viernes, 6 de diciembre de 2013

One day baby we'll be old and think about the stories that we could have told...

Como un mantra, caído desde la radio en el carro de Miguel (mi amigo español, quien me conduce hacia el aeropuerto de Munich para tomar mi vuelo hacia Delhi), la canción repite lo mismo una y otra vez: One day baby we'll be old and think about the stories that we could have told...

Esa pasión por coleccionar historias. Por coleccionar recuerdos, pues de eso está hecha la vida: de recuerdos. Creemos ingenuamente que la vida está hecha de presente, cuando en realidad está hecha de pasado. El presente es tan fugaz... El presente es como un chorro de agua que intentamos atrapar con la mano, pero solo nos quedan unas gotas apenas de lo que fue y eso es todo. Lo que hicimos esta mañana es ya recuerdo. El primer párrafo de esta historia es ya recuerdo. La frase que recién escribí también es recuerdo. La palabra anterior, “recuerdo”, es un recuerdo. Todo es recuerdo. Un recuerdo, una historia que se podrá contar, y esa historia es nuestra vida.

Mi primer día en Delhi escuché esa canción sin cesar, mientas me debatía en mi primer ataque de pánico en la historia, en un cuartucho en un hostal de mierda del Main Bazaar, un hueco abierto hacia el infierno en esta tierra, con el calor infernal consecuente de un julio tórrido y monzónico en la capital de India: One day baby we'll be old, oh baby, we'll be old and think about the stories that we could have told...
En los Himalayas, en la segunda carretera más alta del mundo, a 5359 metros sobre el nivel del mar.

Algún día seré vieja y pensaré en todas esas historias que pude haber contado, pero que no quise escribir. Mi historia de la India. Mi libro sobre la India. ¿Quería acaso que fuera esta mi historia de cómo permanecí sólo 48 horas en Asia y me regresé aterrada a casa, ante la perspectiva de estar sola literalmente al otro lado del mundo? (Si comienzo a moverme más hacia el este, comienzo a devolverme: Costa Rica está geográficamente al otro lado del planeta). ¿Quería brincar desde el Main Bazaar hacia el aeropuerto, con plata prestada, para volver a la zona de confort de mi casa? ¿O quería en verdad seguir cavando más profundo ese agujero hacia el infierno abierto en el Main Bazaar de Delhi, atravesar por el fuego del centro de la Tierra que es India y salir por el lado opuesto hasta volver a casa? Pues sí. ¿Qué clase de protagonista sería yo entonces si me regreso ahora? Y así, pensando en la Andrea ya anciana, quien tendría que contar la absurda historia de cómo duró sólo dos días en la India porque se cagó del miedo, decidí darle algo mejor de qué escribir y, al final, me quedé cuatro meses. Cuatro de los meses más difíciles y retadores de mi vida.

Mientras escribo estas líneas, en un paraje recóndito de Kerala, al sur de la India, en una playa casi desierta, que es como un margen olvidado de la página donde nadie más viene a escribir historias, (solo un mae mitad alemán, mitad indio, quien se abrió un hostal hace seis semanas que parece condenado al fracaso), me quedan tan sólo cuatro días para marcharme de India.

Hace cuatro meses, en Delhi, puerto de entrada y salida para numerosos mochileros, veía a aquellos que se marchaban con un dejo inevitable de envidia. O más bien, dejo no: mucha envidia. Envidia porque ya habían sobrevivido para contarlo y se marchaban de nuevo a sus casas en occidente, donde la superpoblación no te hace luchar por tu espacio en el mundo todos los días. Podrían envejecer en paz sin pensar en las historias que podrían haber contado. O más bien, no sólo sentía por ellos mucha envidia, sino mucha admiración. Admiración. Y pensaba: “Nunca voy a poder ser como ellos. Los 46 países en los que he estado anteriormente no me han servido de nada. Mi mochila es el bulto de la escuela. No puedo decir que yo he viajado hasta haber venido a India”. Y ahora, heme aquí, encontrándome con viajeros recién llegados a quienes puedo dictarles una pequeña lección mochilera de cómo manejarse en este caótico subcontinente.

No me gusta alardear de lo que puedo hacer. O al menos, eso trato. Pero a cuatro días de acabar con mi estancia aquí, me siento muy orgullosa de mí misma. Súper orgullosa, más orgullosa de mí misma que nunca. Toda persona que venga a la India merece respeto. Y, sobre todo, toda mujer que venga por sí sola a la India merece admiración. Porque hijueputa país, no es nada fácil.
En Jodhpur, la ciudad azul.

India es como el bicho feo que uno encuentra en la cocina. El primer impulso es matarlo con la escoba. Asusta. O más que asusta, espanta. Pero luego, con el tiempo, uno se da cuenta de que si sabe cómo tratarlo, no pica y, de hecho, puede resultar hasta inofensivo. Entonces, o lo amás o lo odiás. Yo no lo amo, ni lo odio. Porque la India, como país de extremos, donde se encuentra la tercera parte de la población más pobre del planeta y el número más creciente de millonarios en dólares del mundo, te pone también en extremos. Nunca, en ningún otro país, tus sentidos se pondrán más a prueba: nunca habrá para mí en el mismo país tanto escándalo como en una calle de Delhi y nunca habrá tanto silencio como una noche en el desierto de Rajasthan. Nunca estaré tan alto como en el Taglangla Pass, a 5359 metros sobre el nivel del mar, entre los Himalayas, y nunca tan bajo como al zambullirme en el mar arábigo. Nunca habrá tanta fiesta como en un fantástico club en Goa, ni nunca tanta paz como en un monasterio budista en Dharamsala, en el medio de los Himalayas. Nunca habrá tanto calor como al visitar la tumba de Humayun, ni nunca tanto frío como al acampar en medio de las montañas en Cachemira. Nunca habrá escena tan espantosa como los mendigos en las escaleras de la Jama Masjid, en Delhi, ni escena tan hermosa como el paisaje lunar de la carretera entre Manali y Leh. Nunca me sentiré peor que ese día en ese cuartucho en Delhi, ni nunca tan feliz como en la parte trasera de la motocicleta de ese israelí, recorriendo la orilla del mar en Goa al atardecer. India, nación bipolar y de extremos, como yo. Quizás por eso es que nos cuesta tanto llevarnos. Somos demasiado parecidas.

No me reconozco ya en esa Andrea atrincherada en un McDonald's de Delhi, comiendo las papas fritas con una servilleta, aterrada de los gérmenes indios, cuando hice de tripas corazón y palabras y hechos e historias y salí por primera vez a recorrer las calles de India sola. Esa, que  inocentemente preguntó por un supermercado en pleno Main Bazaar. Esa, que no se subía sola en un rickshaw. Esa, que no sabía regatear en un mercado. Esa, que no sabía reservar un tiquete de tren entre las venas ferroviaras por las que recorren millones de indios este país cuyo corazón nadie sabe dónde queda, pues tiene muchos. Esa, que creía que ya no lloraba al despedirse y que agonizó lentamente mientras se despedía de su héroe israelí en una parada de buses, intentado desprenderse de él como un trago de tequila, cuando aquello acabó por ser como tomarse toda la botella, lenta y dolorosamente. Esa, que no tenía en su mochila todas las historias que yo tengo ahora.
La Cow y yo en el desierto de Jaisalmer.

Y eso es lo que hace una buena historia: que el personaje evolucione. Que se convierta en alguien más de lo que alguna vez jamás soñó ser. Son muchos los que vienen por aquí en busca de encontrarse a sí mismos. Yo no necesitaba venir aquí para lograrlo, pero sí quizás para volver a sentir, que es a lo que más temo quizás. Temor a sentir miedo, amor, desesperación, paz, soledad. Volver a sentir lo que es enfrentarme a mí misma, con todo lo que llevo adentro. Y sacarlo, fumándomelo en una pipa llena de hachís o respirando el aire cálido del mar arábigo, en las costas de Kerala. Y convertirme en alguien más fuerte de lo que pensaba.

Y por lo demás, las historias, que me llevo en la mochila, junto con una nueva bandera por coser en ella. La historia de cómo aprendí a montar a camello. La historia de cómo acabé frente al Dalai Lama. La historia de cómo terminé en un hospital indio (dos veces). La historia de cómo hice un esfuerzo para no llorar frente al Taj Mahal. La historia de cómo flotaba una vaca muerta al lado mío en un bote por el Ganges. La historia de cómo en una azotea, bajo las estrellas, mientras las mezquitas se despertaban para orar al amanecer en Jaisalmer, me di cuenta de que estaba entre unos brazos de los cuales no quería desprenderme, así significase perder el bus, el tren y el avión. La historia de cómo lloré mientras incineraban al frente mío un anciano hindú a quien nunca conocí. La historia de cómo estreché la mano de Manu Chao y de cómo terminé junto a Mick Jagger en un festival de música en el fuerte de la ciudad azul de Jodhpur, en la noche de luna llena más brillante del año. La historia de cómo me perdí buscando la casa de Tagore en Calcuta. La historia de cómo vagué en bicicleta buscando templos en la ciudad perdida de Hampi. La historia de cómo los fuegos artificiales no terminaban nunca en una noche junto al mar arábigo en Mumbai. La historia de cuánto se suda en una discoteca silenciosa en Palolem. La historia de cómo se vence el miedo no sólo hacia lo desconocido, sino hacia una misma. Las historias, en fin, mis historias, las que puedo contar sin pensar ya en que pude haberlo hecho.


