viernes, 28 de junio de 2013

Él, quien tenía un nombre tan bonito...

Voy a escribir sobre vos”, le digo, mientras mi mejilla izquierda descansa sobre su rodilla y él juguetea con mi cabello suelto. “Ok”, escucho su voz. “Pero no pongás mi nombre. No quiero ser un personaje pequeño en una novela grande”.

Una pena, porque él tiene un nombre tan, pero tan bonito... Pero él ya lo sabía y yo también: a la larga, ambos nos llegaríamos a convertir en un personaje secundario en la vida del otro, y luego en uno tan sólo referencial, y luego en uno ya sin nombre siquiera. Así termina por escribirse la vida, aunque uno no lo quiera: no puede uno quedarse con todos los personajes que quiere, por mucho que le gusten.

Sólo me queda conformarme con que, por estos tres días, él sea mi protagonista y el de esta pequeña historia.



Un hostal de quinta, si se puede decir. Iluminado por luces de 75 watts cuando mucho, seis libras esterlinas la cama, en un cuarto con dos docenas de literas, dentro del cual me toca la número 13 (13, siempre 13...). Belfast, Irlanda del Norte. He llegado apenas hace algunas horas desde Dublín en mi huída trimestral de los estados Schengen, cuyas fronteras me expulsan cada cierto tiempo, estreñidas de mi forastera presencia.


Incapaz de dormir en el tren, me he acostado un rato a hacer mi siesta, con la que suelo inaugurar a veces mi estadía en una ciudad; no se crean que por ser viajera adicta puedo a veces llevar el ritmo de Lonely Planet.
Belfast, Irlanda del Norte. El escenario de esta historia. 

Me levanto y me dirijo a la cocina, laptop en mano, después de haberla retirado de la recepción. El ahorro de costos le impide a este hostal tener casilleros para los objetos de valor, de modo que he tenido que dejar la compu en el front desk, etiquetada con mi nombre, mi número de habitación, y mi número de camarote, 13, siempre 13.

No ando precisamente en humor social desde hace mucho tiempo, y apenas y he cruzado palabra desde que llegué a Irlanda, a tono con mi cada vez más usual condición de ermitaña. Debo acostumbrarme a estar sola, no debo depender de nadie, no debo confiar en nadie... Sola, siempre sola.

Y sin embargo, cuando lo veo, de repente, el muro que he construído en estas semanas alrededor de mí, estalla. Un mae de cabello oscuro, Converse y manos enormes, las más grandes que quizás haya visto en mi vida, escribe en un cuaderno, sentado a una de las mesas de la cocina. “Ay, hooooola...”, pienso para mis adentros, mientras laptop en mano, me quedo de pie mirando su cabeza inclinada, tratando de descifrar de qué color tendrá esos ojos que no levanta del papel.

Pero nada pasa. Él continúa mirando su cuaderno, sin alzarme a ver. Típico: un mae guapo que será mío sólo de vista; qué castigo infinito ha de ser quedarse ciega, cuando la vista puede ser dueña de lo que sea. Pero bueno, ya, nada nuevo bajo el sol. Me dirijo, en actitud de diva indiferente, a sentarme dos mesas más allá. Sola, siempre sola. No necesito que este mae, por muy guapo que sea, me dé pelota. ¡Ni picha! Ni picha, literalmente. Soy autosuficiente. Independiente. No necesito de ningún hombre, nunca más, nunca más, yo puedo sola, soy fuerte, ya no voy a intentarlo más, es una pérdida de tiempo, hijueputa testosterona que no sirve de nada, sólo para perturbar esta paz monacal que comienzo a alcanzar, ni picha, me siento aquí con mi laptop y luego ya me voy a recorrer la ciudad yo sola, que muy bien sé cruzar la calle sin que nadie me dé la mano...


Para cuando ustedes han terminado de leer esto, la vara es que yo ya di media vuelta y me regresé a su mesa y ahora estoy sentada justo enfrente de él, en una silla incomodísima, medio hundida, pero a toda costa enfrente de él, quien continúa escribiendo. Esa debilidad por los hombres de cabello oscuro, que usan Converse, de manos grandes, esa debilidad por hombres que escriben a mano en un cuaderno... Me odio un poco. Pero ahora es que me le siento enfrente y no me muevo de aquí hasta que me hable.

Aunque está más concentrado que un cubito Maggie, y yo me imbuyo aparentemente en mi laptop, mientras con un ojo lo miro de vez en cuando y me atraganto con mis propias babas, para mi suerte, el milagro de que me hable no tarda mucho en suceder. No puedo recordar ya qué me dijo, porque estaba más sorprendida con lo simpático, abierto y sonriente que parecía de repente, después de parecer tan serio, que el diálogo ya se me perdió para siempre entre las paredes descoloridas de la cocina.

Español, apuesto a que es español, había especulado hacía tan sólo unos momentos, por su cabello castaño oscuro, su piel morena, sus facciones algo mediterráneas... Y sí, tal parece, porque apenas le digo que soy de Costa Rica, comienza a hablarme en un español con acento madrileño. “¿De San José eres?”, me pregunta. Punto a su favor: casi nadie sabe por estos rumbos dónde queda Costa Rica y si creen que lo saben, la confunden con Puerto Rico y me salen con que Ricky Martin les cae bien, pero que ya él se sepa la capital... O tal vez es que me gustan tanto sus ojos, que son de un café brillante, que le estoy concediendo todos los puntos que pueda a su favor. “”, contesto. “¿Y vos? ¿De Madrid?”. “No, de Eslovaquia”. Pues sí, de Eslovaquia. Basta un año de Erasmus y aquí los europeos aprenden los idiomas como si hubiesen sido todos suyos desde siempre. Igual, prefiere seguir hablando en inglés después de haberme impresionado con su bilingüidad (más tarde descubriré que, además de español, inglés y eslovaco, por supuesto, habla también checo y polaco).

What is your name?” pregunto yo al ratito. Necesito ponerle nombre, para que deje de ser el- guapo-desconocido-de-manos-grandes-que-escribe-en-un-cuaderno-sentado-a-la-mesa-de-la-cocina-del-hostal-en-Belfast, denominación que, apuesto coincidimos todos, es demasiado larga para usarse.

My name is...”, me dice. ¡Dios, qué nombre tan bonito! Nunca lo había escuchado. Lo repito, saboreándolo con la lengua mientras lo pronuncio. “Nice to meet you”, respondo. Claro, por supuesto, so, so nice to meet you... “Nice to meet you too, Andrea”, me contesta. Y yo: Mae, ¿cómo se sabe mi nombre si no se lo he dicho? Uno de mis temores es algún día toparme con una persona que pueda leerme el pensamiento. Nunca se sabe, el hecho de que uno no cuente con poderes telepáticos no significa que otros más afortunados no los posean... Y qué vergüenza, porque si resulta ser que por fin me he encontrado con alguien capaz de leerme la mente, ya este mae se enteró de hasta de qué color me he imaginado que es su boxer... “How do you know my name?”, le pregunto, estúpidamente sorprendida. Entonces él me señala el estuche de mi laptop, que tiene mi nombre, mi número de cuarto y mi camarote 13, siempre el 13. ¡Menos mal!

Así que seremos él y yo. Él, el mae del nombre bonito, y yo, Andrea. Por los tres siguientes días.


