viernes, 26 de julio de 2013

Sobre el caballito de bambú

Estimados lectores:
La verdad estoy aterrada. Creo que la gente piensa que soy una persona fuerte, pero en realidad soy mucho más débil de lo que aparento. No esperen que esta sea la mejor entrada del blog, pero en verdad necesito hacer un poco de catarsis.
Ayer llegué a Nueva Delhi. Me vine por impulso, la verdad, con muy poco dinero. No podía seguir más en Europa, sin trabajo, en medio de la crisis. Tomé la decisión de venir aquí porque es más barato, mientras ocurre un milagro y consigo un empleo como traductora, como escritora o como barrecaños. (O bueno, o que muchos de ustedes se suscriban, sólo tengo cuatro suscriptores. Esa fue la cápsula publicitaria del día). ;)
En fin, llegué a New Delhi a las tres de la mañana. Doce horas de viaje, desde Munich, pasando por Moscú. En el aeropuerto de Moscú tuve que correr. Me perdí del grupo de conexión entre mi vuelo porque de verdad tenía que ir al baño. O sea, me cagaba y duramos tanto en aterrizar en Moscú que no me podía liberar del cinturón de seguridad. Tuvo que ser el aterrizaje más largo de la historia. Cuando regresé, asumo que me metí por el lado equivocado, porque tuve que hacer fila con un aterro de vietnamitas y volver a pasar por todos los controles de nuevo. Casi pierdo el avión, pero bueno, llegué.
Cuando llegué a Nueva Delhi, no tuve más remedio que acostarme en el piso a dormir en el aeropuerto. Nueva Delhi es la capital de las violaciones y no es recomendable para una mujer andar sola de noche. Así que nada, tuve que esperar a que apareciera el sol para protegerme y medio me dormí abrazada a la mochila, por si las dudas. Me despertó un mae que me atropelló con un carrito, procendente de un vuelo de no sé dónde porque la ciudad que ponía en el cartel nunca la había esuchado nombrar en mi vida.
Al salir del aeropuerto, eran las seis y media de la mañana y ya el calor era brutal. Un empujón térmico que me quiso devolver adentro. Tenía la dirección del hostal y nada más, con una idea más o menos de cómo llegar, pero qué va: las direcciones aquí son bastante nulas para un extranjero, la venganza kármica de vivir en Costa Rica, where the streets have no name.
Me animé a tomar un taxi. Afuera había una casetilla de taxis de la policía y eso me dio confianza.
Todo lo que hayan escuchado sobre el tráfico de la India es verdad, o diez veces peor. El mae, literalmente, se iba matando. No dejan de pitar ni un segundo. Es una conducción más sónica, que visual, porque no creo que ni sepan ni por dónde van. Me recordó un poco a la primera escena de la India en Comer. Rezar. Amar. cuando la protagonista llega, aunque las comparaciones son odiosas y yo odio esa película también. Yo casi no como, no me veo mucho rezando (aunque debería) y no creo que vaya encontrar el amor por aquí.
Cuando por fin llegué al hostal resultó ser que está ubicado dentro de un mercado. Pregunté por la dirección y era un callejón estrecho y oscuro, por el que si apenas puede caminar una persona a la vez (luego descubrí que también puede caber una vaca). Casi sentí cómo los pantalones se me humedecían: me cagué del miedo. A mi alrededor había una muchedumbre en plena mañana de jueves. Motos, moto-taxis, bicicletas, rickshaws o como se escriba. Es caótico. Imagínense el mercado Borbón, pero diez veces peor. Había mierda por el pasillo cada dos metros, no sé si de vaca o humana. Tal vez mía, porque de verdad que casi me cagué del miedo, si es que no me había pasado en el avión hacia Moscú este era el momento. A todo esto, la regla me vino justo el día en que me venía para la India. Genial.
Llegué al hostal que resultó ser un cuchitril de mierda. Administrado solo por hombres sin sonrisa. Me dijeron que el check in era al mediodía, pero que podía descansar en un cuarto. Seguro me vieron la cara de espanto. El cuarto era espartano, por decir lo menos. Un ventilador en el techo, un baño al cruzar el pasillo donde la mierda se salía de los confines del inodoro. Con todo y la vara, estaba tan extenuada que me acosté a dormir.
Al mediodía me pasaron a un cuarto mejorcito. Una cortina cubre un basurero entre donde está el televisor y la ventana (sí, tiene televisor, pero ni idea si funciona). La ventana está rota a todo esto y por ahí se asoma gente de vez en cuando, así que trato de mantenerme al margen.
Intenté dormir, pero no pude. Me entró la crisis. La crisis nerviosa de verdad. No me sentía lo suficientemente fuerte para hacer esto. Yo he vivido en Mozambique seis meses y he viajado por África, incluso sola. Pero esto me supera. Sobre todo cuando me doy cuenta de que son 12 horas de diferencia entre mi casa en Costa Rica y Nueva Delhi. Estoy completamente sola en el otro lado del mundo. Este es el otro lado del mundo, de verdad. Literal.
Lo que más me intimida es la enorme cantidad de hombres en las calles. Es como si aquí casi no hubiera mujeres y me da miedo no saberme comportar. Por ejemplo, no sabía que está mal visto ver a una mujer fumando. De hecho, no he visto a nadie fumando hasta el momento. Supongo que aquí hay muchas posibilidades de morirse como para también echarse encima el cáncer. Y ahí iba yo fumando, por el mercado, o bazar como lo llaman eso. Yo y mis brillantes ideas.