One day baby we'll be old, oh baby, we'll be old and think about the stories that we could have told. Sé que hay mucha gente que ha venido a la India. Sé que hay muchas mujeres que han venido solas a la India. Y sé que, probablemente, tienen mucho mejores historias para contar que yo. Pero en mi vida, en mi novela personal, solo una persona lo ha hecho: yo. And I will never think about the stories that I could have told, sino que las podré escribir, hasta la última letra, que se estampe en la memoria como el último rayo de sol en una playa solitaria de Kerala, que se convierte en recuerdo, lentamente, como toda historia, que siempre tiene un final...


viernes, 18 de octubre de 2013

Encuentro cercano con el Dalai Lama

El Dalai Lama... bueno, es que siendo su vecina, en algún momento me lo tendría que encontrar, aunque no fuera precisamente por que ambos hayamos salido al mismo tiempo a comprar el pan. Así que henos ahí, a un metro de distancia uno del otro, mientras me encuentro arrodillada y rodeada por fervorosos tibetanos y un grupo de españoles con quienes me he sentado para fines de traducción, en el templo de Tsuglagkhang, la residencia oficial de su santidad.

Y aunque si bien es cierto que adoro esos momentos dadaístas en que me pregunto: “¿Cómo putas llegué aquí?” ante este, en particular, mi pregunta va más allá de la serie de eventos que me han llevado hasta McLeod Ganj, además del célebre, húmedo y odioso monzón. Porque mae: la verdad no tengo ni la más puta idea de que hago yo arrodillada aquí ante este señor.

Admitámoslo: India no es mi país. Indistintamente del brutal choque cultural del inicio, que fue como si un camión de carga de estos tan coloridos que pululan por los caminos indios me arrollara (y ojo: que lo atropelle a uno un camión indio, a como manejan acá, es más fuerte que si lo atropella a uno un camión estándar); indistintamente de que a mí no me gusta el curry; indistintamente de que, después de más de dos meses, mientras escribo estas líneas, deseo comenzar a realizar algunas hecatombes de hombres indios (de esos que me miran como miran los indios, que solo una mujer que haya estado aquí lo puede saber); indistintamente de todo esto, creo que India no será mi país favorito por una razón de corte más bien espiritual: y es que a estas alturas creo yo que no tengo espíritu, sino que he de ser un cascarón vacío, demasiado occidentalizado por los materialismos del nuevo milenio. O bien, es que la hippy wanna be dentro de mí está muerta. Oh no, tal parece que las predicciones eran correctas: algún día maduraría.

Cuanto más paso en la India y más conozco a otros viajeros, más me doy cuenta de que estoy en el sitio equivocado. Esta parece ser la meca de quienes vienen a buscar la luz del conocimiento espiritual. Yo no medito. Trato y me ha funcionado como en dos ocasiones, pero creo que cuando viajo quiero hacer demasiadas varas como para pasarme horas sentada murmurando OM en medio de la montaña. Tampoco hago yoga, algo que parece que se ha puesto tan de moda como los jeans y que llegó para quedarse, en medio de los como 1548 estilos de hacerlo que tanto me abruman. Si acaso, lo más que me ha tentado ha sido irme a un retiro en un monasterio budista, donde pasa uno metido diez días sin hablarle a nadie... Y luego pensé: “Mae, estoy tan sola, que ya paso diez días perfectamente sin hablarle a nadie”. O sea, no.

No sé, no calzo. Y menos, mucho menos, calzo en este templo arrodillada frente al Dalai Lama.
Sin embargo, cuando una griega-alemana, quien se ha sentado junto a mí en la cafetería de la casa de huéspedes donde me he instalado en McLeod Ganj, me dice que en un par de semanas habrá un curso gratuito de tres días con el Dalai Lama, casi que soy la primera en inscribirme.

¿Por qué?


Analicemos:
1. Aunque el Dalai Lama vive aquí, casi nunca pasa tiempo en su residencia oficial, mientras viaja por el mundo en busca de apoyo internacional por la causa del Tíbet, con la cual sí que me he identificado en estas semanas que llevo en este suburbio de Dharamsala. Por lo tanto, es verdaderamente una suerte que esté en el vecindario.

2. Aunque esté en casa, ver al Dalai Lama es casi imposible. Es como ir al Vaticano esperando que a uno lo reciba el Papa para tomar el té apenas toque uno las puertas de la basílica de San Pedro. Una audiencia privada está en chino (o bueno, aquí “en chino” no impresiona tanto), a menos de que sea uno un refugiado tibeano y haya cruzado los Himalayas huyendo del régimen. O sea, que es verdaderamente una suerte que esté en el vecindario y que, además, pueda verlo de cerca.

3. La atmósfera que se vivirá en esos días, con monjes budistas en su máxima densidad por metro cuadrado, turistas volados que han venido a la India en busca de esa espiritualidad que no se respira en occidente, y la gente tibetana común y corriente para quienes el Dalai Lama es la reenacarnación del patrono de su tierra perdida, me resulta interesantísima.

4. Tal vez aprenda algo. Tal vez sea este el shock eléctrico que espera mi moribundo espíritu, carcomido hasta su misma esencia por el vacío mi soledad existencial, antes de evaporarse irremediablemente en la nada de lo que nada sabemos.

Y así, inspirada por este cuarteto de razones, me levanto a lo gallina un domingo por la mañana (mi único día libre de la guardería donde realizo voluntariado cuidando bebés tibetanos), equipada únicamente con una botella de agua y con la almohada de mi cuarto de la casa de huéspedes, para posar mi ignorante culo con comodidad en el suelo del templo.
Entrada al templo de Tsuglagkhang, residencia del Dalai Lama.

Ingresar al templo de Tsuglagkhang, por cierto, incluye pasar con severas medidas de seguridad. No es para menos: aunque a mí el Dalai Lama me simpatiza, hay muchos a quienes no. Esos, al chile, sí que no deben contar con espíritu alguno, considerando que tantos hombres de paz, tristemente, han muerto asesinados en el pasado. Como Ghandi. Como Facundo Cabral. Como Martin Luther King. Siempre hay por allí carajillos a quienes les cuadra apedrear palomas y cuando llegan a grandes, matar maestros. Es por eso que esta entrada del blog no cuenta con fotografías del evento. No se permiten cámaras, celulares, ni Cows, ni mochilas, ni nada que no sea un cojín para sentarse, un cuaderno para tomar apuntes, una taza para tomar el té chai y un radio para sintonizar lo que digan los traductores. Tal vez un extra sea una botella de agua, como la que llevo, de la cual me obligan a tomar un trago para corroborar que no llevo ningún material explosivo en ella, a menos, claro está, de que sea yo una fundamentalista suicida a quien le dé lo mismo hacer gárgaras con combustibles.

Después de los controles de seguridad, cuando por fin entro, el sitio está, obviamente, abarrotado: tibetanos por aquí, coreanos vestidos de blanco por allá (son ellos quienes han convencido al Dalai Lama de dar el curso), turistas de ropa de colores acullá y monjes budistas en borgoñas y multitudinarias cantidades. Tengo una suerte tremenda de encontrar medio metro cuadrado donde colocar mi almohada, gracias a que la sección de traducción al castellano si acaso cuenta con una quincena de españoles. Si me hubiera tenido que sentar con los de habla inglesa, hubiera estado jodida y me habría tenido que pasar la mañana entera en la pose de la grulla, más por cuestiones de espacio que por alinear mis chakras.

En fin, me siento de forma compacta, tomo el radio para sintonizar la traducción y me pongo a esperar a que haga su entrada su santidad. Me caigo del sueño... y del hambre. Como me he levantado tan temprano, la cafetería de la casa de huéspedes aún no estaba abierta y me he venido en ayunas, como si esto más bien fuera mi primera comunión. Comienzo a dormitar. Mae... a pesar de mi monumental ignorancia, tengo el suficiente sentido común para mantener mi mantra mochilero: “Al lugar que fueres haz lo que vieres” y de verdad, con el corazón en la mano, a pesar de mi interior vacío y superfluo, no quiero bajo ninguna circunstancia ser irrespetuosa con quienes me rodean, en especial con los tibetanos, que tanto me simpatizan. No me voy a quedar dormida con el Dalai Lama en las narices, no, me tengo que mantener despierta... Pero es que me caigo del sueño y del hambre... ZZZZZZZ. Así, cuando His holiness hace finalmente su ingreso, casi que ni me entero. Por suerte, mi falta de cafeína pasa desapercibida: nadie se puede levantar mientras su figura se desplaza hacia el templo, envuelta por fotógrafos, algunos monjes que asumo serán de un estrato superior y alguno que otro agente de seguridad. Nadie se levanta y menos yo, que me he quedado dormida y he comenzado hasta a roncar un mantra. En fin, que ni lo veo: estoy bastante lejos, pero bueno, al menos puedo mirarlo por uno de los televisores cercanos, colocados por todo el templo para transmitir imágenes del magno evento.

Empieza el curso. Mae, la traducción al español es malísima... Eso, o yo no entiendo de qué va la película. Los españoles tienen un libro amarillo que comienzan a pasarse entre ellos y en algún momento me llegan unas hojas sueltas. Ante mis ojos, parece un poema de no sé qué maestro que alcanzó la iluminación. Ante el 99% de quienes me rodean es un texto sagrado. Y sagrado en serio: sin darme cuenta lo pongo en el piso y a un anciano tibetano, sentado junto a mí, casi le da un yeyo. Una chica española, que de seguro se sabe a la perfección toda la historia del budismo desde que Buda reencarnó en Lumbini, me dice que ese texto no se puede colocar en el suelo. Genial. Justo lo que no quería: pasar como la turista irrespetuosa y babosa, que ha venido a ver al Dalai Lama como si fuera una estrella de rock.

Pero eso es lo que soy. Admitámoslo: soy la turista idiota de la India.

Necesito levantarme y comienzo a notar que alguna gente lo hace sin mayor problema, una vez que el Dalai Lama se ha sentado dentro del templo. Mae, yo realmente necesito estirar las piernas sí o sí, aunque me cueste una reenacarnación extra, y me levanto, abriéndome paso entre los tibetanos y los budistas españoles con su famoso libro amarillo.