Esa noche, salimos con una uruguaya del hostal, violinista por accidente y por pega, quien apenas nos ha escuchado hablando en español, se nos suma para unas cervezas de lunes en Belfast.

A nuestro regreso al hostal, después de un incidente que será narrado con mayor amplitud en el próximo capítulo, nos dirigimos él y yo a fumarnos un cigarro afuera, en la zona de fumado, un garaje donde habita una paloma que se caga en todo aquel que le echa el humo al pico.

Un mural, tan pésimo que parece dibujado por mí, es con lo que cuenta la pared por todo adorno: un mae que sostiene el Titanic en su pulgar. Belfast, como cápsula cultural del día, fue la ciudad donde se construyó el Titanic, logro naútico del cual sus habitantes parecen estar muy orgullosos un siglo después, aun más que de todos los otros cientos de barcos que construyeron y nunca se hundieron.

La ciudad del Titanic: como se define Belfast.

Fumamos el cigarro sin prisas. Sobre todo yo me tomo mi tiempo, porque la verdad con todo y que hemos pasado un buen rato juntos, aún no sé si le gusto. “Si me va a dar un beso, este es el momento”, pienso mientras seguimos hablando de más cosas que no me acuerdo, es tan guapo que los diálogos se me pierden en sus ojos, ya lo he dicho. Y yo, para variar, como sucede en estas circunstancias, me pongo en modo diarreico-verbal: hablo y hablo y hablo y hablo y hablo como si prefiriera tener la boca ocupada en cualquier otra cosa que no sea en sus labios.

Es tarde. Mañana él tiene que trabajar, recién llegó a Belfast hace una semana para bretear en un call center, donde ocupaban a alguien que hablara eslovaco y ya hace rato que la medianoche se perdió por estas calles norirlandesas. Qué madre, pero bueno, que se vaya a dormir. Él, para consolarme, me dice que nos veamos mañana en la tarde para salir a dar una vuelta. Está bien, me conformo con ese premio de consolación, diay, qué me queda, nadie me tiene hablando tanto como para hundir este momento a solas con un Titanic lleno de palabras inútiles.

Ok”, me resigno. Y mientras señalo con el brazo derecho estirado la puerta de la recepción, prosigo: “I sleep in the room in front of the reception, I think I might be there tomorrow or maybe in the kitchen, you know, internet here is bad and there it's easier to..

Y de pronto, ocurre. Mientras sigo con el brazo derecho estirado, me da un beso, corto, rápido, impulsivo, que me corta de raíz todas las frases.

Sorry, I couldn't resist”, murmura. No. No te disculpés. No te resistás, sólo abrazame, besame como si no hubiera mañana, besame contra la pared, entremezclá tus manos en mi cabello, cargame sobre tus caderas y llevame a ese sofá que está más allá, abandonado en medio del parqueo del hostal, aunque haga frío, aunque sea tarde y mañana tengás que ir a trabajar, aunque no llegués a ser el protagonista de esta novela y aunque se me quede una de mis Converse perdida en el garaje, como único vestigio de que aquí me besaste alguna vez.


La tarde cae sobre Belfast, sobre nosotros, que estamos echados en la hierba, en un pequeño parque frente a la catedral de Saint Ann. Fumamos y tomamos cerveza, con lentitud y con las piernas entrelazadas, nada importa, es esa ligereza de quienes saben que nada dura para siempre y que no tiene sentido guardar las apariencias sólo para convertise en un recuerdo en la mente de los demás, que a la larga también serán sólo recuerdos en la mente de otros que ya no llegarán a conocernos. Vale mierda, entonces, que se me llene el cabello de hierba seca y a él su suéter, la única apariencia que parece importar es que ambos damos la falsa imagen de ser una pareja que se conoce desde toda la vida.
La catedral de Saint Ann. Si esperan una foto del mae, lamento decepcionarlos. Se lo tendrán que imaginar.

Hace tan sólo un rato, estaba chateando con vos. Últimamente, te da por aparecer cuando espero por otro mae en el lobby de un hostal, con el cual ir a disfrutar los últimos rayos del sol de un día que se acaba y que ya no volverá. Cada vez parecés más lejano; desde hace unas semanas te saqué de ese puesto rodeado de muros que al fin y al cabo nunca quisiste. Me cansé. Me cansé de ver cómo otros hombres chocaban contra ese muro, ese muro que existía sólo para proteger tu ausencia infinita. Así que esta tarde te he dicho un adiós apresurado y cerré la laptop y me vine con él a yacer en la hierba. Sólo cabés en mi laptop, la cual se puede cerrar fácilmente y quedarse en la recepción, con el número 13 escrito en una etiqueta. Ese es tu lugar. Él, en cambio, no, él está aquí y juguetea con mi cabello, ese que a vos no te gusta.

Cuando comienza a hacer frío y a oscurecer cada vez más, hasta que ya no hay mucho sol que ilumine la escena, decidimos ir por unas cervezas a la zona universitaria. Yo hoy he caminado como tarada; tuve un glorioso momento cuando, después de haber andado como 45 minutos hasta encontrar los murales de una de las Peace Lines de Belfast, me diera cuenta de que se me había quedado la tarjeta de la memoria de la cámara en la laptop, tan lejos como en la recepción del hostal (sí, ese, tu lugar) y tuviera que regresarme, sólo para volver a irme. De feria tuve la genial idea esta mañana de irme con Converse, aprovechando que ya tengo las dos de vuelta, y esa vara es como caminar descalza al rato. La zona universitaria queda lejos, y la verdad me siento cansada para caminar hasta allá, pero cuando él se levanta y me da el brazo, no puedo decir que no. No puedo decir que no, aunque me cueste seguirle el paso (yo y mi debilidad por los hombres altos, que suelen dar zancadas más que pasos), no puedo decir que no aunque me duelan los pies, no puedo decirle que no aunque me separen cuadras y cuadras de la próxima cerveza porque me siento tan bien al caminar tomada de su brazo... He llegado a la conclusión de que la felicidad es idiota, si por algo dicen que la risa abunda en la boca de los tontos: a mí me hace feliz esto tan simple y tan estúpido, caminar por Belfast de su brazo y cruzar las calles, después de que tan sólo ayer decía que no necesitaba la mano de nadie para cruzar una pinche calle.

El bar (uno bastante irlandés en cuanto a fachada se refiere, por mucho que les duela a los británicos) cuenta con un callejón en la parte de atrás que hace las veces de terraza. Viniendo de un país insufriblemente lluvioso, donde anochece invariablemente a las 6 de la tarde todo el puto año, me inclino más por sentarnos afuera, donde el sol ilumina aún, aunque sean ya las 10 p.m.

Entre la música que suena a todo volumen un poco más allá, hablamos. O más bien, lo someto a mi interrogatorio habitual para hombres con los que salgo. No voy a revelar las preguntas por si de casualidad alguno de los lectores de este blog tendrá que pasar por él alguna vez, nunca se sabe, pero sí puedo decirles que parte del famoso cuestionario incluye saber si alguna vez el sujeto interrogado se ha enamorado. No quiero más piedras en mi camino.