Traté de calmarme y me puse a leer sobre la India, para informarme. Sí, porque de bruta ni siquiera me tomé mi tiempo para leer antes. Cuanto más leía, más me aterraba. Es como otro planeta. Y yo no tengo casi ni idea. No tengo ni idea de cómo se reservan los trenes, ni los buses, ni nada. Es super complicado. Y siento que no puedo confiar en nadie, porque en los hostales te tratan de sacar plata por todo y de hecho, cuando leo los comentarios en las páginas web, me parece que están alterados, porque al menos este hostal en el que estoy no corresponde casi que PARA NADA con lo que leí en internet, no solo la descripción, sino los comentarios de los supuestos clientes. Todo es mentira. O sea, siento que no puedo confiar ni siquiera en lo que me dice la gente que me rodea, lo cual es una soledad aterradora.
Para las siete de la noche estaba buscando vuelos de regreso a Costa Rica y pidiendo dinero prestado. Estaba histérica. Realmente histérica. Sentía que de verdad no podía seguir más, no podía más sola, he aguantado muchas cosas sola. Nunca he sentido TANTO la necesidad de tener a alguien, sobre todo a un hombre a mi lado. Era, en ese momento, la imagen misma de la soledad, aquí en esta cuartería de mierda, al otro lado del mundo, histérica.
Me puse a hablar con todo el mundo que se me atravesó en Facebook y en Skype. Mi hermano, mi mamá, mi tía, mis excompañeros del trabajo, mi amigo Johannes en Austria, mi amiga Sandra en España, Priyanka, una amiga india que hice en Berlín... Al final hice el berrinche por tres continentes.
Hasta anoche estaba convencida de que me iba a devolver a Costa Rica y que JAMÁS, NUNCA en mi vida volvería a viajar sola. Me quedaría ahí de nuevo, arrodillándome ante la realidad, ante mi destino de ser mujer: por muy liberal que seas, ser vieja no te permite cumplir todos tus sueños. Ser hombre es mucho más fácil, más allá de que siempre pueden abrir todos los frascos de pepinillos que quieran. Y no se pueden cumplir los sueños, menos, mucho menos, cuando te dedicás a escribir. Me puse a repasar mi vida y llegué a la conclusión de que todo se debió a que a partir de cuarto grado me tocó una maestra pésima en matemáticas y desde entonces odio los números, lo cual me cerró el camino hacia profesiones más lucrativas y me dejó sólo con un montón de letras inútiles, que no le hacen bien a nadie.
Esta mañana me desperté, jurando no salir en todo el día hasta poder comprar el boleto de regreso a casa. Pero tenía hambre. El día anterior no había comido casi nada, solo unas galletas y ya de noche no puedo salir. Además, toda la comida que no fuera empacada me generaba desconfianza absoluta y el menú aquí en el mercado no es muy variado que digamos.
Así que tenía que salir sí o sí. Me arreglé lo más decente que pude, agarré todos mis objetos de valor del cuarto y me fui con un candado en la mochila pequeña, asfixiándome por la fuerza con que me amarré las correas. Intenté salir por un pasillo (esto del bazar es un laberinto) y mae: me encuentro con una vaca echada en medio del camino. La verdad me dio un poco de risa, porque estaba ahí, super tranquila, iluminada por un rayo de sol. Nunca he deseado tanto ser vaca en mi vida.
Di media vuelta, porque aquí la vaca tiene prioridad, y me aventuré por otro pasillo hasta que llegué a un restaurante bastante decente, donde me senté a tomar un café. Intenté comerme un sanguche, pero la comida no me pasaba. Y de repente, me di cuenta de que había tres mujeres más solas sentadas en el restaurante, extranjeras. Ahí, tan tranquilas, leyendo.
Entonces me autocacheteé: no. Yo no me voy a devolver. Yo no soy cobarde. Tal vez no sea lo suficientemente fuerte, pero tengo que tratar. He soñado con venir a India toda mi vida. Y si me regreso a Costa Rica ahora las probabilidades son de que nunca pueda volver por estos lados. Aparte de eso, pasé diez días en Berlín esperando por la visa para India, sin salir del hostal y comiendo sanguches para gastar lo menos posible. Ya compré el tiquete y ya que la hice negra, la voy a hacer trompuda. Y si bien es cierto que cada vez que veo a una pareja viajando juntos siento ganas de llorar de lo sola que me siento y de lo mucho que envidio a esa chica por tener a alguien que cuide de ella y recorrer el mundo, ni modo: este es el mazo de cartas que me tocó y dentro de todo, tengo mucha suerte.
Así que aquí estoy. Tengo miedo, mucho miedo. Creo que nunca he tenido tanto miedo en toda mi vida. Pero me lo trago con la taza de café y hoy salgo a la calle, me subo en el vagón del metro destinado para mujeres (una de las pocas ventajas de las que se puede disfrutar aquí, considerando lo ATESTADOS que van los vagones para hombres) y me voy a ver el fuerte rojo y la mezquita más grande de la India. Si esto fuera fácil, la India estaría llena de mujeres solas como yo, viajando, y serían los vagones femeninos los llenos hasta la mierda. No, no es fácil. Pero no seré ni la primera ni la última mujer que se venga sola a India.
No sé si vaya a poder escribir todas las semanas como lo había pensado. Tengo que ir planeando el viaje, buscar hostales, trenes, aviones y aprender, sobre todo, cómo se vive en esta cultura. Además, tengo que seguir buscando trabajo, me salen algunos artículos de vez en cuando por los que gano una cuecha, pero todo hueco es trinchera.
Esta es la peor entrada estéticamente. Tiene lugares comunes por todas partes, repeticiones, cero analogías... Usualmente escribo así primero y luego me pongo a retocar, pero bueno, esto va como una diarrea verbal, catarsis o como se les ocurra a ustedes llamarlo mejor que a mí.
Así que gente, por el momento, la protagonista del libro sigue en la novela.
El caballito de bambú comienza a mecerse.