Una cosa que sí sé es que los budistas acostumbran recorrer sus templos en sentido de las manecillas del reloj y a veces se pasan horas dando vueltas mientras rezan, y ve uno al mismo monje, con un gorro paquete de Nike protegiendo su cabeza rapada, pasar una y otra vez enfrente de uno. Al menos, entonces, voy a respetar ese sentido mientras camino para despabilarme de mi postura-de-flor-de-loto-por-dos-horas-porque-no-cabemos-en-el-templo-de-Tsuglagkhang. La ventaja, además de regresarle la circulación a mis piernas, es que voy a pasar justo por la entrada del templo y ver aun más de cerca al Dalai Lama, prescindiendo de la magia de la televisión.


Mantras móviles.

Como era de esperarse, no soy la única que ha recibido la bendición de tan luminosa idea, y justo enfrente de la puerta se ha hecho una pequeña fila de gente, quienes se detienen a hacerle una reverencia a su santidad... Oh-oh. No entiendo cómo es la jugada. Y sé que esto de la reverencia ha de ser algo importante. Traduciéndolo a mi crianza católica en una escuela de monjas, equivale a pasar frente al santísimo sin poner la rodilla en el suelo, persignarse primero en la frente, luego en la boca y luego en el pecho antes de seguir el camino. Parte de mi paila en el infierno está constituida por todas las veces que se me olvidó hacer eso en la escuela, cuando cruzaba la capilla impíamente sin hacer la genuflexión, sólo para pasar de un patio a otro e ir a jugar. Claro, pero eso era mera pereza mía, no es que la genuflexión en sí fuera difícil... Mae, pero estas budistas incluyen postrarse en el piso por completo y luego levantarse, y volverse a postrar, y luego levantarse y volverse a postrar en una gimnasia mística para la que mi cuerpo entumecido no está preparado. 

Mi único consuelo es que delante mío hay un mae con pinta de turista, así que al menos no voy a ser la única que pasará por la vergüenza de no saberse la vara... Pero ya decía yo: el hijueputa se las sabe de pe a pa y las realiza con una magistralidad casi olímpica, mientras que en mi caso, cuando llega mi turno, sí quedo como la turista irrespetuosa que permanece frente al Dalai Lama simplemente de pie. Bueno, ya ni modo: el caso es que ahora, estamos a unos diez metros de distancia. Y mae...con todo y mi ignorancia, con todo y mi cuerpo incapaz de hacer genuflexiones budista acrobáticas, con todo y mi espíritu huérfano de luz, puedo decir que el Dalai Lama irradia paz. Vamos, que si los monjes budistas emanan un aura de tranquilidad, el Dalai Lama es como el hongo de la explosión atómica de la armonía. Y así, me quedo alelada, mirando cómo se balancea en su asiento, sin entender ni pío de lo que dice aunque me lo traduzcan en un cuestionable español.

Pero es que, más allá de la traducción, el budismo es realmente complicado. Así como todas las posturas de yoga y como todos su maestros, de los cuales los viajeros israelíes hablan con la familiaridad con la que hablaría yo de mis escritores favoritos. No es este mi mundo. Quiero aprender, pero no me siento parte de él. Y menos, cuando me he levantado sin dormir mis ocho horas mínimas (que en mi dimensión son SAGRADAS) y no he desayunado...

¡Aleluya!, aunque no es ciertamente esta la expresión que se usaría en este templo. Cuando regreso a mi almohada de escasos centímetros, varios monjes comienzan a deambular repartiendo té chai y pan... ¡Matanga dijo la changa! Me apodero de un pan y de un pequeño vaso de cartón y mientras comienzo a comer, el alma me vuelve al cuerpo, si es que alguna vez la he tenido. Me vuelvo a colocar los audífonos para escuchar la traducción deficiente del tibetano al español (mae, ahora que lo pienso, mis respetos, porque ciertamente este tipo de traductores no abunda), y lo primero que escucho es que el Dalai Lama dice: “Ahora vamos a bendecir el té y el pan, aunque veo que algunos de ustedes ya lo están disfrutando...”. Mae, o sea que traduciéndolo a términos católicos yo me estoy comiendo la hostia antes de la consagración. El caso es que para cuando por fin terminan de bendecir el pan y el té lo cierto es que de los míos no quedan ni rastros, pero no importa: tal parece que el Dalai Lama se lo toma con buen humor. Capaz que él tampoco ha desayunado.



El Dalai Lama

La mañana transcurre lentamente a pesar de que ya he comido. Me siento sin energías, agotada y somnolienta. Al día siguiente descubriré que no es mi condición desalmada: me está entrando la gripe monzónica y pasaré tres días en cama a partir del lunes, y son estos los primeros síntomas.

Mientras lucho por no quedarme dormida y me despido ya para siempre de la traducción del tibetano al español por la radio, me pregunto: ¿de verdad soy yo la única en esta sala que cree que este señor no es Dios? Me siento un poco como se habrán sentido en los tiempos bíblicos los fariseos ante Jesús. Renegada de las enseñanzas católicas con las que me hartaron las monjas en la escuela, yo no creo hoy en día que Jesús sea el hijo de Dios, así como no creo que el Dalai Lama sea la reencarnación de no sé muy bien quién. Pero la figura histórica de Jesús, como hombre, como líder, como revolucionario, sí que la admiro. Así como admiro la del Dalai Lama. Reencarnaciones, semidioses, dioses o lo que sea no me sorprenden tanto porque cuentan con ventajas divinas lejos del alcance de los simples mortales. Pero seres humanos de carne y hueso, que son capaces de resistir sus impulsos mezquinos y egoístas, y traer paz con exactamente el mismo mapa genético que otros que hacen mierdas (u otros como yo, que viven para sí mismos), me causan más fascinación que cualquier fenómeno celestial. Es, simplemente, el aire exagerado de pompa y circunstancia con que insisten en engalanarlos quienes los adoran lo que me molesta, cuando en realidad los maestros suelen ser gente muy sencilla y sin complicaciones, que sonríen, que no se enfadan y que hasta le desean a uno buen provecho aunque se haya zampado el pan antes de la bendición.

Llega el mediodía, y con ello, la conclusión de este día de curso, en el que todo el mundo parece haber aprendido algo menos yo. Sin levitar, sino como el resto de los mortales, el Dalai Lama tiene que abandonar el edificio por la escalera, justo donde yo estoy sentada. Y mientras pasa, no sé exactamente por qué, se detiene justo enfrente del grupo de españoles, entre quienes me encuentro, a dar como una especie de bendición. Por respeto a los demás (aunque no creo que tanto para el Dalai Lama en sí, quien me parece que está muy por sobre toda esta ceremonia) me arrodillo. Y es así como tengo mi encuentro cercano con el Dalai Lama.


No sé qué hago arrodillada enfrente de él. No sé que hago en este templo. No sé ni siquiera qué hago en la India. Pero de alguna manera, más allá de la moda, estoy al menos en mi propio camino.

¿Te cae bien el Dalai Lama? Entonces hacé algo por el Tíbet hoy. Hablá sobre el tema, que no quede en silencio más la ocupación de la tierra tibetana por el gobierno chino. Información es poder. Da a conocer a quienes te rodean qué pasa más allá de los Himalayas, donde han muerto más de un millón de personas. La causa del Tíbet: PASALA ;)

viernes, 27 de septiembre de 2013

Novela tibetana corta (Parte II)

Capítulo 2: De cómo un festival budista puede tornarse color rojo, indistintamente si es tonalidad comunista o tibetana.

El tiempo: 5 de marzo de 1988.
La escena: el templo de Tsuglagkhang (de casi imposible pronunciación) en Lhasa, al cierre del festival de Monlam, con unos tres mil o cuatro mil monjes en plena protesta por la libertad del Tíbet. Alrededor de la plaza, soldados chinos apuntándoles con armas.

Dos días antes, Jampa Phuntsok, un monje budista, se alzó en medio del festival y clamó a todo aquel que pudo escucharlo: “El Tíbet en verdad es una nación independiente. Los dueños del Tíbet son los tibetanos, los chinos deben regresar a China. Larga vida al Dalai Lama”. Todos, tanto chinos como tibetanos, guardaron silencio en ese momento. Hasta el 5 de marzo.

El 5 de marzo, a las 9:40 a.m., comienzan a escucharse las voces de los monjes, como un eco de la voz de Jampa Phuntsok (a quien tres frases le costaron tres años de cárcel): “El Tíbet es una nación independiente”. “Liberen al Tíbet”. “Los chinos deben regresar a China”. “Larga vida al Dalai Lama”.

Para las 11:00 a.m. lo que se escucha son las balas: los soldados chinos abren fuego sobre la multitud de monjes y otros tibetanos, quienes se han unido a una protesta que, hasta ese momento, había sido pacífica.

Entre ellos, está Bagdro. Momentos antes, junto con otros monjes, se ha cambiado de ropa y ha comenzado a protestar contra el gobierno chino. Las balas, y no mi mero capricho como escritora de esta historia, empiezan a borrar personajes de la plaza. Sólo me dejan salvar a Bagdro, para que me cuente esta historia 25 años más tarde en una cafetería de McLeod Ganj.

Cuando le pregunto cuál fue el momento en que tuvo más miedo, definitivamente no es este del 5 de marzo de 1988: está tan furioso, que no tiene ni una célula inundada con temor. A pesar de que pasan balas muy cerca suyo. Una nos borra a Gonpo Paljor, un tibetano del este, y lo único que nos queda de su biografía en la biblioteca humana del Tíbet es una foto de su cadáver en la portada del  libro A hell on Earth. Otra bala nos borra a Kelsang Tsering, un monje del monasterio de Sera. Y otra más a una niña de 12 años. Una casi nos borra a Bagdro, quien recibe una herida de bala en un pie, pero para este momento lo que corre por sus venas no es sangre, sino el mismo espíritu del Tíbet.