Con él, de nombre tan eslovaco y tan bonito, tengo la sensación de que no, de que nunca lo ha hecho, de que su vida ha estado llena más bien de personajes secundarios. No me he equivocado tanto: aunque sí ha estado enamorado alguna vez, no quiere volver a estarlo, a tener esa sensación de “querer dar la vida por alguien si es del caso”, según él mismo lo define. “He constuido un muro”, concluye, mientras lo baña con otro trago de cerveza. Ya decía yo que este también tenía su muro, como el mío, como el tuyo, como el de todo aquel que se cruza en mi camino. Muros. Muros, como los de la Peace Line de Belfast: muros que separan a vecindarios católicos de protestantes, y cuyos portones se cierran a las cinco de la tarde, para que no se agarren a golpes entre ellos. Sí, así de estúpido y sarcástico, con ese baboso y desafortunado nombrecito de Peace Line, en pleno siglo XXI. Así de estúpido y sarcástico como sus muros y como los míos y como los tuyos y como los de todo aquel que se cruza en mi camino; muros que construimos para protegernos del amor de los demás y mantener la paz, cuando todo lo que mantenemos es el miedo.


Pero cuando iba caminando del brazo contigo por la calle, fui feliz”, me dice.
Bueno, no está tan mal: al menos por un rato, los dos fuimos felices.
Yo, en una de las Peace Lines. Un muro más...

Luego, regresamos al hostal y en la noche, nos quedamos conversando, nulidades básicamente. Yo le digo una frase random, tipo “este hostal es una mierda” o “la casa se está cayendo a pedazos” para que él me las traduzca al eslovaco, mientras fumamos sentados en el camarote de arriba, para que el humo pueda esfurmarse rápido por la ventana, como este momento, que también se escapa por las cortinas.

Entonces caigo, entre frase y frase, que más allá de unos conocimientos básicos de eslovaco que nunca me servirán para un carajo, no le he preguntado su apellido. “...”, responde. Es un apellido difícil, aunque él asegura que es relativamente común en Eslovaquia. Se me va a olvidar. Se me va a olvidar como su voz, como su olor, como su mirada, como sus manos, como todo de él, hasta que termine por convertirse nada más que en el recuerdo de un recuerdo.

Esa noche, me quedo dormida entre sus brazos, repitiendo su nombre.


Amanece. Suena la alarma de su celular. Abro los ojos. “Did you sleep well?”, dice un amable graffiti en la tabla del camarote de arriba. Puto hostal barato. Los camarotes son tan viejos y hechos mierda, que están llenos de graffitis casi tan antiguos como los que se encontraron en Pompeya y de cuya traducción hice un trabajo en la universidad hace muchos años, para mis clases de latín.

Él se levanta y se va a duchar. Yo me doy media vuelta y sigo durmiendo, echándole un último vistazo a sus Converse, que esperan para llevárselo de mi lado. O más bien, son las mías las que me alejan de él: esta tarde regreso a Dublín.

Me caigo del sueño. Aún no me toca levantarme temprano para ir a bretear, me queda una semana antes de estar en Alemania, donde trabajaré un mes en un hotel para perros, en un pueblito perdido en el noroeste, cerca de esa ciudad que no existe, donde alguna vez aprendiste a hablar alemán.

Me duermo. Cierro los ojos de nuevo y para cuando me doy cuenta, estoy soñando. Soñando con otras cosas que no tienen nada que ver con él, que no tienen nada que ver con vos. Sola, siempre sola. No necesito de nadie. No confío en nadie. No creo en nadie. No amo a nadie. El muro. Siempre el muro.

Al cabo de un rato, siento que me despierta para despedirse. Me abraza y me dice adiós, que le deje mi email, que me vaya bien en Alemania, que fue un gusto conocerme y todas esas frases que sí las recuerdo, no porque me las haya dicho él, sino porque me las han dicho ya muchos otros antes de él y me las dirán, seguramente, muchos otros más. Personajes secundarios. Protagonistas, no. Apenas y le pongo atención la verdad, tengo demasiado sueño y sólo quiero seguir durmiendo. Me encanta dormir. Aunque el sol se cuele por la cortina mal puesta.


Y así, con los ojos entrecerrados, medio dormida, apenas y lo veo salir por la puerta del cuarto, primero su espalda, luego sus Converse y luego nada, sólo la puerta, comienza a alejarse, a dejar de ser el protagonista, a dejar de ser un personaje secundario y comienza a convertirse en recuerdo, con cada paso que da, con cada grada de la escalera que baja, con cada calle de Belfast que cruza, se desvanece, hasta sólo convertirse en una memoria borrosa, como la que queda de un sueño cuando uno se despierta en la mañana, un sueño simple, confuso y desteñido, que nunca estuvo destinado a convertirse en realidad y que, simplemente, se evapora.    


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viernes, 21 de junio de 2013

Sos una escritora que se muere de hambre si...

Sos una escritora que se muere de hambre si:
  1. Cuando te sentís magnánima, y crees que ya has tenido suficiente con tres días consecutivos de sandwiches hechos con el pan del supermercado (que costó 80 centavos) y la ensalada de col que costó 1,49,  decidís darte un privilegio culinario al comprarte una cajita feliz en McDonald's por la onerosa suma de 3,69.
  2. Cuando te estás comiendo tu cajita feliz, contemplando el espectacular panorama urbano que puede ofrecer el segundo piso de un restaurante de comidas rápidas, observás por la ventana que pasa un mae corriendo en la acera de enfrente y te llama la atención que se le cae lo que aparentemente es un paquete de cigarros.
  3. Automáticamente te atragantás a toda prisa para ir a adueñarte del paquete antes de que algún otro demente lo recoja y cruzás la calle capeándote los autobuses de dos pisos que vienen en sentido contrario, agarrás la cajetilla y, aunque sólo quedan tres cigarros, te ponés feliz: ¡maaaae, un trío de cigarros! ¡Y sin necesidad de enrolar! Sin duda, la cúspide adictiva del mes.
Sos una escritora que se muere de hambre si:
  1. Trabajás limpiando hostales con el sueño de algún día tener, como Virginia Woolf, un cuarto propio donde no ronquen cuatro italianos en un no tan operístico coro a las tres de la mañana.
  2. Coleccionás pastas de dientes, champús y desodorantes (incluso si son de hombre; al menos así te podés acordar de vez en cuando cómo es que olía uno) que van dejando los clientes del hostal, para al menos no gastar en eso.
  3. Tu colección incluye pastas de dientes en portugués, desodorantes en inglés (Old Spice) y un champú en un idioma que parece ser eslovaco, pero que al menos dice un regenerador y universal Pantene.
Sos una escritora que se muere de hambre si:
  1. Cuando caminás por la calle, lamentás al menos una vez durante tu desempleado paseo haber dejado de estudiar música para dedicarte a las letras. Las monedas de un euro en el estuche del violinista son muchas más que las invisibles en tu cuenta bancaria.
  2. Alguna vez has deseado haber tenido talento para otras artes. Es factible pintar en la calle y ganar dinero. Es factible bailar en la calle y ganar dinero. Es factible cantar en la calle y ganar dinero. Es factible esculpir en la calle y ganar dinero. Es factible hacer teatro en la calle y ganar dinero. Pero no es factible ponerse a leer una novela en la calle, donde los transeúntes caminan a toda prisa, protagonizando sus propias historias. Los tiempos dorados de los bardos fueron los medievales. Aceptalo. ¡Divino oscurantismo, que te vas para no volver...!
  3. Considerás que disfrazarte de gnomo en una calle de Dublín es una profesión mucho más útil, lucrativa y venerable. Observás al duende en cuestión recibir al menos cinco clientes en diez minutos, quienes depositan un euro por fotografiarse en un abrazo mitológico que se vuelve realidad en un giro estúpidamente turístico. Para cuando te das cuenta, has aceptado que el hijueputa duende hace un pichazo de harina y comenzás a evaluar la posibilidad de invertir tus ahorros en un traje verde coronado por un tocado de Sombrero loco, engalanado por una honorable y brillante hebilla.

