Como un mantra, caído desde la radio
en el carro de Miguel (mi amigo español, quien me conduce hacia el
aeropuerto de Munich para tomar mi vuelo hacia Delhi), la canción
repite lo mismo una y otra vez: One day baby we'll be old and
think about the stories that we could have told...
Esa pasión por coleccionar historias.
Por coleccionar recuerdos, pues de eso está hecha la vida: de
recuerdos. Creemos ingenuamente que la vida está hecha de presente,
cuando en realidad está hecha de pasado. El presente es tan fugaz...
El presente es como un chorro de agua que intentamos atrapar con la
mano, pero solo nos quedan unas gotas apenas de lo que fue y eso es
todo. Lo que hicimos esta mañana es ya recuerdo. El primer párrafo
de esta historia es ya recuerdo. La frase que recién escribí
también es recuerdo. La palabra anterior, “recuerdo”, es un
recuerdo. Todo es recuerdo. Un recuerdo, una historia que se podrá
contar, y esa historia es nuestra vida.
Mi primer día en Delhi escuché esa
canción sin cesar, mientas me debatía en mi primer ataque de pánico
en la historia, en un cuartucho en un hostal de mierda del Main
Bazaar, un hueco abierto hacia el infierno en esta tierra, con el
calor infernal consecuente de un julio tórrido y monzónico en la
capital de India: One day baby we'll be old, oh baby, we'll be old
and think about the stories that we could have told...
En los Himalayas, en la segunda carretera más alta del mundo, a 5359 metros sobre el nivel del mar.
Algún día seré vieja y pensaré en
todas esas historias que pude haber contado, pero que no quise
escribir. Mi historia de la India. Mi libro sobre la India. ¿Quería
acaso que fuera esta mi historia de cómo permanecí sólo 48 horas
en Asia y me regresé aterrada a casa, ante la perspectiva de estar
sola literalmente al otro lado del mundo? (Si comienzo a moverme más
hacia el este, comienzo a devolverme: Costa Rica está
geográficamente al otro lado del planeta). ¿Quería brincar desde
el Main Bazaar hacia el aeropuerto, con plata prestada, para volver
a la zona de confort de mi casa? ¿O quería en verdad seguir cavando
más profundo ese agujero hacia el infierno abierto en el Main Bazaar
de Delhi, atravesar por el fuego del centro de la Tierra que es India
y salir por el lado opuesto hasta volver a casa? Pues sí. ¿Qué
clase de protagonista sería yo entonces si me regreso ahora? Y así,
pensando en la Andrea ya anciana, quien tendría que contar la
absurda historia de cómo duró sólo dos días en la India porque se
cagó del miedo, decidí darle algo mejor de qué escribir y, al
final, me quedé cuatro meses. Cuatro de los meses más difíciles y
retadores de mi vida.
Mientras escribo estas líneas, en un
paraje recóndito de Kerala, al sur de la India, en una playa casi
desierta, que es como un margen olvidado de la página donde nadie
más viene a escribir historias, (solo un mae mitad alemán, mitad
indio, quien se abrió un hostal hace seis semanas que parece
condenado al fracaso), me quedan tan sólo cuatro días para
marcharme de India.
Hace cuatro meses, en Delhi, puerto de
entrada y salida para numerosos mochileros, veía a aquellos que se
marchaban con un dejo inevitable de envidia. O más bien, dejo no:
mucha envidia. Envidia porque ya habían sobrevivido para contarlo y
se marchaban de nuevo a sus casas en occidente, donde la
superpoblación no te hace luchar por tu espacio en el mundo todos
los días. Podrían envejecer en paz sin pensar en las historias que
podrían haber contado. O más bien, no sólo sentía por ellos mucha
envidia, sino mucha admiración. Admiración. Y pensaba: “Nunca voy
a poder ser como ellos. Los 46 países en los que he estado
anteriormente no me han servido de nada. Mi mochila es el bulto de la
escuela. No puedo decir que yo he viajado hasta haber venido a
India”. Y ahora, heme aquí, encontrándome con viajeros recién
llegados a quienes puedo dictarles una pequeña lección mochilera de
cómo manejarse en este caótico subcontinente.
No me gusta alardear de lo que puedo
hacer. O al menos, eso trato. Pero a cuatro días de acabar con mi
estancia aquí, me siento muy orgullosa de mí misma. Súper
orgullosa, más orgullosa de mí misma que nunca. Toda persona que
venga a la India merece respeto. Y, sobre todo, toda mujer que venga
por sí sola a la India merece admiración. Porque hijueputa país,
no es nada fácil.
En Jodhpur, la ciudad azul.
India es como el bicho feo que uno
encuentra en la cocina. El primer impulso es matarlo con la escoba.