El humo comienza a borrar la escena: parte proviene de los negocios, de los vehículos y de un hospital chino a los cuales los manifestantes les prenden fuego. Parte viene de los gases lacrimógenos. Entre el humo que nos dificulta la vista de un festival budista que termina en muerte, apenas y podemos mirar cómo los monjes son golpeados por bastones de metal, cómo son amarrados y echados en los camiones cual si fuesen costales, cómo los soldados chinos lanzan piedras desde los techos, cómo los monjes son arrojados desde los balcones del templo hacia la muerte.

Lo ignoraríamos, como lectores cuya vista se nubla entre tanto humo, pero Bagdro milagrosamente sobrevive: escapa entre un callejón parido entre dos edificios. Una piedra enorme, arrojada por seis soldados chinos desde el techo, intenta arrebatarnos al protagonista de esta historia para que nunca sea contada y queden estas páginas en un impune blanco. Pero una mujer logra empujarlo fuera del rango de la roca justo a tiempo. Bagdro cree que se trata de Palden Lhamo, la divinidad protectora a la que se había encomendado el pasado 24 de febrero, antes de salir del monasterio.

El caso es que sobrevive para contarnos con sus propias palabras a nosotros, ciegos ante el humo, ante los años y ante la ignorancia de la situación del Tíbet, lo que pasó ese 5 de marzo de 1988: “El templo quedó salpicado por la sangre de los tibetanos”.

Sangre. Comunista. Tibetana. Pero al fin y al cabo, sangre.

Una de las tantas manifestaciones por el Tíbet.

Capítulo 3: De cómo puede uno ir a dar una cárcel china por haber matado a un policía, aunque sólo haya pasado al lado de su cadáver.

Existen algunos pasos, según las leyes chinas en el Tíbet, con los cuales cualquiera podría llegar a ser inculpado de la muerte de un policía chino, tal como le sucedió a Bagdro. Los mencionaremos a continuación, por si acaso ustedes tampoco le encuentran lógica suficiente y estén así prevenidos ante algo que, para la República Popular de China, parece muy evidente:

Paso 1. Camine al lado del cadáver de un policía chino en una manifestación que inicialmente fue pacífica. No importa que usted ni siquiera sepa cómo lo mataron, nada más pase junto a él y aduéñese de la autoría de su muerte con sólo el aire que flota a su alrededor.

Paso 2. Escape por el mero hecho de haber sido visto en esa manifestación. Mientras lo hace, si de casualidad ve a sus hermanas buscándolo, escóndase de ellas para no involucrar a más personas en este capítulo.

Paso 3. Transcurra las noches durmiendo en un mercado o bajo una rueda gigante con oraciones escritas a la puerta de un templo, vestido como mujer, con aretes y lápiz labial como accesorios indispensables para despistar a los soldados. Si tiene una herida de bala, conténtese con las medicinas que pueda darle la gente que pase por allí.

Paso 4. Si aún duda de si lo atraparán o no, acuda a un Lama tibetano, para que le prediga con un dado que será capturado pronto y que los pasos del 5 al 21, efectivamente, se escribirán.

Paso 5. Entréguese a las autoridades después de saber que tres camiones de soldados han llegado a su casa, han hecho arrodillarse a su familia mientras buscan por usted y les han asegurado que, si en una semana usted no da señales de vida, ellos tendrán que pagar las consecuencias.

Paso 6. Déjese esposar. No importa si las esposas son de esas que se ajustan más y más gradualmente, hasta hacer sangrar la punta de los dedos. No importa si esas esposas lo detienen cuando usted intente saltar del carro, mientras sus padres observan cómo se lo llevan detenido. No importa si usted las va a usar por todo un mes y tres días sin interrupciones, hasta que se pueda ver el hueso y esté tan acostumbrado a tener las manos juntas, que cuando lo liberen una seguirá a la otra de forma automática por un tiempo. No importa si usted ha especificado con anterioridad que no hacen falta esposas, porque usted trabaja con la verdad. Déjese esposar.

Paso 7. Cuando lo interroguen y le pregunten por sus contactos con occidente, con Estados Unidos, con el Dalai Lama y con el gobierno del Tíbet en el exilio, responda que usted no necesita de nada de eso para darse cuenta de la situación de su país. Y no olvide enfatizar que los chinos deben regresar a China. De todas maneras, usted probablemente va a morir.

Paso 8. El primer día, aguántese un bastón eléctrico en la boca, deje que lo pateen y que lo pongan de pie sin zapatos ni medias sobre el hielo del invierno tibetano por una media hora, hasta que la piel se adhiera al hielo y se despida de su cuerpo para siempre. Luego, conténtese con que lo pongan en una celda de 2m x 2m con otros cinco prisioneros para compartir un colchón entre todos. No se preocupe: los prisioneros son buena gente y serán los únicos que se tomen la molestia de darle algo de comer.

Paso 9. El segundo día soporte que le mojen los pies y que le pongan el bastón eléctrico sobre ellos nuevamente hasta que le salga sangre por la nariz y por la boca. También permita que se lo coloquen sobre el corazón, los oídos y por donde se sientan creativos ese día. Tome en cuenta que el efecto de una descarga con un bastón eléctrico más o menos consiste en sentir una vibración que quema por dentro. Para concluir, deje que lo cuelguen de las manos a unos 30 centímetros del piso por doce horas. Tiene permiso de perder la consciencia varias veces. Al fin y al cabo, usted sigue usando las mismas esposas que se ajustan gradualmente desde el día anterior.

Paso 10. Por tres días, disfrute del invierno en Lhasa durmiendo afuera, sin agua. Con suerte, algún otro de los prisioneros pueda tirarle un tazón y podrá beber del foso a donde va a dar el agua que queda después de lavar la ropa de la prisión.

Paso 11. Permita que le apaguen cigarrillos en la cara y que lo coloquen de rodillas con la barbilla sobre una silla. Si sus manos (que aún siguen esposadas, no lo olvide) no le permiten inclinarse bien, deje que se las aplasten con las botas. Soporte una nueva sesión con el bastón eléctrico en los genitales y en el ano. Puede gritar llamando a su mamá; de todas maneras, no va a servir. Vomite sangre al final. Y quédese con temblores de por vida, que harán que se le caigan las cosas de la mano y que deba sostener las tazas por debajo para mayor seguridad de las vajillas que están por cruzarse en su camino.

Paso 12. Padezca hambre. Cómase lo que encuentre en las letrinas. Cómase el algodón que está adentro de su manta. Cómase su chaleco. Bébase sus orines. Bébaselos cuando pueda, porque sus manos siguen esposadas (no lo olvide) y será frecuente que se orine sobre sí mismo.

Paso 13. Inféstese con piojos y enloquezca al no poder rascarse (sus manos siguen esposadas aún, como en todos los pasos anteriores).

Paso 14. Al cabo de un mes, firme una confesión de haber golpeado a un policía chino con una barra de hierro.

Paso 15. Soporte seis meses de confinamiento en una celda solitaria. La ventaja es que ya tiene las manos libres, pero, ¿para qué?

Paso 16. Reciba una hoja tres días antes de su juicio en la que usted asegura haber sido uno de los líderes de un movimiento separatista, uno de los líderes de una manifestación y haber matado a un policía.

Paso 17. Represéntese a sí mismo en el juicio, para no involucrar a ninguno más de sus conocidos, en vista de que el estado chino no le proporcionará un abogado. No importa que usted no sepa nada de leyes: sabe de tortura.

Paso 18. Durante el juicio (cuyos presentes serán más que todo soldados chinos, mientras el pueblo tibetano observa desde afuera) evite mencionar cualquier referencia a la tortura sufrida en los puntos del 7 al 13. Puede intentarlo, pero inmediatamente lo sacarán arrastrado del estrado.

Paso 19. Sea golpeado en los recesos con las culatas de los rifles y con barras de hierro.

Paso 20. Reciba una condena de tres años de prisión junto con once personas más: cinco monjes, cuatro monjas, una mujer embarazada y una anciana. No se queje: uno de ellos, Lobsang Tenzin, de 22 años, quien citó durante su defensa el código penal chino y señaló que no había evidencia en su contra, acaba de recibir pena de muerte. (Al final se le cambiará por cadena perpetua, ante la presión internacional).

Paso 21. No intente apelar aunque le den la oportunidad. De todas maneras, le dirán que no a través de una carta, aunque usted ni siquiera haya apelado en un principio.

Y listo: ya está usted en una cárcel china por haber matado a un policía, aunque sólo haya pasado al lado de su cadáver. Para el sistema penal de la República Popular de China, usted es el autor de este capítulo. Esa es la condena por haber caminado al lado de un cuerpo, y haberse llevado en sus manos su muerte, aunque nunca, nunca, su vida.

(Tercera parte la semana que viene, si es que tengo internet...).

HACÉ ALGO POR EL TÍBET. No está en la agenda de los medios de comunicación, no es parte de las discusiones en la ONU, no existe como nación para la mayoría del mundo y queda muy lejos, pero ahí está y su gente sufre. De lo que se habla, existe: entonces hablá de la situación del Tíbet. Informate e informa a otros; es lo menos que podés hacer. La causa del Tíbet: pasala.  ;)

viernes, 13 de septiembre de 2013

Novela tibetana corta (Parte I)

Introducción: De cómo soñé con un monje y apareció a la mañana siguiente para el desayuno

Caminar por las calles de McLeod Ganj es como caminar entre una biblioteca, de cuyos estantes llenos de libros los personajes se han escapado y pululan por las calles, camino del templo, camino de las clases de inglés conversacional y camino de las terrazas por las cuales se ve respirar a los Himalayas debajo de su manta de nubes, en su temporal sueño monzónico.

Todos, todos, TODOS aquí tienen una historia qué contar, aunque no siempre quieran recordarla. Hay miles de refugiados del Tíbet en este pueblo decorado por sombrillas de colores y banderas tibetanas, cuya única manera de escapar de la ocupación china ha sido escalar los lomos nevados de las monstruos montañosos que los rodean, a riesgo de que los arrojen hacia la muerte.