    Parece que lleva la cabeza del hijueputa duende en el carretillo, pero claro, es una ilusión óptica: el gnomo de marras sin duda sigue ahí, sano y salvo, ganando harina.
Sos una escritora que se muere de hambre si:
  1. Pasás muchas, muchas, muuuuchas más horas buscando trabajo en páginas de internet, puliendo tu curriculum y llenando solicitudes, que las horas que invertís en verdad escribiendo.
  2. Soñás que te den ese trabajo creando avatares para un sitio web de citas de corte explícito, el empleo más lucrativo que hasta el momento has podido encontrar.
  3. Crees que ese trabajo ofrece algún tipo de espacio para cultivar tu creatividad al crear personajes cuando, en el espacio designado a la talla de brassier, escribís: “Adivina”, o un pícaro: “Te lo diré luego”.
Sos una escritora que se muere de hambre si:
  1. Cuando te preguntan cuál es tu profesión, respondés que “periodista”, aunque hace mucho no ejerzás esa vara para la que estudiaste cuatro años, en el peor chiste académico posible.
  2. Dar la respuesta “escritora” te parece demasiado grande, como decir “soy astronauta” y te parece que tratar de cumplir un sueño de niña no es algo respetable en el mundo de los adultos.
  3. A pesar de que tus amigos te dicen que escribís muy bien, te siguen aconsejando trabajos en sitios más lucrativos y realistas, relacionados con servicio al cliente, ventas y, por supuesto, el glorioso call center, la mina de carbón del siglo XXI. Y lo mejor de todo es que tus amigos tienen tooooda la razón: deberías de dedicarte a eso.
Sos una escritora que se muere de hambre si:
  1. Alguna vez has dormido una noche en un aeropuerto, estación de tren o parque.
  2. Has considerado, mientras te fumás el último del trío de cigarrillos que se le cayó al mae que corría frente al McDonald's, pagar 50 por una cama en un hotel, con el mismo anhelo con el que podrían haber visto Adán y Eva el paraíso, una vez que ya estaban del otro lado de la cerca, desnudos y jodidos.
  3. Has terminado durmiendo bajo una escalera en el sleeping bag, con dos Benadryl adentro para construir una muralla de sueños alrededor de las personas solventes,  que siguen pasando en medio de la noche hacia algún lugar donde sí cuentan con una cama desde la cual escribir el punto final a su día. Pero vos no: tu destino es cerrar el sleeping, mientras que el común denominador alimenticio con Adán y Eva, una manzana como cena, se digiere lentamente en tu panza. Sin embargo, con todo y que el piso está helado, lográs dormir nueve horas profundas y te levantás al día siguiente de excelente humor, como si hubieras dormido en el privilegiado tálamo del hotel de enfrente, destinado exclusivamente a los dioses. ¿Pero quién carajos quiere ser un dios de todas formas?
Sos una escritora que se muere de hambre si:
  1. Estás infinitamente más acostumbrada a escuchar muchos, pero muchos “no” y casi ningún “sí”.
  2. O más que el “no”, estás infinitamente más acostumbrada al silencio de quien ni siquiera se toma la molestia de responderte.
  3. Das siempre por garantizado el “no” y, como ya de todas maneras lo tenés en los oídos, no te importa ir por el “sí”, porque sabés que, en todo caso, no perdés nada.
Sos una escritora que se muere de hambre si:
  1. Has tenido más bretes en sitios tan random como construcciones, hoteles para perros, campos nudistas y hostales, que en una editorial o un periódico.
  2. Ganar $400 al mes te parece una suma mágica, casi obscena, que resolvería todos tus problemas, cual panacea monetaria.
  3. Crees que trabajar en lugares aleatorios e inestables te servirá para crear personajes interesantes y escribir historias, de las cuales te vanagloriarás una vez que se dignen a abrirte la puerta trasera del Parnaso.
Sos una escritora que se muere de hambre si:
  1. Tener un cuarto en una buhardilla en el cual escribir ocho horas al día te parece el paraíso.
  2. Lo tenés en este momento y no podés parar de escribir, aunque sólo tengás dos horas disponibles, entre alimentar a los perros del hotel, limpiar sus cacas del jardín de múltiples metros cuadrados y abrazarlos cuando entran a tu cuarto moviendo la cola.
  3. Contar con una tina en la cual tomar un baño al final del día te parece lo mejor que ha pasado en semanas, un privilegio higiénico y acuático que se merece al menos 30 minutos diarios. Igual, te llevás la compu al baño para seguir escribiendo; ¡nada como hacerlo en una bañera de agua tibia!
    Mi buhardilla alemana
Sos una escritora que se muere de hambre si:
  1. Cuidás a tu laptop más que a tu pasaporte, más que a tus tarjetas de débito, más que a tu cámara fotográfica y más que a la mismísima Cow.
  2. Estar sin Internet te parece como estar sin aire, sin el oxígeno de poder consultar la página del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española o el de sinónimos, para aquellos momentos de asfixiante cacofonía.
  3. Preferís no contar con seguro médico por si acaso se descompone la laptop. Es más importante.
Sos una escritora que se muere de hambre si:
  1. Pasás mucho tiempo sola; días y semanas que comienzan a transformarse en meses.
  2. Lo odiaste al inicio, pero ahora te has acostumbrado y sentís que ese será tu destino. El trabajo del escritor es solitario de todas formas, y más vale sentirse cómoda con tus propios fantasmas, que suelen venir a tomar café a la par tuya.
  3. Considerás que la única manera de sobrellevar la soledad es escuchando el sonido del teclado como respuesta a tus pensamientos.
Sos una escritora que se muere de hambre si:
  1. Mirás este video al menos tres veces por semana para darte ánimos: http://www.youtube.com/watch?v=XwJMC0CjVwc
  2. Te sentís orgullosa de haber salido de tu zona de confort para vivir plenamente en tu zona de pánico, aunque aún no se haya transformado precisamente en la zona mágica. We are working on it.
  3. La tensión emocional te ataca todos los días, incluso más que la creativa en ocasiones, pero después de un cigarro, cuando el humo se desvanece, todo se mira mejor. (Así, al mejor estilo de la publicidad tabacalera de los 80's).
Sos una escritora que se muere de hambre si:
  1. Cada comentario de aliento, cada like, cada link compartido, cada palabra son un motivo para seguir. Significan infinitamente mucho más que el frío “gracias” de un cliente a quien le has desbloqueado la tarjeta de crédito, más que el rostro de alivio de un huésped que encuentra su cuarto limpio después de un largo viaje y, sin duda, mucho, mucho más que la sonrisa polaroid que recibe el hijueputa gnomo, sonriente sólo de la máscara para afuera. Saber que a alguien le ha gustado lo que has escrito significa que has tocado su alma, aunque sea con un breve suspiro de letras.
  2. Has recibido apoyo de personas que nunca te lo esperabas y comenzás a pensar que si ellos creen en vos, aunque tal vez jamás los hayás visto, no queda más que creer en vos misma e iluminar, con el resplandor de la laptop, esa oscura soledad.
  3. Aunque sea difícil, podés reírte todavía de vos misma y sentirte satisfecha de que, si bien es posible que hayás tomado una mala decisión, son precisamente las malas decisiones las que tienen el potencial de generar las mejores historias. Pero no importa: sabés que a esta, tarde o temprano, vas a poder escribirle un final feliz.