Asusta. O más que asusta, espanta. Pero luego, con el tiempo, uno se
da cuenta de que si sabe cómo tratarlo, no pica y, de hecho, puede
resultar hasta inofensivo. Entonces, o lo amás o lo odiás. Yo no lo
amo, ni lo odio. Porque la India, como país de extremos, donde se
encuentra la tercera parte de la población más pobre del planeta y
el número más creciente de millonarios en dólares del mundo, te
pone también en extremos. Nunca, en ningún otro país, tus sentidos
se pondrán más a prueba: nunca habrá para mí en el mismo país
tanto escándalo como en una calle de Delhi y nunca habrá tanto
silencio como una noche en el desierto de Rajasthan. Nunca estaré
tan alto como en el Taglangla Pass, a 5359 metros sobre el nivel del
mar, entre los Himalayas, y nunca tan bajo como al zambullirme en el
mar arábigo. Nunca habrá tanta fiesta como en un fantástico club
en Goa, ni nunca tanta paz como en un monasterio budista en
Dharamsala, en el medio de los Himalayas. Nunca habrá tanto calor
como al visitar la tumba de Humayun, ni nunca tanto frío como al
acampar en medio de las montañas en Cachemira. Nunca habrá escena
tan espantosa como los mendigos en las escaleras de la Jama Masjid,
en Delhi, ni escena tan hermosa como el paisaje lunar de la carretera
entre Manali y Leh. Nunca me sentiré peor que ese día en ese
cuartucho en Delhi, ni nunca tan feliz como en la parte trasera de la
motocicleta de ese israelí, recorriendo la orilla del mar en Goa al
atardecer. India, nación bipolar y de extremos, como yo. Quizás por
eso es que nos cuesta tanto llevarnos. Somos demasiado parecidas.
No me reconozco ya en esa Andrea
atrincherada en un McDonald's de Delhi, comiendo las papas fritas con
una servilleta, aterrada de los gérmenes indios, cuando hice de
tripas corazón y palabras y hechos e historias y salí por primera
vez a recorrer las calles de India sola. Esa, que inocentemente preguntó por un supermercado en pleno Main Bazaar. Esa, que no se subía sola
en un rickshaw. Esa, que no sabía regatear en un mercado.
Esa, que no sabía reservar un tiquete de tren entre las venas
ferroviaras por las que recorren millones de indios este país cuyo
corazón nadie sabe dónde queda, pues tiene muchos. Esa, que creía
que ya no lloraba al despedirse y que agonizó lentamente mientras se
despedía de su héroe israelí en una parada de buses, intentado
desprenderse de él como un trago
de tequila, cuando aquello acabó por ser como tomarse toda la
botella, lenta y dolorosamente. Esa, que no tenía en su mochila
todas las historias que yo tengo ahora.
La Cow y yo en el desierto de Jaisalmer.
Y eso es lo que hace una buena
historia: que el personaje evolucione. Que se convierta en alguien
más de lo que alguna vez jamás soñó ser. Son muchos los que
vienen por aquí en busca de encontrarse a sí mismos. Yo no
necesitaba venir aquí para lograrlo, pero sí quizás para volver a
sentir, que es a lo que más temo quizás. Temor a sentir miedo,
amor, desesperación, paz, soledad. Volver a sentir lo que es
enfrentarme a mí misma, con todo lo que llevo adentro. Y sacarlo,
fumándomelo en una pipa llena de hachís o respirando el aire cálido
del mar arábigo, en las costas de Kerala. Y convertirme en alguien
más fuerte de lo que pensaba.
Y por lo demás, las historias, que me
llevo en la mochila, junto con una nueva bandera por coser en ella.
La historia de cómo aprendí a montar a camello. La historia de cómo
acabé frente al Dalai Lama. La historia de cómo terminé en un
hospital indio (dos veces). La historia de cómo hice un esfuerzo
para no llorar frente al Taj Mahal. La historia de cómo flotaba una
vaca muerta al lado mío en un bote por el Ganges. La historia de
cómo en una azotea, bajo las estrellas, mientras las mezquitas se
despertaban para orar al amanecer en Jaisalmer, me di cuenta de que
estaba entre unos brazos de los cuales no quería desprenderme, así
significase perder el bus, el tren y el avión. La historia de cómo
lloré mientras incineraban al frente mío un anciano hindú a quien
nunca conocí. La historia de cómo estreché la mano de Manu Chao y
de cómo terminé junto a Mick Jagger en un festival de música en el
fuerte de la ciudad azul de Jodhpur, en la noche de luna llena más
brillante del año. La historia de cómo me perdí buscando la casa
de Tagore en Calcuta. La historia de cómo vagué en bicicleta
buscando templos en la ciudad perdida de Hampi. La historia de cómo
los fuegos artificiales no terminaban nunca en una noche junto al mar
arábigo en Mumbai. La historia de cuánto se suda en una
discoteca silenciosa en Palolem. La historia de cómo se vence el
miedo no sólo hacia lo desconocido, sino hacia una misma. Las
historias, en fin, mis historias, las que puedo contar sin pensar ya
en que pude haberlo hecho.
One day baby we'll be old, oh baby,
we'll be old and think about the stories that we could have told.
Sé que hay mucha gente que ha venido a la India. Sé que hay muchas
mujeres que han venido solas a la India. Y sé que, probablemente,
tienen mucho mejores historias para contar que yo. Pero en mi vida,
en mi novela personal, solo una persona lo ha hecho: yo. And I
will never think about the stories that I could have told, sino
que las podré escribir, hasta la última letra, que se estampe en la
memoria como el último rayo de sol en una playa solitaria de Kerala,
que se convierte en recuerdo, lentamente, como toda historia, que
siempre tiene un final...