A una semana de mi estancia en McLeod Ganj me voy a dormir con un pendiente: he pasado aquí varios días y aún no me he topado intertextualmente con ninguno de esos personajes. Los veo caminar a mi alrededor, como parte si acaso referencial de mi historia personal, pero no pasan de ser una mera descripción de la escena. Durante una semana me he limitado a ser la protagonista de mi propia novela: la escritora inédita de un país que aquí sí es cierto que nadie sabe dónde queda, quien ha venido a hacer voluntariado por tres semanas mientras pasa la lluvia, y que aún le tiene pavor al agua que no venga embotellada. Pero nada más: a diferencia de ellos, me he negado a salir de mi libro para visitar otras páginas, de forma egoísta y monótona.

Mientras intento quedarme dormida bajo el cielo oscuro y nublado que se cuadricula a través de la mosquitera de la ventana, pienso que a partir de mañana debería empezar a merodear por las asociaciones de refugiados o las organizaciones no gubernamentales, en busca de meterme en la novela de algún tibetano y comprender mejor qué hay más allá de los Himalayas, donde ni siquiera llegan los medios de comunicación internacionales.

Pienso que me gustaría entrevistar no sólo a un refugiado, sino a un ex prisionero político. Alguien que me cuente la historia de cómo puede ser un delito llegar a pensar diferente, un crimen que hace enfermizamente justificable que se comentan otros peores. Alguien que no sólo diga que el gobierno chino es una plaga apocalíptica, sino que lo demuestre.

O más enriquecedor aun: no sólo un refugiado ex prisionero político, sino un monje. Para estas alturas, los monjes budistas me parecen seres casi etéreos y mitológicos. Son como ángeles que han de saber volar sin alas, sólo con la herramienta aerodinámica de la tela de sus hábitos color vino y amarillo, impulsados únicamente por sus mantras. Parecen exiliados de una dimensión paralela pacífica, donde sonreír es tan elemental como respirar. Un monje mezclado en una violencia como la que sufre el Tíbet es algo tan inconcebible y tan opuesto, que las típicas analogías como mezclar agua con aceite, un rayo de sol en la oscuridad, o una diferencia entre la tierra y el cielo deberían de subordinarse a semejante situación bizarra y contrastante.

Un monje, sin duda, me daría una visión totalmente distinta de la situación del Tibet.
Pero a ver: ¿de dónde me saco entonces la combinación de un monje-refugiado-ex prisionero político? De que los hay más allá de la mosquitera de mi ventana los hay, pero no siento que me dé la cara para acercarme a uno y pedirle que me cuente sus experiencias al vapor de un té chai.
En busca de un monje...

Me quedo dormida pensando en la misión que me espera. De entre todos estos monjes que caminan por las calles enlodadas de monzón de McLeod Ganj, con sus hábitos borgoña, y el anacronismo de tener un rosario en una mano y un smartphone en la otra, tengo que encontrar uno que me deje ingresar entre las páginas de su libro manchadas de sangre.



A hell on Earth. Unas chicas de un grupo de estudiantes franceses, que lleva ya algunos días en la misma casa de huéspedes donde he fijado temporalmente mi residencia en McLeod Gan, me piden permiso para colocar unos libros en mi mesa solitaria, para que no se manchen con el desayuno (más abundante que el mío) del cual disfrutan esta mañana lluviosa. Diay, qué me queda... No es momento de ponerme en actitudes colonizadoras por una simple mesa en la cafetería de una casa de huéspedes, considerando que aún me quedan algunos centímetros cuadrados para compartir.

Tomo uno de los libros para curiosear, como módica tarifa por mi generosidad territorial, y me encuentro en la portada con la imagen de un monje budista en primer plano, junto con tres fotografías perturbadoras de un soldado chino con una ametralladora tan grande que no cabe en el encuadre, un cadáver con un balazo en la cabeza y un hombre que es empujado desde un balcón hacia una muerte muy probable y terrenal. Al fondo, una bandera tibetana. Y en la parte superior: Breve biografía de un prisionero político tibetano.

Comienzo a pasar las páginas. Foto del Dalai Lama. Foto del mapa del Tíbet. Foto de un grupo de monjes protestando (si no veo este tipo de fotos, es que no me lo creo). Foto de una prisión. Foto de un joven en ropas de civil, esposado por soldados chinos. Foto de ese mismo joven, vestido ya con hábitos de monje. Foto del monje joven en varios periódicos. Foto del monje dando una conferencia en una universidad en Alemania. Foto del monje liderando una marcha pacífica en Italia. Foto del monje con Richard Gere. Foto del monje con la primera dama de Francia. Foto del monje siendo entrevistado por la BBC. Foto del monje con el Dalai Lama... El monje sentado junto a mí a la mesa del desayuno.

Lo miro y no me lo creo: el protagonista de esta historia está sentado justo a la mesa junto a mí en la cafetería de la casa de huéspedes. It's you!, le digo con el libro en la mano, cuando me topo con su mirada pacífica, mientras me sonríe como suelen sonreír y respirar los monjes.

Como un sueño rebelde que se hace realidad cuando sale el sol, que suele borrar los sueños de la noche anterior de la memoria, a mi lado se encuentra el Venerable Bagdro, el monje ex prisionero político del Tíbet que tan sólo hace unas horas me planteaba salir a buscar entre las calles de Dharamsala. Pero no he tenido que salir a buscarlo: como un regalo de Navidad que aparece bajo el árbol mágicamente en la mañana, así ha venido él a desayunar aquí.

El libro, A hell on Earth, que las francesas han colocado sobre mi mesa después de haber recibido una charla con él en la terraza de la casa de huéspedes esta mañana, es en el que podré entrar como personaje secundario, para escribir en mi propia novela una historia que, en realidad, jamás debió existir.



Capítulo 1: De cómo la ira puede hacer combustión con la paz de un monje budista

Es el 24 de febrero de 1988. Bagdro, un monje de tan sólo 20 años y otros monjes más, se encuentran frente a Paldem Lhamo y Damchen Choegyal, dos divinidades protectoras, en el monasterio de Ganden, ubicado en el Tíbet. De sus cuellos cuelgan pequeños sacos con arroz (utilizado normalmente en ceremonias de protección), cápsulas bendecidas por el Dalai Lama y retazos de las ropas de las estatuas de algunas divinidades, todo atado con Jendu, cuerdas rojas también para protección.

Acaban de hacer un voto secreto: de ser necesario, sacrificarán sus vidas para desenmascarar el verdadero rostro del comunismo en tan sólo unos días, cuando el festival de Monlam (uno de los festivales budistas más importantes) llegue a su fin en Lhasa, la capital del Tíbet.

A tan sólo dos décadas de vida, Bagdro ha llegado a esa fatal conclusión. Al ser un monje, y no tener esposa o hijos de los cuales preocuparse, encuentra lógico que debe luchar por la libertad del Tíbet. Anhela una muerte útil. En la cama, en la vejez, no serviría de nada a la nación. En la juventud, en la lucha, al menos servirá de algo.

Antes de venir al monasterio de Ganden, Bagdro, irónicamente, no sabía nada del Tíbet, a pesar de haber vivido todos sus 18 años de vida ahí. Habiendo nacido ya dentro del régimen chino, en una remota aldea de granjeros, nunca antes había llegado a conocer cómo había sido su país cuando aún era independiente. Más o menos tenía una idea de que la vara debía estar un toque güeisa cuando le tomó cuatro meses obtener el permiso de la oficina de asuntos religiosos de China para hacerse monje, y debió prometer, al ingresar al monasterio, no tomar parte en ninguna manifestación contra el gobierno chino y acatar todas sus regulaciones. Dentro de todo, tuvo suerte: actualmente no se permite que más jóvenes se hagan monjes, porque son ellos el espíritu de los movimientos independentistas en el Tíbet.

Durante su primer año como novicio, más se daría cuenta Bagdro de que la situación era 
efectivamente grave cuando las escrituras sagradas comenzaron a traspapelarse con su historia. Al fin y al cabo, eran capítulos suyos que le habían sido arrancados. A través de ellas se dio cuenta de cómo era en realidad su cultura y cómo la sociedad tibetana había vivido por casi dos milenios hasta 1950, y por qué los niños, cuando mendigaban en las calles por tsampa (cebada tostada), no podían decir que se morían de hambre como fallo de la República Popular de China. Así, de hambre, por cierto, se murió su hermana a los tres años.

En julio de 1987, su novela personal se encontró con otra: My land and my people, la autobiografía del Dalai Lama, que le dieron dos turistas estadounidenses que visitaban por casualidad el monasterio. Como dato curioso, en el Tíbet no está permitido leer ese libro: el sólo hecho de poseerlo significa algunos años en prisión. Aun así, Bagdro cerró con llave la puerta de su cuarto, corrió la cortina y pasó toda la noche leyendo, a la luz de una vela.
El libro prohibido.

A la mañana siguiente, aprendió cómo preguntar Where are you from?, y se marchó al Norbu Ri, un sitio donde suelen ir los turistas a tomar fotografías, y les dio una carta a dos gringos, pidiendo justicia y derechos humanos para el Tíbet. Sería la primera de muchas cartas, en una novela epistolar paralela que escribe desde entonces por la libertad tibetana.

Para septiembre de 1987, varios monasterios cerca de Lhasa comenzaron a protestar. El de Bagdro aún no lo había hecho; si bien entre los debates filosóficos ya se empezaba a planear algo, por ahí la paz aún sonreía budistamente. O al menos así fue hasta la madrugada del 2 de octubre, cuando unos camiones de la policía, cargados con armas, invadieron el monasterio y cagaron algunos soldados que se quedaron todo el invierno, emborrachándose y disparándole a los perros del lugar. Eso, en sus ratos libres. En horas laborales, se dedicaron a repartir periódicos y panfletos para que los monjes se instruyeran acerca de las bondades del partido comunista, que brindaba libertad de culto y dinero para mantener los monasterios. China y el Tíbet eran una sola nación y, como una madre y su hijo, no debían ser separados.

