estoy viviendo.
Pain and Gain. Dolor y dinero en su versión en español. Traduje el libro en que se basa la película por $125... :(
Intermedio: el hueco de mierda
No es un título metafórico. En
realidad, estuve en un hueco de mierda y lo cavé yo. Así como cavé
mi propia tumba con la maldita traducción.
Ilona me encarga cavar un hueco en el
jardín para echar la caca de los perros, práctica habitual en el
hotel, donde se podrán imaginar la cantidad de mierda canina que se
cosecha en un día producto de los intestinos de quince perros
juntos.
Llueve y hace frío. Algo que siempre
me había imaginado de los alemanes, y que ahora compruebo, es que
esta gente NUNCA para. Sólo así se explica que después de la
Segunda Guerra Mundial se hayan recuperado al grado de dominar Europa
menos de un siglo después. Eso siempre me ha servido de inspiración.
Muchos años atrás, la primera vez que vine a Berlín, compré
muchas postales de cómo se veía la ciudad después de la guerra y
cómo se ve ahora. Me parecen inspiradoras. Así de destruida me
sentía yo en ese momento y así sabría que sería capaz de
reconstruirme algún día.
En el hotel de perros sigue existiendo
una política similar de weitergehen. Se trabaja así llueva,
basta con ponerse una capa y la vida sigue, amparada por la
impermeabilidad del tiempo. Y como creo firmemente en eso de que al
lugar que fueres haz lo que vieres, no me atrevo a decir que no y,
sin protestar, me pongo también mi impermeable y, pala en mano, me
dirijo decididamente a cavar una letrina para perros. A eso y mucho
más estoy dispuesta por un cuarto en una buhardilla, un baño con
tina y un plato de comida.
Lo que sucede (y que yo no me doy
cuenta hasta un rato después de estar cavando no tan alegremente) es
que el sitio que he escogido ya ha servido como letrina alguna vez.
No en vano justo en ese metro cuadrado crece de forma tan frondosa el
césped. De este modo, al cabo de unos minutos, me doy cuenta de que
no estoy cavando un hueco en la tierra, sino en la mierda de perros
del 2009 más o menos. El olor me gustaría poder transmitírselos,
venerables lectores, a través de palabras, pero no me dan; un
escritor tiene sus límites, en especial si son olfativos a este
grado. Pero ya qué, no me queda otra que seguir cavando, llevo ya
mucho avanzado y no me voy a poner a hacer otro hueco desde cero, me
duele más a mí que a la misma tierra. Así que continúo. La lluvia
decide acompañarme también y el frío, creo que hace como unos 13
grados más o menos, el verano por aquí se olvidó de pasar y dejar
una cestita con rayos de sol en la puerta.
Y mientras cavo, no puedo dejar de
pensar en algo que me dijo un mae una vez y que, en ese momento, no
me pareció tan grave, pero con el tiempo me di cuenta de lo mucho
que me hirió. O sea, en escatológica analogía como ahora: lo que
me dijo empezó como un simple hueco que terminó siendo una mierda.
Él (quien si lee esto, sabrá que
estoy hablando de su persona con toda seguridad) me acababa de
rechazar de una de las peores formas en que lo ha hecho hombre alguno
en la historia. Sin embargo, tanto él, como yo en ese momento,
queríamos quedar en buenos términos y, en un intento por ser
amigos, fuimos a cenar. Mientras cenábamos comida persa (con el
mejor arroz que haya probado en mi vida, según recuerdo hasta el día
de hoy) me contaba acerca de su exnovia. Una mujer que lo había
herido profundamente, de una forma que entiendo bien, por lo que en
ese momento me esforzaba casi heroicamente por no juzgarlo. Digo
heroicamente, porque además del arroz pedimos carne y había un
cuchillo convenientemete a mano. He eliminado, porque me pareció
bastante crudo e indigno de una dama, la descripción que había
tecleado acerca de cómo me hubiese gustado usar ese cuchillo en su
contra. Los invito, estimados lectores, a ser psicópatamente
creativos en todo caso.
En fin, este mae llevó a su exnovia a
Tailandia con todos los gastos pagos. Y si ella hubiese querido, se
la hubiese llevado medio año a darle la vuelta al mundo. E, incluso,
si ella hubiese querido, no habría tenido que trabajar más y él la
hubiera mantenido por siempre, en machista y tradicional manera, que
perdón feministas unidas del mundo, pero pónganse a cavar un hueco
de mierda canina y díganme si no prefieren pasarse en una cocina de
los años 50 el resto de sus vidas.