Posdata: mientras terminaba de escribir esto, me di cuenta de que había un ratón corriendo por mi cama. :p

En Jama Masjid, la mezquita más grande de la India.

¿Te gusta cómo escribo? ¿Querés que Sobre el caballito de bambú se siga escribiendo, no por compasión, sino porque ser escritor es un trabajo que se respeta como cualquier otro? Entonces, porfa, compartí este texto en tus redes sociales o, si te sentís con ganas de hacer puntos karma positivos, dale clic en los botones que aparecen al lado derecho y suscribite, o dame lo que considerés justo por mi trabajo. Hacé de cuenta de que me invitaste a un café. ¡Mil gracias por leerme! :)



viernes, 19 de julio de 2013

Perrológica

(Siete buenas razones para irse a vivir con hordas de perros en el medio de la nada en la campiña alemana).

1. Arbeit! ¡Brete!
Algo que mucha gente no parece entender todavía es que, cuando viajo, no estoy todo el tiempo de vacaciones o turisteando por ahí. No entiendo qué los hace pensar eso de forma tan entusiasta e ingenuamente positiva: como dato curioso personal, en 11 años de haber ingresado al mercado laboral NUNCA me han pagado ni siquiera el salario mínimo establecido por ley. Además, al ser inmigrante ilegal, muchas veces uno tiene que darse con una piedra en el pecho por salarios de mierda, que pueden ser menos de $10 por día (sí, me ha pasado, me han explotado, la verdad). Por eso es que no todo el mundo vive del modo en que yo lo hago. Hay que hacer sacrificios en aras de un fin supremo: conocer el mundo ahora que hay juventud y salud con qué llenar la mochila, porque no hay garantías de que tan siquiera mañana vaya a ser así. Como dije anteriormente, el tiempo de los otros no es el mío. Este es un estilo de vida más bien nómada y muchas, muchas horas las invierto en trabajar así sea a cambio de sólo cama y comida.

Para quienes optan por vivir tan en las afueras de la zona de confort, existen tres sitios web que son de gran ayuda: HelpX, Workaway y WWOOF. Ahí, el mochilero desempleado y muerto de hambre puede encontrar docenas de trabajos en hostales, en fincas, cuidando niños o, como en mi caso hasta el momento: en dos hostales, en una construcción, en un campo nudista y, ahora, en un hotel para perros.

Primera razón de peso entonces para mudarse con hordas caninas, así sea en el medio de la nada.

2. Cuanto más conozco a la gente, más quiero a mi perro
Cualquiera que me conozca sabe que los animales me apasionan, y con los perros suelo tener una excelente relación, la cual me permite dialogar con ellos y preguntarles acerca de sus planes de conquista del mundo occidental. Ya para estas alturas, y en vista de que mi experiencia en Portugal trabajando en un backpackers hostel resulta ser una decepción, prefiero por mucho tratar con clientes de cuatro patas que con los impertinentes de dos. Así, no tengo ningún reparo en empacar mi mochila y enrumbar hacia Alemania en busca de cuidar más bien de los canes germanos y no de sus indeseables dueños, que ya me han fastidiado bastante la vida tocando el timbre a las intempestivas dos de la mañana para empezar sus vacaciones portuguesas en el Algarve.
Mi ático alemán y hermoso.

3. ¡Un cuarto con tele y un baño con tina!
Yo me declaro como una persona extremadamente territorial. Así, 100%. Suelo necesitar mi espacio, cuyo perímetro orinaría si eso estuviese admitido por los estándares sociales humanos. En vista de las circunstancias, después de semanas compartiendo el cuarto, la idea de tener algunos metros cuadrados de soberanía, así sea en tierras tan alejadas de la civilización alemana, resulta ser un poderoso aliciente. Y es que el hotel de perros no sólo ofrece la certeza de contar con la compañía de caninos a mi alrededor las 24 horas, sino la posibilidad de tener mi propio cuarto y un baño para mí sola (lujos que RARA VEZ se presentan en el camino). 

Cuando por fin llego, después de haber peregrinado por Hann y Düsseldorf, resulta ser aun mejor de lo que esperaba. En cuanto al baño (y esto calza casi que en la categoría de milagro) cuenta con una tina. ¡Mae, una tina! Mi fascinación por las tinas data desde tiempos remotos, cuando con tristeza me di cuenta de que había crecido demasiado para caber en la que solía usar de bebé y tuve que conformarme con la ducha de mi casa por los siguientes treinta años. De este modo, cada noche, de forma ritual, dejo a los perros viendo tele, disfrutando de algún documental sobre dinosaurios o sobre la juventud de Hitler, y me dedico a permanecer al menos media hora sumergida en la tina, con la certeza orgásmica de los placeres que se saben finitos. El cuarto, por su parte, está encaramado en una buhardilla (amo las buhardillas y al haber sido Mujercitas el primer libro que leí en mi vida, desde entonces tengo la peregrina idea de que una escritora debe escribir en un ático). A todo esto, mi cuarto viene con el bonus extra de un televisor empotrado en el clóset. No soy muy fan de la tele y cuando estoy viajando pasan meses sin que pose mis ojos en una pantalla, pero para escuchar alemán y aprender a discernir sus sonidos guturales me viene perfecto. No es que vaya a aprender mucho alemán con los perros, quienes a la postre resultan ser bastante bilingües y me contestan sin problema lingüístico alguno cuando les hablo en español. Lo cual nos lleva al siguiente punto:

4. Deutsch natürlich!
¿Creyeron que el haber sido despechada por un par de germano-parlantes masculinos me iba a desanimar de aprender la complicada (y para muchos espantosa) lengua de Thomas Mann? Fehler! No en vano cargo con el kilo bibliotecario de La montaña mágica, por muy poco mochilero que parezca.

En vista de la bilingüidad canina, para cerciorarme de las mejoras de meine aussprache, siempre puedo contar con el soporte lingüístico de Ilona y Linda, las dueñas del hotel, una pareja de lesbianas. Si bien es cierto que el escribir y una monstruosa traducción, cuya traumática experiencia será narrada en un capítulo aparte (créanme, se lo merece), me hace convivir con ellas mucho menos de lo que en realidad podría esperarse, al menos durante la cena tengo plena oportunidad de quebrarme la jupa construyendo frases en alemán, a riesgo constante de un derrame en el intento de decir que me pasen el pan, bitte. Por cierto: el pan alemán y yo no nos llevamos. Lo cual me lleva al siguiente punto:

5. ¡Comida de verdad!
Cierto: yo he pasado hambre en mi vida porque he querido. Es realmente inmoral decir que yo he padecido hambre como les sucede a millones de seres humanos alrededor del mundo, en una de esas catástrofes mundiales que, por ser cotidianas, pierden el trágico protagonismo que realmente se merecen.

Pero, a mi manera, cuando viajo de alguna u otra forma la verdad es que termino comiendo pésimo. Y puedo decir, con certeza, que aunque sea por voluntad propia, he pasado hambre, hambre crónica. No es raro para mí regresar a Costa Rica con los pantalones casi por las rodillas, como está comenzando a suceder ahora, en que estoy considerando seriamente comprarme una faja. No todos los hostales tienen cocina y al menos en Europa, comer en restaurantes es caro, de ahí mi nutrición cuyo feliz pilar es el Happy Meal de McDonald's.