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viernes, 14 de junio de 2013

Vos, quien pintarás los amaneceres

A Martina, quien tal vez no se acuerde de este personaje, pero que es tan suyo como su sangre.

Dicen que no hay nadie que no entre en tu vida justo en el momento indicado con una misión indicada.

Yo creo en eso. Yo creo que vos, Gemma, entraste a mi vida para terminar coloreando los amaneceres.

Lo confieso, mea culpa: hace algunos años llegué a odiar a España y a los españoles. Nada de qué persignarse: los latinoamericanos tenemos una relación amor-odio con la madre patria y sus zopetas ciudadanos. Un resentimiento histórico, ilustrado por muchas lecciones de estudios sociales, de educación cívica y de grafitis rencorosos, nos hace detestarlos de vez en cuando, en especial por su insistencia de hablar como en lo que, para nosotros, son los tiempos del Quijote.

Sin embargo, en ese entonces, yo tenía una razón distorsionada digna de psíndrome de estrés post traumático: una española se había quedado con mi novio. Desde entonces, le agarré fobia a España y a todo lo que me oliera a peninsular. Mientras el mundial de fútbol se disputaba en Sudáfrica en 2010, apoyaba yo entonces con todo fervor a la naranja mecánica desde bares en mi ciudad atestados por la comunidad holandesa local, dispuesta a que Piqué, Iniesta y el Niño Torres pagaran con su roja sangre la furia que a mí me quemaba por dentro. De más está decir que, cuando ganaron la copa, mi reacción fue más visceral que la de los educados holandeses, quienes me miraban comiendo su tradicional queso y bebiendo su Heineken con un ecuánime aire de resignación.

Con ese odio irracional ibérico me encontraba cuando, una amiga mía de mis tiempos de voluntariado en África, me pidió que la alojara a ella, a cuatro coreanos más y a una española por un par de días en mi casa en San José, Costa Rica, mientras ellos realizaban un viaje con dirección a Belice. Con ella, que era brasileña, y los coreanos no tenía mayor problema, pero con la española... ¡joder, una española! ¿Iba yo a tener que soportar ese acento por dos días en mi casa? ¡Rediez!

Por supuesto, obvio, evidentemente que lo iba a hacer. Una cosa es desear que todo un país pierda el campeonato mundial de fútbol y otra muy distinta cerrarle la puerta al prójimo en la cara.

Y así, una tarde lluviosa de esas típicas de mi ciudad, llegó Gemma a mi casa. Una chica de lentes, piercing en la barbilla y dreds, los cuales se sentaba a ajustar en el sofá de mi sala con una aguja de tejer.
Dos coreanos, más Gemma, más dos coreanas, más Silvana, de Brasil.

Ese fue el inicio de mi exorcismo hacia España. De entrada, me cayó tan, pero tan bien... Y no sólo eso. Me dio una sensación que yo no experimentaba desde que tenía siete años.

En esa época lejana cursaba yo el primer grado y recuerdo perfectamente a una niña que iba un año más adelante que yo. Me gustaba todo de ella. La manera en que se peinaba, sus aretes, sus zapatos, su nombre, su casa, el carro de sus papás, su actitud, su manera de caminar, todo. Absolutamente todo. Lo hubiera confundido con un indicio lésbico si desde los tres años no hubiera descubierto yo ya que tenía una profunda y fuertísima pasión por los hombres. Lo que esta niña me generaba era otro sentimiento que yo hasta entonces no había experimentado: la admiración. La admiración por otra mujer de mi misma edad.

Entre el orgullo de la adolescencia y mi personalidad construida a saltos, no había vuelto a sentir eso en más de 20 años hasta que conocí a Gemma. La veía y quería ser como ella. Quería ser artista gráfica y crear un mundo de colores y de personajes (los cuales denominaba Pusinky, “besos” en eslovaco). Quería vestir como ella. Quería tener esa creatividad y ese magnetismo que hacía que, cuando ella entraba en un sitio, uno simplemente no pudiera dejar de mirarla. Mae, y no era vara mía: durante su estadía en Costa Rica visitó una escuela y los niños le pidieron autógrafos. No era para menos. Yo estaba también fascinada con el personaje a quien yo le había abierto la puerta de mi casa.

Mientras se tejía los dreds con su aguja y conversábamos en la sala, custodiadas por mi foto de la primera comunión (que mi mamá se rehúsa a remover de la pared, para mi enorme insatisfacción) le comenté que estaba ahorrando para ir a buscar a mi ex novio brasileño, ese que me dejó por una española.

Ella me miró y después de comentarme que su madre también tenía unas fotos de la primera comunión de ella y de su hermana en la sala y que no debía sentirme avergonzada por eso, que eso era cosa de las madres aquí en Costa Rica, en España y en la Conchinchina, me entendió. Fue de las pocas personas que pudo comprender ese anhelo idiota de amar aunque a uno no lo amen. Me entendió con el corazón y no con la cabeza, contrario a lo que hacían el resto de mis amigas, quienes intentaban, inútilmente, hacerme entrar en razón, algo que ya se me había quedado perdido.
Silvana, Gemma y yo

Con el tiempo, cambié de idea y me fui a buscarte a vos, a vos quien sos español y a quien amaré hasta el último día de mi vida. Español, como Gemma. Así que después de despotricar contra la madre patria, irónicamente, el primer país que visité fue, ni más ni menos, España. No sé cómo me dejaron entrar por Barajas, considerando mis maléficos deseos contra su glorioso equipo de fútbol. De alguna manera conocer a Gemma me hizo pensar que resistiría al menos pasar varios días escuchando vuestro acento, tíos. Y ya sabés cómo fue: incluso terminamos yendo a ver Torrente 4 al cine una noche fría y lluviosa.

Un par de meses después, inventé la quijotada de declararte mi amor a través de un video. Recluté a mis amigos a lo largo y ancho del mundo para que me enviaran un video cada uno, en sus respectivos idiomas, diciéndote cuánto te quería y por qué deberías elegirme. El primero, el primero que me llegó, fue el de Gemma. Era como si ella me acompañara a reconciliarme no sólo con España, si no con mis sentimientos más profundos.