Conforme masticaba el arroz y lo iba
digiriendo, al mismo tiempo digería lo injusta que es la vida. Por
mí, ningún hombre haría eso. Yo, incluso, me siento culpable si un
hombre me va a dejar a mi casa, y hasta hace un par de años comencé
a acostumbrarme a que me invitaran a algo. Nunca he esperado nada de
nadie, menos de ese calibre. Y ciertamente, de él tampoco lo
esperaba. De él esperaba lo más simple del mundo... tan sólo que
me tomara de la mano al dormir. No quería nada más. Nada. Ni
dinero, ni amor (bueno, quizás...), ni siquiera más tiempo, de ese,
que no se percibe con los sentidos. Pero tal parece que, de acuerdo con él, yo no
era lo suficientemente buena como para tan siquiera merecer eso. Pero
la otra, su exnovia, que lo hirió de una manera tan asquerosa, sí.
Y mientras cavo el hueco de mierda, no
dejo de preguntarme qué carajos estoy haciendo mal en la vida. ¿Por
qué otras mujeres sí reciben esas cosas y yo no? ¿Es que no soy lo
suficientemente buena? ¿Es que emito alguna señal de que soy tan
fuerte que no necesito nada de nadie, de forma tal que mi lugar
termina siendo en un hueco cubierta de mierda de perro, sin dormir
porque estoy matándome traduciendo un libro por la ridícula suma de
$125? Más que de mierda, estoy cubierta de autocompasión y de ira.
Para terminarla de amolar, Astrid (una
mujer que trabaja por horas en el hotel), llega a decirme que deje de
cavar el hueco, porque llueve demasiado. Ella no habla casi nada que
no sea alemán y yo casi nada de alemán, así que entre la mierda y
el agujero lingüísitico, me limito a seguir cavando. No consigo
traducir el “Detenete” del alemán al español. Astrid, como ve
que no me detengo, se decide al menos a ayudarme a cavar y así
terminamos las dos llenas de caca húmeda de perro, bajo la lluvia,
gracias a tan escatológica e idiomática barrera. Memorable.
Fin del intermedio
Es sábado por la noche y estoy
cuidando de una docena de perros. Nada glamoroso, pero Ilona y Linda
han salido, y para mí sólo queda traducir y traducir. Tengo que
entregar esta vara el lunes.
Por suerte, llevo ya 130 páginas de
195, así que el fin se vislumbra cerca: no sé si es la luz al final
del famoso túnel o es que ya a estas alturas estoy enceguecida por
el resplandor de la compu, sumergida en un blanco lechoso, cual
ensayo sobre la lucidez. Como una maldición, cuanto más traduzco,
las páginas que faltan se van multiplicando. Había comenzado en 185
y ahora hay diez más. Creí que se debía a que el español necesita
de más palabras que el inglés y que, conforme avanzo, las páginas
se van corriendo traicioneramente, alejándome de la paz de la hoja
en blanco, pero no: es una maldición.
En fin, la batería de mi compu está
desfalleciendo, no hay máquina humana capaz de seguirme en este
ritmo desquiciado de trabajo que llevo y se apaga sin decir agua va
de un momento a otro. Ante tan imprevistas circunstancias, me paso
guardando el archivo cada dos minutos.
Alrededor de las ocho de la noche, se
apaga una vez más y, sin mayores sobresaltos, la vuelvo a enceder.
Abro el archivo y oh-oh: con lo que me encuetro es que con que el
documento de mi preciosa traducción se ha arruinado y ahora, en vez
de las cervantinas palabras, hay un montón de códigos en la
pantalla que ningún ser humano en este planeta ha de hablar.
Perros moviendo la cola alrededor de mi
cadáver. Así es la escena que me imagino que encontrarán Linda e
Ilona cuando vuelvan, porque estoy a punto de colapsar. ¡MAE, ESTO
NO PUEDE ESTAR PASANDO! Pero pasa. En el mundo de Andrea
Aguilar-Calderón las leyes son de Murphy y comienzo a considerar
seriamente patentarlas a mi nombre. O tal vez es que la mala suerte
del mae que escribió a este libro se me vino como un virus a través
del email, pero la vara es que sí, se perdió el documento. No todo:
felizmente puedo recuperar hasta la página 43. Pero con las otras
90, tengo que empezar desde cero, un sábado en la noche.
Con la ayuda del único amigo con quien
podía contar, que me ayuda con 20 páginas, logro terminar después
de pedir una prórroga hasta el jueves.
Me parece inconcebible que ese jueves
me puedo ir a domir a las 11 de la noche y, con mi cuerpo en
automático, me quedo dando vueltas en la cama hasta las dos de la
mañana.
Hay tres lecciones que saco de todo
esto:
1. Si yo no doy a respetar mi trabajo,
nadie lo va a hacer. Por lo tanto, no puedo seguir regalándome por
centavos. Al final, he terminado trabajando por menos de 50 centavos
la hora.
2. Se acabó la Andrea buena gente. Hay
experiencias que te hacen más fuerte, pero no mejor persona. No creo
que mi nueva versión vaya a ser mejor que la anterior. Pero tal
parece que algunas personas tienen sus neuronas espejo distorsionadas
y hay que ser carepicha para que a uno lo traten bien.
3. “Hör auf!” significa
“¡detenete!” en alemán. Cuando se los digan, paren. Por favor.
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