Desde mi primer día en el hotel para perros, establezco mis límites ante Ilona y Linda: estaré dispuesta a hacer lo que sea, desde recolectar cacas de perros, cubrir los huecos que hacen en el jardín, sacarlos a pasear, alimentarlos, arrancar mala hierba (prueben a hacerlo con unas tijeras pequeñas y un azadón por ambos lados de una cerca de doscientos metros y verán de qué les hablo), e incluso, la carnicera tarea de cortar a mano 60 kilos de estómago crudo de vaca, pero no cocinar. No quiero castigar a nadie con eso, menos a dos personas que me han dado un cuarto en una buhardilla y un baño propio y de feria con tina.

Para mi suerte, tanto Ilona como Linda resultan ser unas cocineras de categoría de hotel de cinco estrellas para humanos exigentes y dolor de picha, y paso mi mes de reclusión canina alimentándome con comida de verdad. Ambas, como sucede como muchos alemanes, le rinden culto a los productos bio, de modo que tres veces al día tengo la sensación de estar masticando y saboreando algo tan abstracto como lo es la salud. Ni se diga de la ensalada de papa de Ilona: la mejor que he probado, algo digno de destacarse en una tierra donde el color amarillo de su bandera debe representar la legendaria Kartoffelsalat. A todo esto, la máquina de café, una carísima, pero capaz de machacar granos hasta destilar una bebida digna de los dioses, se convierte, para mí, en el objeto doméstico de culto de la casa.

Mención aparte merecen el pan y el legendario Apfelschorle, una bebida de manzana que supongo que hay que ser alemán y algo rubio para que la química funcione y pueda uno, si acaso, encontrarle el gusto a esa vara. En cuanto al pan, asumo que los alemanes, siempre tan pragmáticos, están dispuestos a hornearlo de forma tal que sirva también como ladrillos de barricadas para prevenir inundaciones y otros aludes, de los cuales padecen seriamente en este verano en que llego a su ario país; consabido es que a mí una nube suele perseguirme. ¡Puta vara más dura! Ya incluso partirlo requiere, mínimo, de una katana Hanzo. Mis primeros intentos por tan sólo cortar una rodaja desembocan en la pregunta por parte de Ilona acerca de si, aquella mutilación panadera, es obra de Zitalla, la loba canadiense que habita en la casa y que suele mordisquear de madera para arriba. Lo cual me lleva al siguiente punto:
Zitalla and Ruby.

6. ¡Perros!
Desde que tengo memoria, nunca me ha parecido que tenga la cantidad suficiente de perros y mi sueño filantrópico es algún día ponerme mi propio albergue, donde todo aquel can que ha sufrido una vida miserable pueda, finalmente, encontrar la paz que se merece todo ser vivo, sin importar si camina en dos o cuatro patas. Me encantan los perros y es aquí donde este punto se bifurca en decenas de razones, así como clientes, huéspedes o residentes tiene este hotel: Sam, el golden retriever de babas constantes; Oli, el pequeño felpudo blanco que me sigue a todas partes; Paula y Ledchen, un par de hermanas labradoras; Syd, el pastor blanco con posibles problemas de la vista; Anton, el perro distinguido de un ojo azul y otro café, de voluminoso pelaje, que lo hace parecer traer su propio abrigo todo el tiempo; y así podría seguir porque durante mi estadía transcurren paralelamente las estadías de innumerables perros. A todos estos, huéspedes, hay que sumarles los que llegan únicamente a guardería y los de planta: Ruby, una miniatura de ladrido agudo; Matilda, otra pequeña energética; Kami, una perra de talla equina, gigante y con poco cerebro, pero un alma enorme que se encarga de rellenar todo el resto de su corpulencia; Rosella, una anciana griega disfrutando de la vida pausada de la vejez, y la tímida Zitalla, una loba canadiense capaz de devorar todo a su paso (también el pan).

Me llama la atención que muchos de los perros concurrentes cuentan con pasaporte internacional. Hay una considerable cantidad de griegos, algunos españoles y uno que otro balcánico. Tal parece que en Alemania hay una escasez de perros, la cual suplen con canes forasteros que emigran desde albergues en sus respectivas naciones en busca de una vida mejor, ya bien dicen que Alemania es la tierra de las oportunidades en medio de la crisis de la zona euro. Se me hace fácil imaginar a algunos de los casi un millón de zaguates que vagan por las calles de Costa Rica abordando un barco como lo harían los inmigrantes en el siglo XIX, dispuestos a encontrar en Alemania a alguien que los quiera lo suficiente como para comprarles un tálamo, darles comida enlatada y pagar 15 euros por día para que asistan al kinder y se instruyan.

Sin embargo, de acuerdo con las estadísticas, tal parece que cualquier perro que desee inmigrar debe tomar en cuenta que a los alemanes parecen gustarles los perros grandes. Grandes tamaño mínimo labrador, tamaño glorioso un gran danés. Ha de ser porque como son altos tal vez les da mucha pereza agachar la cabeza para un simple contacto visual y buscan un perro que, al ponerles las patas encima, pueda mirarlos directamente a los ojos.

Esta característica de grandes dimensiones he de admitir que me complica un poco la existencia. Normalmente si mi beba Lu, mi french poodle de mentalidad limitada, se rehúsa a moverse, basta con ir hacia ella y cargarla. Si no es por las buenas, entonces será por las malas. Pero imposible, por ejemplo, cargar a Benet, un gran danés cuya cabeza sola bien podría ser un french poodle completo. Entonces sería por las malas, por las pésimas, para mí. Tengo certeza de que muchos de esos perros deben pesar más que yo. Ahora, imagínense lo que es intentar darles de comer a diez de estos al mismo tiempo, separarlos cuando se pelean o reunirlos mientras están jugando en un jardín gigantesco (tan gigantesco que incluso cuenta con un estanque) para que se vayan a dormir todos juntos. No es precisamente fácil ser la jefa de la manada.
Kami y Matilda... sí, encuentren al segundo perro en la foto.