Una noche nevada, mientras tomaba un café con mi mamá en Amsterdam (sí, con esa misma señora que se niega a quitar de la sala mi bendita foto vestida de blanco y sin dos colmillos ), leí en Facebook que Gemma estaba recibiendo quimioterapia. Sabía que estaba enferma desde hacía un tiempo; lo posteaba todo desde su cama en el hospital. Hasta para eso tenía facilidad: hacía parecer que estar en un cuarto de una clínica era algo mágico, mientras nos regalaba fotos en Instagram, frases y dibujos que hacía con sus incansables colores, que eran inmunes a todo. Le di like a su foto afeitándose la cabeza. Ya sabía yo que lo había hecho antes, cuando estando en Belice se rapó los dreds que tanto tejía con su aguja. Le di like no por compasión, ni siquiera por solidaridad: le di like porque estaba segura de que si había una mujer que podía llevar ese look y parecer siempre hermosa, era ella.
Gemma con un Pusinky

Con el tiempo, fueron llegando más fotos y dibujos. Papeles para rasgar. Papeles para perforar con el lápiz. Papeles para garabatear sin control. Era un reflejo de lo que estaba viviendo. Una lucha de la cual lo único que sangraba era su creatividad, que salpicaba todas esas hojas de colores.

Cuando el mes de mayo comenzaba a declinar, subió una foto en blanco y negro de sí misma. Se le estaban acabando los colores, aunque yo me resistía a creerlo. Yo dibujo exactamente como lo hacía en segundo grado, sin hipérboles de por medio, no tengo nada de talento, pero en su lugar escribo y me negaba en redondo a sacar a este personaje de mi novela. No, la heroína nunca muere. Se va a recuperar y nos volveremos a ver, aunque tanto ella, como yo, viajeras adictas, sabemos que siempre puede ser el último adiós.

Una tarde de sábado, mientra leía el Facebook después de la siesta, me encontré con el siguiente poema, acompañado de una caricatura suya, llena de color y de pusinkys.

Cuando yo me vaya, no quiero que llores,
Quédate en silencio sin decir palabras,
Y vive de recuerdos, reconforta el alma.

Cuando yo me duerma, respeta mi sueño
Por algo me duermo, por algo me he ido.
Si sientes mi ausencia, no pronuncies nada
Y casi en el aire con paso muy fino
Búscame en mi casa, búscame en mis cartas,
Entre los papeles que he escrito apurado.
Ponte mis camisas, mis suéteres, mi saco,
Y puedes usar todos mis zapatos.

Te presto mi cuarto, mi almohada, mi cama,
Cuando haga frío, ponte mis bufandas.
Te puedes comer todo el chocolate
Y beberte el vino que dejé guardado.

Escucha ese tema que a mí me gustaba,
Usa mi perfume y riega mis plantas.
Si tapan mi cuerpo no me tengas lástima
Corre hacia el espacio, libera tu alma.

Palpa la poesía, la música, el canto
Y deja que el viento juegue con tu cara,
Besa bien la tierra, toma toda el agua,
Y aprende el idioma vivo de los pájaros.

Si me extrañas mucho, disimula el acto.
Búscame en los niños, el café, la radio,
y en el sitio ése donde me ocultaba.

No pronuncies nunca la palabra muerte.
A veces es más triste vivir olvidado
Que morir mil veces y ser recordado.

Cuando yo me duerma,
No me lleves flores a una tumba amarga,
Grita con la fuerza de toda tu entraña
Que el mundo está vivo y sigue su marcha.

La llama encendida no se va a apagar
Por el simple hecho de que no esté más.
Los hombres que viven no se mueren nunca,
Se duermen a ratos, a ratos pequeños
y el sueño infinito es solo una excusa.

Cuando yo me vaya extiende tu mano
Y estarás conmigo sellado en contacto
Y aunque no me veas, y aunque no me palpes
Sabrás que por siempre estaré a tu lado.

Entonces un día; sonriente y vibrante
Sabrás que volví para no marcharme.

(Me voy a buscar a mi barbudo.
No me esperéis levantados ).

Supe entonces que los colores habían vuelto a ella. Pero que ella se había ido.

Y entonces, con lágrimas en los ojos, que hicieron la caricatura tristemente borrosa, tuve que despedirme de una de mis heroínas favoritas.


Las mujeres que viven no se mueren nunca. Sólo se duermen a ratos. Lo voy a saber cada mañana, cuando me levante y vea el amanecer más lindo del mundo. Entonces sabré, Gemma, que ya vos te habrás despertado y lo estarás coloreando. Y que en realidad, no te has ido nunca.

viernes, 7 de junio de 2013

De cómo aprendí a hablar alemán

Me gusta el alemán. Sí, ya sé: es raro. Me excita más escuchar a un hombre alemán decir algo tan random como Einunddreißig que a un italiano susurrarme al oído Ciao bella. Me encanta ver esas palabras kilométricas, como si no hubiera suficientes letras para expresar todo lo que uno lleva adentro. Prefiero escuchar esos sonidos fuertes, como una galleta dura que cuesta partir con los dientes, que la miel del portugués brasileño, ese que empalaga, pero que todos adoran.

Con el tiempo, una aprende a cometer algunos suicidios sociales y aceptar, ante la incrédula mirada de los concurrentes, que a uno le cuadran varas que a nadie más parecen gustarles. Sí, me gusta la nieve. Sí, me gustan las papas de McDonald's. Sí, quería que Heidi se quedara viviendo en Frankfurt y que el Coyote se comiera al Correcaminos. Y sí, me gusta el alemán. Genau.

Pero el alemán, como sabemos todos aquellos a quienes Schiller no nos amamantó, es complicado de aprender. Mi primer intento se remonta a los dieciocho años cuando, pletórica de energía, me inscribí en un curso en la universidad. A las dos semanas estaba decepcionada con mis avances. Ante mi incapacidad de pronunciar, por ejemplo, mi edad (achtzehn en ese entonces; juventud, divino tesoro, te vas para no volver) con ese acht que se me atascaba en la garganta y nunca salía de ahí para gloria perpetua de Goethe, decidí cambiar mi acta de nacimiento para efectos del curso y nacer en 1980. Neunzehn, diecinueve. Más fácil.

Al rato, deserté. En especial, cuando llegué a la parte de los acusativos. En aras de una verdadera igualdad de género y mucha pereza mental, opté por aprenderme todo el vocabulario sin tomar en cuenta si las palabras eran femeninas, masculinas o neutras. Luego me di cuenta, al llegar al acusativo, de que estaba mamando y los libros de alemán comenzaron a empolvarse en el cajón, vieron pasar el nuevo milenio y durmieron el sueño de los justos, a la espera de que el esperanto arrasara con todos los idiomas y regresáramos a una especie de indoeuropeo primordial en una nueva era, donde la paz y la armonía acabarían con las diferencias lingüísticas para ocuparnos por asuntos más urgentes como las guerras por el agua, la caída de un meteoro y el apocalipsis zombie.