Como tal literatura fantástica y comunistamente delirante no pareció convencer a ningún monje, decidieron dividirlos en grupos más pequeños, para evitar revueltas. Pero en todo caso, un trío de monjes basta para intercambiar ideas y el descontento siguió acumulándose con la nieve del invierno en los tejados del monasterio.

La última brillante idea china que se les ocurrió para acallar los murmullos independentistas, que se colaban entre los pocos recovecos que dejan libres los barrocos altares budistas, fue construir una estación de policía y una prisión junto al monasterio. ¿Quieren ver a un grupo de monjes furiosos? Tal parece que esa es la fórmula.

Con una ira antítesis del budismo, los monjes destruyeron los sistemas de comunicación de la oficina de la policía y, aparte de gritarles a los chinos en su cara que se regresaran a China, anunciaron que podían quedarse con las llaves de monasterio, porque si les ponían una cárcel a la par, lo que era ellos iban jalando porque ya no quedaría nada sagrado ante a lo cual inclinarse ahí.

En vista de que los chinos comprobaron por sí mismos que un monje sí se puede llegar a putear (al fin y al cabo, por muy pacíficos que sean, los monjes siguen siendo hombres) decidieron cambiar de estrategia y sobornarlos. Les dieron algún dinero, les devolvieron una pintura religiosa que les habían quitado y les prometieron llevarlos al festival de Monlam en vehículos de lujo, para comprobar que bajo el régimen de la República Popular de China sí hay libertad de culto.

Sin embargo, los monjes se rehusaron a ser parte de la pantomima y les respondieron a los chinos que si tanto querían demostrar la libertad religiosa en China podían ir al festival ellos solos con todas sus armas. Amenazar con encarcelar a dos de los maestros dialécticos del monasterio si no iban terminó por convencerlos.

De este modo, la noche del 24 de febrero, doscientos monjes se preparan para partir hacia el festival. Y hacia la muerte.

El último día de las celebraciones, cuando la estatua de Maitreya Buda (a quien se le confieren las plegarias para el futuro) haya regresado al templo, se levantarán por un Tíbet libre a pesar de todas las armas chinas apuntando hacia la plaza.

Entre ellos, está Bagdro. No sabe si morirá o si vivirá para contarlo. Pero como ya lo sabemos nosotros, lectores de su novela, escribirá varios capítulos más, el siguiente de ellos con su sangre , cuando sea torturado por un mes y luego encarcelado, acusado de exigir la independencia del Tíbet y de haber matado a golpes a un policía chino el último día del festival de Monlam.

Esta historia continuará... (siempre quise utilizar esa frase). ;-)

HACÉ ALGO POR EL TÍBET. No está en la agenda de los medios de comunicación, no es parte de las discusiones en la ONU, no existe como nación para la mayoría del mundo y queda muy lejos, pero ahí está y su gente sufre. De lo que se habla, existe: entonces hablá de la situación del Tíbet. Informate e informa a otros; es lo menos que podés hacer. La causa del Tíbet: pasala.  ;)



viernes, 30 de agosto de 2013

Triste historia tibetana (o algunas razones para odiar el estadio nacional).

Padre, ser tibetano es tan difícil... Esas fueron las últimas palabras de Tandim Tso el 7 de noviembre de 2012, antes de prenderse fuego a sí misma por la libertad del Tíbet. Tenía tan solo 23 años y era madre de un niño de seis.
No quisiera ni pensar en lo extrema que debe ser una situación política para llevar a una persona a decidir morir en público de la manera más dolorosa que puedo imaginarme. Pero tengo que hacerlo.
He de admitir que antes de venir a McLeod Ganj, sede del gobierno tibetano en el exilio en la India, mis conocimientos acerca de la situación del Tíbet se limitaban a estas abundantes fuentes de sabiduría:
1. La película Siete años en el Tíbet.
2. La serie de conciertos que se hicieron por la liberación del Tíbet en 1996.
3. La visita del Dalai Lama a la UCR en 2004. Que más que información me dio vergüenza, en vista de que después de que los monjes rezaran, la concurrencia tuvo la brillante idea de ponerse a aplaudir... Como diría mi colega mochilero Arturo, quien me acompañó en aquella bochornosa e infame mañana en la facultad de Derecho: “Esa vara fue como aplaudir después del padrenuestro”.
4. La información de un francés a quien conozco en Delhi, cuyo tatuaje más reciente se lo hizo un refugiado tibetano, quien salió del Tíbet con un grupo de 50 personas, cruzó los Himalayas y llegó a la India sólo en compañía de 11 supervivientes. Desde entonces, el mae es un excelente tatuador, pero tristemente trastornado después de semejante experiencia.
Por supuesto que me da pena ser tan ignorante, pero tampoco me juzgo tan severamente como para ser inmolada en la plaza principal de McLeod Ganj: el Tíbet no es parte de la agenda de los medios, ni de prácticamente ningún gobierno. Es como si los Himalayas que lo esconden lo aislaran en verdad de los ojos del mundo.
Monumento a los mártires del Tíbet en las afueras del museo.

El museo del Tíbet, en McLeod Ganj y ubicado a pocos metros de la residencia oficial del Dalai Lama, es infamente pequeño. Porque no queda prácticamente nada qué enseñar de una nación que tiene más de dos mil años de antigüedad. Dos billetes de banco y algunas monedas. Un pasaporte. Algunas fotos. Instrumentos de tortura. Y ya. Lo que ha sobrevivido después de que los refugiados han llegado cruzando los Himalayas y que no ha sido comestible.
Los billetes, monedas y el único pasaporte son para probar que el Tíbet en verdad existió en algún momento como país independiente, porque los 63 años que lleva ocupado por China hacen que cada vez haya menos gente que se acuerde, y que quienes lo hagan comiencen a pensar que sólo fue un sueño.
Las fotos, por su parte, empapelan un túnel del tiempo: hay algunas en blanco y negro de cómo era el Tíbet antes y muchas a color de cómo es ahora. Ahora, la vara se resume en templos destruidos, en bosques deforestados y ríos contaminados. Desde la ocupación china se han destruido más de 6000 templos (con todas las reliquias y arte que eso implica) y los que permanecen se han transformado en prisiones y en fábricas. Además, una de las regiones más hermosas y ricas naturalmente, envuelta en montañas al grado de ser considerada el techo del mundo, se ha convertido en el patio de juegos nucleares de China. Y nada más como dato colateral: han muerto más de 1.200.000 tibetanos.
Por último, los instrumentos de tortura revelan lo que es el pasado más reciente y el presente del Tíbet. Imagínense lo que debe ser estar colgado de unas esposas ajustadas a los pulgares por horas... O que le metan a uno un bastón eléctrico en la boca o en el ano... O que lo cuelguen de los pies y le amarren un ladrillo en el pelo... Cosas así las pueden contar las personas que caminan por las calles de McLeod Ganj, pero si les da mucha pena preguntarle a cualquier parroquiano que ande merodeando entre los rickshaws y las vacas, siempre pueden acudir a la Asociación de ex presos políticos, donde más o menos 120 de ellos podrán brindarles mayores detalles y explicárselos con los dibujos más perturbadores que hayan visto decorando tres pisos de escaleras.
Lo que para mí hace aun más trágica la situación por la que atraviesa el Tíbet bajo la ocupación china es el concepto que manejan los tibetanos como nación. Si bien es cierto que en Occidente hay muchos países nacionalistas y que viva México cabrones y Colombia tierra querida y mucho güipipía y la vara, el concepto que al menos percibo en los tibetanos es mucho más religioso y espiritual. Para ellos, pareciera que al chile los han echado del Paraíso y estuvieran vagando tan confundidos como lo debieron haber estado Adán y Eva al puro principio, expulsados con todos los chunches fuera del Edén. Sí: me parece que ellos lo perciben como que los desterraron del cielo y todo lo sagrado se les quedó ahí; no sólo la tierra, no sólo la familia, no sólo las costumbres, no sólo su historia, no sólo lo que es toda esta vida terrenal, sino que hasta el más allá lo han perdido. El Tíbet para ellos no es sólo su país: es un universo con todo lo que eso abarca, lo visible y lo invisible.
Es difícil entender la magnitud de la tragedia de los tibetanos si uno, que es un fariseo y con costos y se acuerda de cómo persignarse, no se desprende de su visión occidental y entiende que para ellos el no poder colocar una foto del Dalai Lama en la casa es una ofensa. No es sólo un líder religioso o político, sino que es la reencarnación del patrono del Tíbet o algo así. Por ende, traduciéndolo a términos católicos (que son con los que estoy más familiarizada), no es que no los dejan poner la foto del Papa: es que no los dejan poner la imagen de Jesucristo.
Poniéndonos en esa sintonía, el hecho de que los chinos hayan secuestrado a un niño de 6 años (el prisionero político más joven del mundo y cuyo paradero se desconoce desde 1995) se hace aun más grave si consideramos que es el Panchan Lama, el que los budistas tibetanos consideran como el segundo en importancia después del Dalai Lama.
El prisionero político más joven del mundo.