7. Aprender a estar sola
El hotel, Hundelogik, algo así como “Perrológica”, se encuentra ubicado cerca de la ciudad de Bielefeld, que según cuenta una leyenda urbana alemana, es una ciudad que no existe. Como dije “cerca”. Para mayores referencias, está más bien “cerca” de un pueblo llamado Halle (hay dos Halle en Alemania; éste, a donde he ido a encallar, es Halle Westf). “Cerca”. Lo cual quiere decir en realidad que el hotel está literalmente en el medio de la nada, a plena campiña desnuda alemana, y para ir tan siquiera a comprar cigarros es preciso agarrar bus. Cada noche, cuando me asomo por la ventana de mi buhardilla, no veo ni una sola luz encendida hasta donde me da la ceguera nocturna.

Ahí, entonces, paso casi un mes y salgo únicamente en dos ocasiones: una al pueblo para ir a comprar una nueva batería para mi laptop (artículo que no encontré, lo cual no es de sorprenderse considerando las dimensiones del pueblito de marras) y otra para acompañar a Ilona a traer materiales de construcción para remodelar su oficina. En total, podría decirse que en ese mes paso fuera del hotel tan sólo tres horas. Se trata, efectivamente, de un retiro canino y monacal, en donde los días transcurrien trabajando en el jardín y con los perros durante cinco horas diarias, y luego trabajando solitariamente en mi cuarto, escribiendo o traduciendo.

Ahora que lo miro en retrospectiva, me doy cuenta de cómo he cambiado. Me he acostumbrado de una manera a estar sola, que si acaso me entero de que nunca salgo. Me parece que este viaje más bien está arruinando mis capacidades de socialización y, por el contrario, parece ser una lección de no esperar nunca nada más de nadie, ni depender de nadie, ni confiar en nadie. Lo único que se me antoja es estar con los perros y dormir con tres o cuatro en mi cuarto cada noche, con al menos uno de ellos en mi cama, bajo el edredón. ¿Un mae? No, gracias; si quiere, puede dormir en la alfombra.

Por eso es que lo considero casi como un periodo de monasterio. Monasterio en el sentido incluso de alcanzar cierta sabiduría. En realidad, los perros son muy sabios, pero los humanos nos limitamos a elogiarlos de vez en cuando y no aprendemos de lo que predican detrás de sus ladridos. No voy a entrar en las frases acerca de su fidelidad o de que se conforman con poco. Pedirle a un ser humano lo mismo me parece ilógico. Imagínense que bizarro sería, por ejemplo, que yo me les tirara encima a abrazarlos a ustedes y llenarlos de besos babosos cada vez que entraran por la puerta, en éxtasis, así nos hayamos visto hace tan sólo dos horas y que me conformara con que me rascaran la cabeza a cambio. O sea, no.

Más bien, me enfoco en la sinceridad del perro. Con el perro es fácl: si le caes bien, todo tuanis, y si no, te lo demostrará. No hay hipocresía en el perro y, sobre todo, no hay reparos en demostrar que realmente te necesita o te detesta. Le da igual: lo que siente, te lo expresa sin ningún miedo al rechazo y por eso, si te lo llegás a ganar, su amor nunca se acaba. Tiene que ser la libertad más hermosa, la más sublime, la más pura. La libertad de dar porque te nace, desde la punta de la nariz con la que te huele hasta la punta de la cola que mueve con alegría.

Esa es la perrológica: la que todos deberíamos aprender, empezando por mí.

¿Te gusta cómo escribo? ¿Crees que ser escritor es un trabajo que se respeta, como cuidar perros alemanes o cualquier otro? Entonces, porfa, compartí este texto en tus redes sociales o, si te sentís con ganas de hacer puntos karma positivos, dale clic en los botones que aparecen al lado derecho y suscribite, o dame lo que considerés justo por mi trabajo. Hacé de cuenta de que me invitaste a un café. ¡Mil gracias por leerme! :)


viernes, 12 de julio de 2013

Imagine Belfast...

Belfast es una ciudad peculiar, por no decir bizarra. De esas que nunca podré llegar a olvidar. No porque sea considerada el útero del que nació el Titanic, muerto prematuramente en las heladas aguas del Atlántico, como todos sabemos desde hace más de un siglo. Tampoco por su hermosa arquitectura, que europeamente se ve desperdiciada en bancos y en minisupermercados. Ni siquiera por los buenos recuerdos que puedo guardar de un sofá abandonado en uno sus estacionamientos, una noche fría en la que me dio igual el clima. Para eso me quedarán las fotos o cerrar los ojos un instante, si acaso lo necesito.

La razón por la que creo que nunca olvidaré Belfast es su atmósfera. Una que parece no sentarle
bien a nadie y que hace que la ciudad prácticamente muera con los atardeceres cada día. Un aire cargado, nada amistoso, y que me hace voltear la cabeza constantemente mientras camino por sus calles. Una sensación de que constantemente estoy cruzando hilos invisibles dentro de los cuales puedo quedarme atascada. Un aire pesado, tenso. Una vibra difícil de asimilar, más allá de su lluvia taciturna de crepúsculo. Un aire gris y color verde musgo, como desde antes me lo había imaginado (no sé por qué, pero siempre me había imaginado a Belfast bajo ese abstracto cromatismo). Belfast es color gris y color verde musgo. Musgo. Un musgo que se atasca en los pulmones. Tal vez sea por eso que Belfast no respira bien. Y es que es imposible que lo haga cuando tiene un muro atravesado en la mitad.
El muro de Belfast.

El muro, que aún no entiendo cómo no había escuchado hablar nunca de él hasta que me lo topé, lleva el cínico nombre de Peace Line. Divide a los barrios católicos o republicanos de los protestantes o leales a la corona (ustedes elijan cuál denominación les parece más políticamente correcta; para mí todas son ridículas). Permanece ahí desde hace años, por algunos kilómetros intermitentes, de forma concreta y tangible, más allá de las ideas, siempre tan abstractas. Por si acaso a alguien le interesa fraternizar, cuenta con algunos portones, a veces vigilados incluso por la policía, que se cierran religiosamente a las cinco de la tarde, para que no se agarren a palos entre protestantes y católicos por asuntos que no tienen nada de vaticanos.