Hasta que un día, doce años después, decidí retomar el alemán. Un viaje a Europa me hizo darme cuenta de la importancia de este idioma, mientras en un apartamento en Viena, mientras me fumaba un puro, caí en la cuenta de que no podía compartir, con quienes me rodeaban, los conocimientos filosóficos que surgían de la fertilidad de un humo verde. En ese momento, había encontrado el significado de la vida. Pero, ante mi incapacidad de articularlo correctamente en alemán y de recordarlo a la mañana siguiente, la humanidad se lo perdió. Así como las últimas palabras de Einstein se perdieron porque, según cuenta la leyenda, la enfermera que estaba con él en el momento de su muerte no sabía alemán. ¡Oh, lengua alemana, cuántas tragedias se cometen en tu impronunciable nombre! Suficiente, me dije. Yo aprendo alemán porque aprendo y puntk.
Ya bien lo decía Mark Twain...
Der, die, das
El primer obstáculo con el que me encontré, como neófita germana, fue precisamente el que me hizo desertar doce años atrás: los artículos de las palabras. Der, masculino. Die, femenino. Das, neutro. La mala noticia es que quien quiera aprender alemán tiene que contar con una excelente memoria, porque no hay manera de saber cuándo una palabra es masculina, femenina o neutra. No hay una “a” o una “o” genérica que guíe el camino al ponerle sexo a cosas que no lo tienen, como en español. O sea, mae, usted está jodido: tiene que aprenderse cada palabra de memoria. Y como si esto fuera poco, también los plurales, porque cada palabra tiene su forma peculiar de pluralizarse.

Yo, por ejemplo, soy una chica. Pero en alemán, soy una mädchen. O más bien, una frau, porque ya no tengo 15 años, sino que ya crucé los 30. Y la puerda es una tür. Y la entrada es una eingang. O sea, dénse cuenta, hispanohablantes: no hay por dónde agarrarse.

En fin, antes de seguir debo confesar que, en realidad, estoy mintiendo. Más allá de transmitirle mis conocimientos a los germano-parlantes cuando estuviera fumada, mi motivación la encontré en una mirada. Una mirada, irónicamente, que no ocupa palabras. Los hombres quizás no nos mirarían tanto a las mujeres a los ojos si supieran cómo aprende uno con el tiempo a descifrar sus miradas. No estamos hablando, en todo caso, de la típica mirada azul como el cielo o como el mar de la cual suelen enamorarse las latinoamericanas. Como les decía, yo soy un poco rara. No me gustan rubios, la verdad. Era una mirada color miel. Una mirada niña. Una mirada brillante.

Yo no suelo enamorarme desde hace mucho tiempo. Y cuando miro a esa chica (porque en ese entonces yo aún era una mädchen, no una frau) enamorada hasta el tuétano hace ya muuuchos años, me parece que no he sido yo nunca. Es como si hubiera sucedido en otra vida, donde seguro era rubia, y alta y hasta hablaba un alemán fluido.

Pero he de admitir que de esa mirada es lo más cerca que he estado de enamorarme de nuevo. Y no solo de esa mirada, sino de sus manos grandes como de granjero, de su espalda a la cual poder aferrarme, de sus silencios, de su manera de caminar Alpes abajo, de su manera simple de ver este mundo que había recorrido más que yo. Y de su educado e infantil bitte cada vez que pedía algo. Pronto descubrí que no había nada que yo no haría ante ese bitte. Ningún por favor, ningún please, ningún お願いします. Es más, ni siquiera una pinche razón necesitaba yo ante ese bitte. Era la palabra cuya respuesta sería sí, siempre.
Der Mann. Die Frau. Estaba segura de que aprendería.
Una de esas tardes austriacas que se quedan por siempre.
Akkusativ
La importancia de aprenderse los benditos artículos es que se ocuparán después, cuando haga su gloriosa entrada el acusativo. Eso en español existió en los tiempos en que el latín no se había multiplicado en lenguas romances, sino que seguía romanamente omnipotente. Si todos los grandes imperios han caído y Roma cayó, también lo haría el latín, con todo y su acusativo.

El acusativo, para quienes no han tenido que martirizarse con los casos en latín y la letanía del agricola, agricolam, agricolae, es un complemento directo que se declina. Por ejemplo: si yo digo en alemán: “Yo tengo un lápiz”, no puedo decir “Ich habe ein Bleistift”, que sería lo primero que a nosotros se nos vendría a la cabeza con un conocimiento de vocabulario básico. No: hay que decir “Ich habe einen Bleistift” porque es complemento directo, por lo tanto, acusativo. Y si es femenino es otra historia y si es neutro otra, y así. Sí: espántense. Esto en realidad es un escrito para desmotivar a la gente a aprender alemán y boicotear todas las escuelas de enseñanza alemana.

De acuerdo, entonces, según el acusativo, yo tenía un austriaco. Ich habe einen Österreicher, pensaba ingenuamente, mientras empacaba mi mochila para irme a pasar con él dos semanas a Perú, por donde los ojos color miel de este nómada se reflejaban en el lago Titicaca en ese momento en específico.

Harta de un trabajo en un call center de mierda (de esos empleos de los cuales los aspirantes a escritores nos sentiremos orgullosos hasta que estemos sentados en el Parnaso a la par de Borges, como una parte rimbaudeana de nuestras vidas que nos formó el carácter para escribir como lo llegamos a hacer), renuncié impulsivamente un lunes dispuesta a irme con todos mis ahorros en dirección sur. Ich möchte einen Freund haben.

Y así, me fui detrás de él. Ya debería yo de haber sabido a esas alturas del partido que estas impulsividades románticas latinas no calzan en el mundo ario. En estos países, la gente piensa todo una, dos, tres, cuatro veces antes de hacer las cosas. Y si se puede, fünf.

De modo que, al final, tuve que abancarme dos semanas mirando su espalda dormir junto a mí. Una argentina se había encargado de romperle el corazón semanas antes y ya, simplemente, este hombre no me miraba igual. Ya no había infantilidad, ni brillo, ni nada. Me di cuenta desde el primer momento en que nuestras miradas se cruzaron en Cusco, mientras una fumadora como yo batallaba contra la falta de aire que se padece a más de 3000 metros y, sobre todo, que se sufre cuando una se da cuenta de que ya no te miran igual.

Eso fue entonces más que todo lo que vi en esos días interminables, mientras trataba de hacer lo mejor posible por maravillarme ante la altura vertiginosa en que fue contruida Machu Picchu (¿cómo no iban a abandonar esa vara? ¿Quién quiere subir hasta ahí, por la gran putas?), lo difícil que es hacer sandboarding en Huacachina y cómo una llama puede escupirte si está muy enojada. Su espalda. Como es alto y tirolés, caminaba siempre mucho más rápido que yo, citadina y bajita. Y si miran las fotos de mi viaje a Perú, eso es lo que verán: su espalda.

Cuando por fin nos despedimos en Lima, lo miré alejarse con la certeza de que no lo vería nunca más. Basta, me dije. No te ama. Er liebt dich nicht. Eso es acusativo también, no de la forma en que yo lo había soñado, pero acusativo, al fin y al cabo.
Su espalda. Immer.

Dativ
¿Creyeron que solo el acusativo fastidiaba la vida? Noooooo, incautos hispanohablantes. Hay más. Bienvenidos al universo del dativo. Otro caso: lo usan para los complementos indirectos. Y, natürlich, se declina, también dependiendo si estamos hablando de algo masculino, femenino, neutro o alguno de sus bizarros plurales.

En fin, semejante negativa austriaca en tierras peruanas estaba lejos de desanimarme. Yo soy terca por naturaleza y cuando se me mete algo, de ahí nadie me lo saca. Resignada, me pasé los siguientes meses estudiando sola en la casa, con un libro y la voz automática de la frau del Google translator. Con ella, llegué a trabar una buena relación. Tal vez porque así como no tiene ojos, tampoco tiene espalda. El caso es que yo siempre le entendía.