Pero bueno, si no puedo transportarlos a la experiencia religiosa (es muy difícil hacerlo cuando uno viene del Oeste y de varios husos horarios atrás) póngamonos en un plano materialista. Lo que hace aun más grave la tragedia del Tíbet es que no tiene petróleo, ni nada que le interese a las grandes potencias mundiales. Como dijo el Venerable Bagdro, monje y ex prisionero político tibetano (cuyas experiencias se narrarán en alguna próxima entrada, cuando sepa cómo escribir lo suficientemente bien para hacerle honor a su historia): “Países como Kuwait o Irak han tenido suerte. Poseen algo que a las naciones poderosas les interesa y por eso recibieron atención mundial. El Tíbet no tiene tanto qué ofrecer y por eso su destino es este”.
O no, más bien la peor parte de la tragedia del Tíbet es que su gente es pacífica. Seguro que si armaran un despiche como en Siria, como en Libia o como en Sudán y la sangre no es escondiera detrás del férreo control de los medios y del dinero de China, podríamos mirar por encima de los Himalayas y darnos cuenta. Pero no. Tal parece que la opinión internacional es tan sorda que sólo escucha cuando llegan las balas: si se practica la paz es un método demasiado silencioso.
No hay ser más pacífico que yo haya visto en mi vida que un monje budista. Es una sensación indescriptible cuando hablás con uno de ellos: es como si un aura de armonía te envolviera. Llevan consigo como un perímetro de paz en el que si uno ingresa, recibe una luz que rellena todas las grietas que tenga su gastada fe en la humanidad. Los monjes son las personas más sonrientes que haya visto jamás. Incluso, he de admitir que por mi cabeza impulsiva se me ha pasado la idea de raparme la jupa e ir a tocar la puerta de la estupa más cercana, a ver si me aceptan y puedo yo llegar a sonreír de esa manera. Imaginarse a un ejército de monjes es casi como imaginarse a un ejército de osos perezosos o de delfines. Pero sucede: cuando de protestar se trata, lanzan piedras y queman edificios. No me cabe en la cabeza el grado de represión que se puede llegar a sufrir como para que un monje llegue a hacer eso. Es como ver a los ositos cariñosos saqueando un negocio y prendiéndole fuego a una patrulla.
A tal nivel de desesperación se puede llegar, que miles de tibetanos han decidido cruzar los Himalayas durante meses, durmiendo de día y caminando de noche para no ser descubiertos, hasta llegar a Nepal o a la India. O sea, esta gente no está cruzando el cerro del Ochomogo, la Carpintera, el Monte del Aguacate o tan siquiera el Chirripó: están cruzando los Himalayas, donde uno ni respira bien de lo alto que está y donde existe la era del hielo desde siempre. Cruzan los Himalayas niños, ancianos, mujeres embarazadas, ex prisioneros que acaban de salir de la cárcel con toooodas las consecuencias de días de tortura, después de haber estado alimentándose solo con el algodón de sus edredones. Sólo imagínense lo que ha de ser estar entre los Himalayas de noche, a yo no sé cuántos grados bajo cero, con un yak congelado a la par de uno y mirando todo el tiempo si aparece por ahí un helicóptero con chinos que primero disparan y después preguntan. Mae, yo no sé ustedes, pero yo no puedo imaginarme ninguna situación que me angustie tanto al grado de empujarme a cruzar los Himalayas.
Y lo que me parece aun peor: a tanto ha llegado el nivel de desesperación y de súplica por la atención internacional, que más de 100 tibetanos han optado por inmolarse en público, el último el pasado 6 de agosto. No sólo en el Tíbet, sino en otras ciudades fuera del país. Su razonamiento es que vivir así, bajo la bota china o en el exilio no vale la pena, y al menos su suicidio debe servir para algo, para concientizarnos sobre el tema, para que la sangre se vea en público y no detrás de la gran muralla china. Una muerte útil, al menos. Porque van a morir de todas maneras.
Tibetanos que se han inmolado por la libertad del Tíbet.

¿Y es que quién putas se enfrenta a China por un montón de gente pacífica? Nadie. Tiquicia menos. Cuando inauguraron el estadio nacional me acuerdo de que escribí un artículo en su contra. Por supuesto, no me lo publicaron en ningún periódico y entonces recurrí al blog. Por ahí recibí un par de comentarios bien amables acerca de mi falta de empatía con el espíritu criollo, que tan orgulloso está de su puto estadio. Como siempre yo, la despatriada, que no tengo bandera y que la tijeterearía gustosamente si no me deja ver a otro ser humano. Deberían de inmolarme en la Plaza de la Cultura. Pero mae, después de estar aquí, le voy a prender fuego al puto estadio de mierda. ¿Cómo carajos Costa Rica, que es un país sin ejército, y disque democrático y no sé qué otras leyendas de clases de cívica del ministerio, se deja comprar con un estadio para ignorar el dolor de esta gente? Se me cae la cara de vergüenza de venir de un país con políticas hipócritas y que prefiere el dinero antes que la paz. Muy tuanis, muy pura vida como siempre: mientras todos los maratonistas de moda llegan ahí triunfantes al final de sus carreras Correcaminos y vamos todos al concierto de Lady Gaga, China sigue torturando sin ni siquiera permitir el acceso a los medios de comunicación o los turistas sin guía. Entretanto, nosotros nos atragantamos con un bloque de cemento y no decimos nada. Nos hubiéramos quedado con el viejo estadio que se caía a pedazos y hubiéramos seguido usando el Ricardo Saprissa para eventos masivos, mucho más honorable hubiese sido eso. Mínimo cuando éramos compas de Taiwán los maes nos regalaron un puente, que es mucho más útil, pero ¿un estadio? El fútbol es el opio de los pueblos de verdad.
Perdón, me salí del tema. Pero es que al chile, si yo con sólo unos días aquí he llegado a albergar tal grado de frustración, no quiero ni pensar lo que debe sentir un tibetano. No quiero ni pensar lo que deben sentir los padres refugiados cuando dejan a sus bebés en la mañana en la guardería (estoy haciendo voluntariado en una) y saber que sus hijos nunca van a ver ese sitio de cuento de hadas que parece ser el Tíbet, porque hay un hijueputa soldado chino de mente cerrada ocupando su lugar. No quiero ni pensar lo que debe sentir un monje al ver que la paz que irradia se va extinguiendo de a poquitos, tan lenta y dolorosamente como se enloquece con la tortura de la gota de agua. No quiero ni pensar lo que debe ser sentir que morir congelado en los Himalayas o quemado en público puede ser mejor.

No quiero pensarlo. Pero tengo que hacerlo.

HACÉ ALGO POR EL TÍBET. Usualmente este apartado es para lavarles el cerebro con que se suscriban y bla bla bla, pero esta vez, de verdad, la idea es crear consciencia sobre la situación del Tíbet. Si no te sentís tan piromaníaco como para venirte a quemar el estadio nacional conmigo o no te cuadra como escribo como para postearlo en tu muro de Facebook, Twitter, etc., tranqui, pero hablá con tus conocidos, presioná al gobierno, escribí cartas, hacé algo para que el tema se escuche más allá de los medios de comunicación tradicionales. Lo que sea. TODO CUENTA. La causa del Tíbet: pasala. ;)

viernes, 23 de agosto de 2013

De cómo el monzón me llevó al Tíbet en el exilio

No sé cómo en algún momento pensé que el monzón era algo romántico... ¿EN QUÉ PUTAS ESTABA PENSANDO?
Mientras que muchos cuentos y leyendas indias relatan novelescas historias en tono épico-romántico pasadas por agua, yo estoy sentada sola en una habitación súper húmeda en Manali (provincia de Himachal Pardesh, al norte de India) y hay tanta neblina que los mismos Himalayas parecen una leyenda que alguien se soñó después de haberse fumado todo el hachís del pueblo. No se ve ni mierda. NI MIERDA.
Lectores del caballito: si vienen a la India traten a toda costa de NO hacerlo en agosto. En especial si son ustedes ticos. Hay un lugar donde llueve peor que en Costa Rica y es este. Al menos nosotros tenemos la ilusión de mañanas soleadas, cuyo espejismo se desvanece con el primer baldazo de la una de la tarde, pero aquí no hay tregua climatológica que valga. El diluvio lo han estado viviendo desde el Antiguo Testamento por aquí y la vara no ha parado, se siguen escribiendo versículos al respecto.
En vista de que soy una novata en India, tomo como palabra sagrada los consejos de otros viajeros que me cruzo en el camino. Aprender a viajar en India es un proceso de lento de aprendizaje. Ya con solo pronunciar los nombres de los lugares a los que quiero ir me hago bolas. Tomemos por ejemplo este: el templo de Hazrat Nizam-Ud-Din Dargah. ¿Cómo se supone que me puedo acordar de eso y decirlo correctamente para que la gente me entienda? No se diga ya de encontrarlo, porque se ubica en un callejón caótico (el más caótico que haya visto en India hasta el momento, lo cual quiere decir que por aquí acaba de suceder el Big Bang hace menos de dos horas). Y sin embargo, algunos mochileros incluso hablan un poco de hindi, útil herramienta lingüística, porque si uno por ventura logra decir algo correctamente, los indios te miran diferente y no se te montan tanto a la hora de regatear. Yo todavía opto por el viejo método de escribir a dónde quiero ir en un papel y enseñarlo, a lo bruta-muda, y permitir que me estafen.
En fin, cada viajero experimentado con que me cruzo me lo tomo como un gurú y sigo sus iluminados consejos. De este modo, después de una charla en una terraza en Delhi con un holandés que ha estado ya cuatro veces en India, me ilumina el camino hacia el norte y me sugiere trazar una línea encima de la capital y comenzar a recorrer todo lo que esté por encima de ella hasta que llegue octubre, en un intento por no morir en las llamas infernales del sur, donde el calor de esta época es mortal para cualquiera que no porte un pasaporte de Mercurio. O sea, que tengo dos opciones: norte-fresco o sur-infierno.
Así que heme aquí, en el norte de India, ya sin calor (¡milagro, milagro!), pero con una lluvia del carajo. Y tal parece que hasta septiembre seguirá.
Lo primero que veo cuando me despierto en el bus llegando a Himachal Pradesh... agua en todas sus formas.