Es, prácticamente, un muro de Berlín, algo que yo creía que se había quedado perdido en el siglo pasado, con todas las irracionalidades con las cuales se drogó el siglo XX. La función viene a ser casi la misma: un muro que se atraviesa entre calles con casas y gente que a simple vista se ven exactamente iguales, para hacerlas diferentes en el mal sentido de la palabra. Un muro decorado con murales políticos: del lado protestante plagado de banderas británicas; del lado católico cargado de murales con los mártires que murieron en huelga de hambre por la independencia de Irlanda del Norte, héroes del Sinn Fein y algunas muestras de solidaridad con otros pueblos con los cuales aseguran compartir destinos manifiestos y semejantes, como Palestina, Cuba o qué sé yo. Un conjunto de ladrillos que a nadie parece molestarle, aunque se atraviese en el medio del camino.
Lado británico.

Lado republicano.

Por lo poco que había sabido de Irlanda del Norte tenía una noción de que aquello no era precisamente la tierra que se imaginó John Lennon. Las bombas colocadas por el IRA, los disturbios durante 30 años conocidos como The Troubles (vaya nombre creativo que escogieron para denominar un problema político), alguna literatura desperdigada sobre el Sinn Fein y la película En el nombre del padre, más o menos me habían hecho imaginarme a Belfast como un lugar de esos caóticos y políticamente problemáticos que suelen llamarme tanto la atención. Razón de más para ir entonces.

Para quienes lean este blog y no sepan mucho de qué va la película, la vara es bastante simple: Irlanda obtuvo su independencia de Gran Bretaña en 1919, pero Irlanda del Norte aún forma parte de Reino Unido. Hay gente a quien esto le parece súper bien, a otros súper mal. Y, desde entonces, se agarran a pichazos tratando de resolver la cuestión, con algunas bombas de vez en cuando si la vara llega a ponerse hardcore. Fin de la historia.

O bueno, no tan fin. Ingenuamente, yo creí que todo esto era parte de un tristemente célebre pasado, que ya había caducado, como caducó el muro de Berlín y que ahora hace impensable tan siquiera considerar una Alemania comunista, algo tan absurdo como pensar en medio Japón poblado de negros. De este modo, yo pensaba si acaso encontrarme con algunos residuos de historia de la cual aprender. Pero no: con lo que me encontré fue con un presente que todavía existe. En Belfast sigue habiendo un muro y lo más extraño es que a nadie parece importarle, como si hubiera crecido ahí, al natural, cual árbol surgido por generación espontánea. O bueno, al menos eso parece porque mientras estuve ahí, no vi a nadie con ningún mazo tratando de derribarlo.

Pero el muro va más allá. Y es eso lo que me da la sensación de que voy caminando entre hilos invisibles que no sé si debería cruzar o no.

Para comenzar, Belfast al menos a mí me dio en las noches la impresión de una ciudad fantasma. La Royal Avenue, que durante el día es un hervidero de gente (entre la cual la verdad yo no distingo quién es protestante o católico), a las ocho de la noche está muerta. Mientras camino en compañía de él, quien tenía un nombre tan bonito, y la uruguaya violinista (personajes que tal vez recuerden del capítulo Él, quien tenía un nombre tan bonito) no puedo evitar la sensación de que el apocalipsis zombie finalmente ha ocurrido y que los tres somos un grupo de supervivientes, el cual en algún momento tendrá que vérselas con Rick y compañía en una versión irlandesa de The Walking Dead. Mae, es que ahí no hay nadie. Absolutamente nadie. Ni un ruido, ni música, ni autos, ni siquiera un perro ateo y apolítico vagando por ahí.

Tenemos que caminar más, mucho más, hasta encontrar un bar abierto este lunes por la noche. Un lugar que parece más la planta baja de un hotel, pero donde la cerveza sabe igual que en cualquier parte.

Nos sentamos en la terraza para fumar y a los pocos minutos, dos irlandeses de la mesa contigua se acercan para hablarnos. Uno de ellos lo hace en un español madrileño, obtenido a fuerza de trabajar en la capital ibérica, cuando España era tierra en donde los inmigrantes podían comer. Es una situación peculiar, mientras permanezco sentada entre este irlandés hispanohablante y él, quien tenía un nombre tan bonito, que por muy eslovaco que sea, también habla castellano con todas las c y las z que yo ni pronuncio.

Sin embargo, la situación está a punto de volverse más peculiar, aunque estén hablando de algo tan ordinario como lo es el fútbol, según los cánones de socialización de buena parte de la población masculina a nivel mundial. Yo no sé en qué momento, porque no tengo el detector de católicos activado, el irlandés que habla español se persigna. No sé si lo hace porque espera que el Atlético de Madrid gane alguna vez e invoca a Dios para esas nimiedades. Yo siempre he creído que Dios ha de ser un señor muy ocupado y no me gusta molestarlo para ese tipo de caprichos, pero hay gente que le gusta abusar de su omnipresencia; asunto de cada quien. En todo caso, ni siquiera me doy cuenta de que se persigna, porque la conversación lleva minutos girando en torno a una bola de fútbol y cualquiera que me conoce sabe que a mí eso ni me fu ni me fa.

Sin embargo, un mae enorme, calvo y alto, algo así como el prototipo de matón de película de acción de quinta categoría, que se encuentra también sentado en la terraza, sí que se ha dado cuenta de que el irlandés que habla español se ha persignado. Y mae, al chile que no le cuadra la vara. No le cuadra al grado de comenzar a armarnos bronca y a decir que es un fucking catholic who likes to talk to bloody foreigners. Más tarde me enteraré de que a este bar al que hemos ido es de protestantes, y que a ellos no les caen muy bien los extranjeros que digamos, así que no era del todo recomendable haber ido a tomarse unas cervezas ahí, aunque sea esta una bebida que suele unir a los pueblos.

Intimidados, los dos irlandeses, la uruguaya, el guapo eslovaco del nombre bonito y yo preferimos irnos adentro a continuar con la cerveza, lejos del calvo, quien nos ha demostrado ser tan amistoso y tan tolerante. Se me acciona entonces mi curiosidad legendaria y me da por la preguntadera. ¿Que no se suponía que todos esos problemas entre protestantes y católicos eran del siglo pasado? ¿Que no habían encontrado ya formas más diplomáticas de hacerse entender entre ellos? ¿Que no se había convertido todo aquel despiche por la independencia de Irlanda del Norte en una mesa de negociaciones aún sin fin, cierto, pero al menos ya sin sangre que salpicara la superficie donde se sentaban amistosamente a tomar el té?