Para cuando volví a Alemania, este año, estaba según yo más que lista para darme de golpes idiomáticos con cualquier alemán, aunque fuera para pedir un pinche capuchino en mis momentos de necesidad cafeínica. Puffffff, ingenua costarricense: leer alemán y poder escribirlo con una gramática más o menos decente no significa que lo podés hablar. No entendía ni mierda. Ni mierda, literalmente, porque los educados libros de texto no me habían ni siquiera enseñado las malas palabras en caso de tener que defenderme.

En todo caso, lo poquito que sabía me sirvió para ubicar en Berlín la parada del metro (o del U-bahn, como lo llaman aquí) y encontrarme con un amigo alemán a quien hace 15 años no veía. Qué le vamos a hacer... Yo tengo debilidad por los hombres que hablan alemán. Y más si son altos, y de manos grandes y de ojos cafés, e inteligentes, y simpáticos, y que han viajado... Así que ya saben entonces dónde iba a terminar este kapitel. No había otra manera.

Y mientras dormía a su lado, me di cuenta de que no me dio la espalda. Si no que, simplemente, me dio la mano. Una mano enorme, dentro de la cual la mía se sentía tan pequeña... Una mujer como yo, francamente, no necesita joyas, ni ropa, ni siquiera que la lleven a su casa a la mañana siguiente. Me gusta pensar que soy fuerte e independiente. Pero a veces, todo lo que necesito es que me den la mano. Gib mir deine Hand. Dame tu mano. A mí. Complemento indirecto. Me conformo con ser indirecta, no el centro de tu vida. Pero por favor, bitte, dámela.
Esa noche dormí tranquila. Como no había dormido en mucho tiempo.

El orden de las palabras en la oración

Si me preguntan, esto es para mí lo más complicado que tiene el alemán. Estoy total y absolutamente convencida de las raíces germánicas de Yoda a estas alturas. Esta gente no habla con un orden lógico. Tomemos este caso como ejemplo: Wir haben uns schon so lange nicht mehr gesehen. Traducido al español, a lo bestia, esto viene a ser: “Nosotros hemos nos ya hace mucho no más visto”. WTF? Genau: ¡así hablan! Para ellos, es más importante decir que hace mucho pasó algo solo para que, como si fuera una buena historia en que uno tiene que leerla toda para descubrir el final, que lo que sucedió es que no nos vimos más.
Así, entonces, tuve yo que viajar muchos kilómetros de nuevo a Berlín para darme cuenta del final de esta historia.

Absurdamente motivada, pedí algunos días en mi empleo (trabajo limpiando un hostal en Portugal, otro de esos trabajos con los cuales me regodearé cuando esté sentada a la par de Dostoievski) y me vine a pasar unos días a Berlín. No, no estoy enamorada. Lo único que ocupaba era dormir de nuevo tomada de su mano. Así de simple. Para mí, eso valía saltar España, los Pirineos, Francia, los Alpes, Suiza y todo lo que se atravesara en el camino. Sobre todo en esta etapa de mi vida, en que me siento sensiblemente cenicienta.

Después de vagar un par de días en Leipzig y sentirme feliz por ser la protagonista de esta historia, caminando por las calles en busca de cigarros solo para toparme con la casa de Schiller y de Schuman, finalmente llegué a Berlín, en un automóvil colectivo cargado de alemanes que no hablaron mucho en todo el camino, pero con lo poquito que lo hicieron, comprobé, con satisfacción, que podía entenderles. Mae, vaya éxito: entiendo alemán y voy a dormir con alguien que me dé la mano. Sí, feliz de ser la protagonista.

Luego de perderme un poco en el vecindario, siempre custodiada en todo caso por la Fernsehturm para mayores referencias, finalmente llegué a mi destino: su apartamento, encaramado en el cucurucho de un edificio bastante berlinés, al cual se accede por unas escaleras interminables, dignas del purgatorio que ha de llevar hasta el cielo alguna vez.
Mientras las subía, trataba de expiar, entonces, mis pecados: kilos de más, pulmones a medio colapsar por cigarros de angustia y una estúpida esperanza de que tal vez, quizás, por una vez, al menos, iba a poder estar con alguien con quien hablar alemán y todo lo que más allá hubiese.

Y pum, entré así en su aparta, cagada del miedo, pero entré. Entramos yo y mi optimismo, y mi necesidad de ser cuidada al menos por unos días, y mis temores de no ser lo suficientemente hermosa, lo suficientemente inteligente, lo suficientemente simpática como no lo fui alguna vez para competir con el pinche fantasma de una pinche argentina.

Después de realizar una cortés conversación introductoria y bebernos un par de cervezas (esta historia tiene por escenario Alemania, no lo olviden), decidimos que era tarde y era mejor irse a dormir. Dormir... con todos los significados connotativos que esa palabra pueda tener. No sé cómo será en alemán, pero dormir juntos en español puede ir mucho más allá que simplemente cerrar los ojos y roncar a los dos minutos al lado de alguien.
Y tal parece que eso es, en realidad, lo único que significa en alemán. Dormir.

Mientras tanto, yo veía su espalda. Creí que ya lo del acusativo era etapa superada en mi vida, pero no. Ahí estaba de nuevo, para que repasara, para que me diera de palos, para que entendiera de una vez por todas que eso es lo único que voy a obtener: una espalda.

Y es que no me había percatado yo, pero entre su lado de la cama y el mío había un espacio enorme. Un espacio insalvable, un abismo donde todas mis ilusiones comenzaron a despeñarse hacia el nunca. Un espacio donde ni siquiera había ya una mano que me sostuviera para no irme yo también al fondo. Y sin embargo, el fantasma de una alemana era lo suficientemente enorme, gigantesco, monstruoso para llenarlo, ahí, entre los dos. Gross. Mucho más grande que su mano, incluso.

Y ahí, en medio, estaba también tu fantasma. Como siempre, desde hace 15 años. Entonces tuve una epifanía, en esa buhardilla en Berlín: mientras te siga guardando ese no tan breve espacio en que no estás, siempre seguirá habiendo un espacio enorme entre mi lado de la cama y el de cualquier hombre que duerma junto a mí. Podrán quizás darme la mano, pero nunca abrazarme para quedarse. Es tiempo de dejar ese espacio vacío. Para quien lo quiera.

Esa noche, él durmió. Yo no. A la mañana siguiente, apenas se fue a trabajar, tomé mi mochila (fácil, porque ni siquiera llegué a desempacar) y me marché, probablemente en el tranvía que siguió al suyo.

Y desde entonces, estoy sentada en este hostal, tomando café, fumando y comiendo pizza barata del mae de la esquina, que me cae bien, porque habla italiano y no alemán. Por ahí se me acercó la otra noche un chamaco de unos diecisiete años, borracho como se lo permitió su testosterona a medio cuajar, a proponerme tener sexo con él. Lo mandé a la mierda (sí, zur Hölle, que ya aprendí) y para mi sorpresa, me di cuenta de que toda esa conversación la había tenido en alemán.

De este modo, estimados lectores, que han tenido la paciencia de leer este texto, fue así como aprendí a hablar alemán. Consideren ustedes si vale la pena, entonces, darse de palos con un idioma tan difícil.


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