Me debato. Podría seguir la jornada que tenía en mente: continuar desde Manali más al norte y cruzar los Himalayas hacia la región de Cachemira, por la segunda carretera más alta del mundo (a más de 5000 metros), un paraje que mis gurús mochileros en Delhi me han dicho que es lo más cercano a estar en la luna... Pero, ¿para qué? ¡Solo voy a ver nubes! Eso, sin duda, destruiría mi ilusión lunar, considerando que en la luna no se enfrentan a semejantes neblinosos problemas de visibilidad... Entonces bueno, me espero a que pase el monzón: la verdad no quiero perderme de nada y, aunque uno nunca sabe, yo sí sé que este será mi único viaje a la India, porque no queda precisamente a la vuelta de la esquina y aún quiero ir a otros 53 países más... Yo y mis delirios.. ¿Pero quedarme casi un mes aquí, vegetando en Manali, que está muy tuanis, pero ciertamente no hay mucho para hacer entre cuatro paredes excepto fumar hachís...? No, es que un mes aquí no me visualizo... Pero, ¿a dónde putas me voy mientras tanto...? ¿Delhi...? Ni operada de la jupa, al final pasé ahí dos semanas porque tuve mi primera infección asiática en las amígdalas y pasé cinco días en cama, con la única distracción turística de ir a mi primer hospital indio... ¿Al sur...? Ni pensarlo, no quiero asfixiarme en ese sauna geográfico.
Entonces, paso a reflexionar acerca de mis dos semanas en India. A pesar de que ya he estado en algunos países de África, creo que la miseria que he visto aquí no la conocí hasta ahora. De verdad: no creo que haya visto semejante nivel de pobreza como en India... Es la superpoblación: alimentar a 1200 millones de personas aquí y 20 millones en Mozambique... hasta una retrasada para las matemáticas como yo puede hacer la resta... Y bueno, hablando de Mozambique, ese fue el último voluntariado que hice y de eso estamos hablando ya hace cuatro años... Los mismos que llevo soltera, qué felicidad la mía... O sea, que tengo dos opciones: vegetar-en-el-pueblo-hippy-de-Manali-en-las-cafeterías-fumando-hierba o ir-a-hacer-algo-útil-no-egoísta-de-voluntariado. Me decido: es momento no sólo de tener novio otra vez, sino de hacer voluntariado de nuevo.
El único sitio que se me ocurre es mirar diez horas en bus hacia el oeste y enrumbar hacia Dharamsala (un nombre que sí puedo pronunciar para variar) y cuatro kilómetros montaña arriba instalarme en McLeod Ganj, donde se localiza el gobierno del Tíbet en el exilio y tiene ubicada su residencia oficial el Dalai Lama. Ahí, hay varias organizaciones que trabajan con refugiados tibetanos, quienes cruzan los Himalayas a pie (sí, a pie) durante semanas hasta encontrar asilo político en India.
Mi debate, por fin, está concluido: voy a buscar alguna organización de voluntariado en McLeod Ganj hasta que el monzón pase. Empaco y a la noche siguiente, estoy subida en un bus con una docena de israelíes, dispuesta por tres semanas a convertirme en vecina del Dalai Lama.


No sé cómo en algún momento pensé que venirme a McLeod Ganj era buena idea... ¿EN QUÉ PUTAS ESTABA PENSANDO?
Apenas y me estoy recuperando de mi paranoia de que ser mujer y viajar sola en India es una combinación imposible y de repente me encuentro en la parada de buses de McLeod Ganj, sola, a las 4 a.m. y sin idea de para dónde agarrar.
Vuelve a cruzar por mi cabeza de dama en apuros la idea de convertirme en transexual, hacerme la operación de cambio de sexo y seguir inyectándome testosterona por el resto de mis días: ¡cómo desearía ser hombre en este momento, por la gran puta! Considerando que el grupo de israelíes va hacia otro pueblo vecino y se suben todos en tres taxis, yo me quedo entonces sola en la madrugada rodeada de hombres en la estación de bus, que me miran como me suelen mirar los hombres aquí... Latinoamericanas: nosotras, que nos quejamos de los maes que acostumbran acosarnos verbalmente en la calle con sus “rica mamacita, venga que la chupo toda” déjenme decirles que eso es más llevadero. Al menos, los pelados esos expresan lo que sienten y uno tiene algo de información con la cual defenderse. Uno sabe a qué se enfrenta. Pero no hay nada peor que la manera en que te miran algunos indios: fijamente, serios, fijamente, con intensidad, fijamente, casi que con la boca abierta y uno no tiene ni la menor idea de qué están pensando... No lo sé, a mí todavía me asustan para el momento en que me encuentro aquí sola en la parada de bus de McLeod Ganj a las 4 de la mañana de un domingo. Y por mi mente, a todo esto, siguen cruzando todas las recomendaciones que he oído de mi amiga india Priyanka, de otros mochileros, de las guías de viaje: no camines NUNCA sola de noche en India... O sea, que tengo dos opciones: quedarme-aquí-bajo-las-miradas-libidinosas-de-hombres-indios o subirme-a-un-taxi-y-jugármela-a-encontrar-un-lugar-donde-dormir-hasta-que-salga-el-sol.
Me decido a subime a un taxi. Prefiero tener que enfrentarme con el taxista si las cosas se llegan a poner heavy, que con una docena de maes en una parada de bus en un país que no conozco.
El taxista, por supuesto, no me ataca sexualmente, pero sí monetariamente: el tipo me estafa. Me dice que me lleva por $3,5 a uno de los hostales que tengo anotados en un papel sacados de Lonely Planet (después de mi primer hostal en Delhi me declaro atea de los comentarios de Hostelbookers y Hostelworld y ahora sólo le creo a Lonely Planet... palabra sagrada, como la de los mochileros). 
Uno se da cuenta de que ya ha pasado algún tiempo en India cuando comienza a pensar como indio respecto del dinero: aquí todo es taaaaan barato, que cuando uno se entera comienza a regatear por 100 colones (20 centavos de dólar más o menos) porque de verdad representan mucho en este país. Por lo tanto, ya la suma de $3,5 de entrada, a mi cerebro ya indianizado, le parece casi un robo a mano armada. Debí haber estudiado algo de hindi antes de venirme aquí para no quedar como la turista occidental bruta... Pero luego hago la conversión y me doy cuenta de que estoy arriesgándome a algo peor por pinches 1700 colones, suma que comúnmente me gasto en dos cervezas. No, por dos cervezas yo aquí sola en la noche no me quedo y me subo al taxi.
El segundo problema surge cuando descubro de que, más allá de Delhi, el concepto de recepción las 24 horas no parece estar muy extendido por estos rumbos... Todos los hoteles, casas de huéspedes, pensiones y hostales están CERRADOS a cal y canto, como si hubiera toque de queda. ¿Y ahora qué? No, es que yo de este taxi no me bajo ni amarrada y ni a putas me quedo en la calle sola hasta que amanezca. Todo está tan oscuro (aquí en India se va la luz a cada rato) y está tan vacío, con excepción de algunos hombres, de esos que me miran de la manera en que me miran...
El taxista, tal vez tomando un poco de consciencia kármica, decide que probemos por otras calles hasta que por fin encuentra una casa de huéspedes donde nos abre la puerta un niño de unos nueve años trasnochado. El cuarto (porque es doble) cuesta la módica suma de 700 rupias (más o menos $13) lo cual, volviendo a los parámetros indios, es una cantidad medio estratosférica, pero bueno, yo estoy agotada, con diez horas de bus encima por unas carreteras llenas de curvas y conducidas a la manera india (léase: a lo bestia)...O sea, que tengo dos opciones: pago-este-cuarto-de-onerosas-700-rupias o duermo-en-la-calle-en-compañía-de-algunos-maes-desconocidos-y-las-vacas-sagradas. Yo diría que más bien solo tengo una opción.
Así que sigo al chamaco medio sonámbulo, pago las 700 rupias y me acuesto a dormir, inmensamente feliz de estar segura en una cama.


No sé cómo en algún momento pensé que el monzón era algo romántico... ¿EN QUÉ PUTAS ESTABA PENSANDO?
Si el monzón en Manali me pareció el diluvio continuo del Antiguo Testamento, aquí me encuentro con el Apocalipsis acuático: ¡qué manera de llover! Siempre he sabido que una nube me persigue y que traigo conmigo las lluvias tropicales en mi aura, pero aquí es la hipérbole de la lluvia. Nada de extrañar, porque seguimos en la India y es esta tierra de hipérboles, como mencioné en alguna entrada anterior.
Pero bueno, ¡ya qué! Ya no tengo más a dónde ir y si la idea es quedarme entre cuatro paredes, pues que al menos sea por el bien de la gente del Tíbet.
Lo más que he llegado a ver de los Himalayas hasta el momento...

A diez días de mi llegada a McLeod Ganj, cuando escribo esta entrada, estoy bastante convencida de haber tomado la decisión correcta. A pesar de que sigue lloviendo y aún no he visto los Himalayas detrás de las densas nubes monzónicas, este tiene que ser uno de los lugares más interesantes por los que haya mochileado jamás.
O sea, estimados lectores del caballito de bambú, que tienen dos opciones: dejarse-atiborrar-por- todo-un-mes-con-solo-entradas-acerca-de-la-situación-política-del-Tíbet-en-modalidad-lavado-de-cerebro o dejar-de-leer-este-blog-hasta-nuevo-aviso-y-dedicarse-a-Pinterest, porque sinceramente creo que es un deber moral, espiritual y humano informarse acerca de lo que está ocurriendo bajo el gobierno de China y que es MUY SERIO, poco cubierto por la agenda periodística internacional y de lo cual TODOS Y CADA UNO debemos tomar consciencia y hacer algo.
Ahí se las dejo picando en la cancha, mientras continúo en la sede del gobierno tibetano en el exilio, esperando a que caiga la última gota del no tan romántico monzón.