“Claro, ante las cámaras”, dice el irlandés que habla español. “Pero aquí todo sigue igual. Nos seguimos dando de golpes”.

Y para comprobarlo, el otro irlandés, el que no habla español, comienza a enseñarnos algunas de las cicatrices de las 27 puñaladas que lleva hasta el momento. Algunas de peleas contra protestantes, otras, porque durante un tiempo se dedicó a robar carros (sí, la gente con la que yo me siento a tomar cerveza en una ciudad que ni conozco, un lunes por la noche...). Que se me hace que ninguno de estos dos va mucho a misa. De hecho, el que habla español incluso se declara ateo. Pero ante los protestantes está en una categoría un poco similar a la de cardenal.

El hombre calvo ahora se ha pasado a una mesa justo enfrente de la nuestra y sigue diciéndonos varas. En el poco tiempo que llevo en Irlanda me he dado cuenta de que me cuesta un pichazo entender este acento irlandés-piratesco, así que no capto mucho de lo que dice, pero al rato el irlandés que no habla español se levanta y comienza a seguirle el juego. Veo una pelea venir justo enfrente mío.

“Don't worry”, me dice el irlandés que habla español. “He won't hit you. You are a girl. Besides, we are three guys”. Asume que contará con la asistencia del guapo eslovaco, pero este se encoge de hombros y me dice por lo bajo: “You know, I don't feel like running today...”.

La uruguaya por fin hace algo útil más allá de matarme el lance con el eslovaco y llama a una camarera para que saque al hombre calvo del bar. No es que una chica rubia y flaca pueda hacer mucho si ya está corriendo la sangre por la alfombra, pero en esta etapa preliminar verbal al menos logra que cada quien regrese a su sitio.

Yo me he quedado paralizada, pero morbosamente fascinada a la vez: que esto siga ocurriendo con tanta intensidad hasta la fecha en que escribo me parece sorprendente, por decir lo menos.

Lado británico.

Lado republicano.

Al día siguiente, decido ir a caminar por un barrio protestante, por uno católico y cruzar una Peace Line para comprobar por mí misma las diferencias. Los irlandeses nos ofrecen llevarnos en un tour personalizado, pero después de decir con entusiasmo que sí, me lo pienso mejor y decido ir sola. No es que confíe mucho en un desconocido que ha recibido 27 puñaladas en su vida. Además I am a girl anyway. Me siento más segura por mí misma a estas alturas.

Las guías turísticas no recomiendan caminar por ahí después de las siete de la noche y un mae del hostal me ha dicho que no es buena idea caminar por Shankill, uno de los vecindarios más recalcitrantemente leales a la corona británica, porque soy extranjera. Pero bueno, aunque soy de la política de que al lugar que fueres, haz lo que vieres a mí nadie me va a decir por dónde tengo que caminar o no. Es una mañana soleada y no es que me voy a poner discutir sobre Margaret Tatcher con todo aquel que se me cruce por la calle.

Tal como lo sospechaba, nada pasa en realidad. Tanto Shankill (el protestante) como Falls Road (el católico) son vecindarios de lo más normales, con casas de ladrillos, jardines y gente como la de toda la vida deambulando por ahí. La única diferencia es la parafernalia política que los decora: mientras en uno los postes de luz tienen banderas británicas, en el otro hay banderas irlandesas. Mientras en uno hay grafitis de orgullo británico, en el otro hay grafitis de orgullo irlandés. El católico a todas luces parecer ser el más comprometido con su causa, tal vez porque son minoría, y cuenta con más murales y un pequeño jardín en memoria de quienes han perdido la vida luchando por borrar una línea invisible.

Cuando cruzo la Peace Line por uno de los portones, sólo estoy yo. Yo y un mural enorme en el pedazo de pared que marca el breve territorio neutral que tarda uno en cruzar una verja. Imagine, dice irónicamente, en unas letras grandes que al parecer no motivan a nadie a leerlas.
Peace Line. 

Me siento al frente del mural y no puedo dejar de pensar en lo contradictoria que es la gente. Si tengo que quedarme con alguna de estas absurdas etiquetas para dos vecindarios que se ven exactamente iguales, me quedo con la de republicanos y leales a la corona. La religión está descartada, el pésimamente mercadeado Jesús no tiene ciertamente nada qué ver en todo este asunto. Me recuerda a El evangelio según Jesucristo de Saramago, uno de mis libros de culto. En uno de los que debe ser de los pasajes más brillantes de la historia de la literatura, el demonio busca tentar a Jesús en el monte de los olivos. Aunque nadie sabe en realidad de qué hablaron ese par en esas amenas horas de té, toda especulación gira en torno a María Magdalena y la tentación de la carne. Un cliché que intenta ser vanguardista. Pero en El evangelio según Jesucristo se habla de una tentación que a mí me parece aun más irresistible: el diablo le enumera a Jesús cómo morirán todos sus amigos y tantas y tantas personas en su nombre, y le pregunta si eso en verdad vale la pena. Si derramar tanta sangre en su nombre es algo tan siquiera moral. Me pregunto si Jesús estaría de acuerdo al venir aquí y ver el muro.

Pero incluso, si dejamos la religión de lado y nos enfocamos en la política, esto carece de sentido. La bandera irlandesa, que tan orgullosamente ondea en los vecindarios republicanos, es una de las que más me gusta, pero cuyo significado también se ha perdido: el verde representa a los católicos, el anaranjado a los protestantes y el blanco la paz que debería unirlos en el medio. Pero a nadie parece importarle. Y después la gente me pregunta por qué insisto en no tener bandera.

Esta entrada la escribo desde Berlín, mientras espero por una visa para ir a India, en otro de esos juegos de líneas invisibles que a la gente tanto le gustan. Otra ciudad que también tuvo un muro. Muros, visas, fronteras... Corren tiempos difíciles para los viajeros. Y más aun para aquellos que quieren simplemente imaginar un mundo sin tanta mierda que se atraviese, aunque John Lennon haya dicho alguna vez Imagine there's no countries, it isn't hard to do...



¿Te gusta cómo escribo? ¿Crees que ser escritor es un trabajo que se respeta, como cualquier otro? Entonces, porfa, compartí este texto en tus redes sociales o, si te sentís con ganas de hacer puntos karma positivos, dale clic en los botones que aparecen al lado derecho y suscribite, o dame lo que considerés justo por mi trabajo. Hacé de cuenta de que me invitaste a un café. ¡Mil gracias por leerme! :)


viernes, 5 de julio de 2013

El tiempo de los otros

El tiempo de los otros es ese que no es el mío, pero que, curiosamente, se vuelve también mío. Ese, por ejemplo, cuando miro en el Facebook que él está en verde y no me habla, y yo no le hablo tampoco. Ese, que se prolonga por minutos, horas, semanas, meses. Años. Ese que se estira y que creemos que se seguirá estirando por siempre.

Desde niña, he sido impaciente. Y cuando me preguntan por mis defectos, ese es casi siempre el que saco primero a relucir: impaciente. Los demás, arrogante, inestable y que no sé cocinar van surgiendo después. Ahora me pregunto por qué siempre es ese el que menciono primero. Supongo que es porque es el que más me ha arruinado la vida.

Y sin embargo, muy en el fondo de mí, no lo considero como un defecto. Lo considero una virtud. Lo que pasa es que mi tiempo es diferente al tiempo de los otros.

El tiempo de los otros parece ser eterno. Va más lento que el mío. A veces lo envidio, porque me da la sensación de que los demás son inmortales. “No importa si hoy no nos pudimos ver. Lo haremos el fin de semana que viene”. “Tranqui, no te precipités, ya habrá tiempo”. “Hay un tiempo para todo”. “Mae, no lo presionés. Dale tiempo”. “El tiempo lo cura todo”. Y es que, al fin y al cabo, hay más tiempo que vida. Nunca he entendido esa frase. ¿De qué sirve que haya más tiempo que vida si no vas a estar ahí para vivirlo? Pero ese es el idílico tiempo de los otros: siempre tienen otras oportunidades. Siempre tienen algún día.
Aunque Dalí sea mi pintor favorito, no creo que el tiempo se estire.

En el mío, no. En el mío no hay paz hasta que no lo diga, hasta que no lo haga. Mi tiempo va muy de prisa. Quizás por eso estoy sola. Porque en mi tiempo no hay horas para extrañarte. En mi tiempo sólo hay horas para amarte. En mi tiempo no hay silencios que valgan la pena, a menos que estén acunados por tu respiración. En mi tiempo, no hay otro miedo que algún día despierte y me atragante con el te amo que nunca te llegué a decir y me falte el aire. Pero esas palabras, a vos, te asustan.

Me disculparía. Lo sé: es como caminar en un pasillo muy estrecho lleno de cristales frágiles. Y yo entro de golpe, corriendo como siempre y lo quiebro todo a mi paso. Lo echo a perder. Pero no me disculpo, la verdad. No lo siento. Lo único que de verdad siento es que vivamos en un mundo donde amar dé miedo. Me da pena que te hayan lastimado al grado de que sentir algo, aunque sea positivo, duela. No sé en qué momento salvar la autoestima, el ego, el orgullo o lo que sea se convirtió en algo más importante que amar. Cuánto sufrimiento ha de haber detrás de un acto así. Me parece lo más triste del mundo.

Y mientras tanto, el tiempo pasa. En el tuyo, habrá más días. Y en el mío también. Quizás. El problema es que los dos creemos que tenemos tiempo. Y yo intento bajar la velocidad del mío para esperarte, trato de ajustarme a ese tiempo de los otros en el cual las cosas algún día tendrán que suceder por mera insistencia, por mera inercia casi, pero no por pasión. Así que ahí estás, en verde, y probablemente sabés que yo estoy ahí, en verde. Y no nos decimos nada. Me he contagiado, lo admito, de esa lentitud exasperante. Me flagelo con la peor de las torturas, que es esperar. El que espera, desespera. En eso sí estoy de acuerdo. Es más, yo no debería ni siquiera fumar marihuana, porque así el tiempo que me falta para verte de nuevo se hace aun más y más largo, como si ya, de todas maneras, no lo fuera. Porque en ese tiempo de espera más bien podría decirte que me moriré amándote. Que mi tiempo está lleno de vos. Que no hay nada que me gustaría hacer más ahora, ahora, hoy, no mañana, ni el mes que viene, no, hoy (que es el hoy lo que cuenta, según dice contradictoriamente también ese tiempo de los otros, que es también el tuyo), en fin, hoy, no hay nada más que desee que correr a tu lado y llenar ese tiempo de espera irracional con el doble de besos. Pero claro, eso te asustaría, es verdad. Y me heriría a mí el saber que te asusto, así que seguiremos viendo el verde. Ese verde que da permiso para mucho, pero que en realidad es una mala broma daltónica.

Y no es que no lo entienda. O sea, es como construir un puente y dejar que pase un camión de carga cuando aún no se ha terminado. O como ponerse el vestido sólo con los alfileres. O como sacar el pastel del horno antes de que se enfríe (no sé cocinar, pero esa es una enseñanza culinaria que me marcó para siempre). En fin, hay innumerables ejemplos de cómo la impaciencia se caga en todo, por eso es que la seguiré mencionando como mi principal defecto, porque yo sí que me he cagado en todo también en otros innumerables ejemplos. Lo que no puedo concebir es que en ese proceso lento (lento, pero seguro, otra frase típica del tiempo de los otros) yo no deba ni siquiera hablarte. Te podría decir tanto, un tanto hermoso, que no veo por qué debería de perturbarte, pero lo hace. Y así, ese silencio te protege de mi amor. Y a mí del rechazo. Y así, es cómo ese tiempo de los otros se convierte también en el mío.



Y entonces descubro que en realidad, en mi tiempo sí existe ese algún día del que todos hablan. Ese algún día, cuando despierte y me atragante con el te amo que nunca te digo y me falte el aire. Ese algún día es hoy. Y lo será también mañana. Será entonces el tiempo tuyo, el mío, el de los otros. Pero no el nuestro. Nunca el nuestro.



¿Te gusta cómo escribo? ¿Crees que ser escritor es un trabajo que se respeta, como cualquier otro? Entonces, porfa, compartí este texto en tus redes sociales o, si te sentís con ganas de hacer puntos karma positivos, dale clic en los botones que aparecen al lado derecho y suscribite, o dame lo que considerés justo por mi trabajo. Hacé de cuenta de que me invitaste a un café. ¡Mil gracias por leerme! :)