viernes, 6 de diciembre de 2013

One day baby we'll be old and think about the stories that we could have told...

Como un mantra, caído desde la radio en el carro de Miguel (mi amigo español, quien me conduce hacia el aeropuerto de Munich para tomar mi vuelo hacia Delhi), la canción repite lo mismo una y otra vez: One day baby we'll be old and think about the stories that we could have told...

Esa pasión por coleccionar historias. Por coleccionar recuerdos, pues de eso está hecha la vida: de recuerdos. Creemos ingenuamente que la vida está hecha de presente, cuando en realidad está hecha de pasado. El presente es tan fugaz... El presente es como un chorro de agua que intentamos atrapar con la mano, pero solo nos quedan unas gotas apenas de lo que fue y eso es todo. Lo que hicimos esta mañana es ya recuerdo. El primer párrafo de esta historia es ya recuerdo. La frase que recién escribí también es recuerdo. La palabra anterior, “recuerdo”, es un recuerdo. Todo es recuerdo. Un recuerdo, una historia que se podrá contar, y esa historia es nuestra vida.

Mi primer día en Delhi escuché esa canción sin cesar, mientas me debatía en mi primer ataque de pánico en la historia, en un cuartucho en un hostal de mierda del Main Bazaar, un hueco abierto hacia el infierno en esta tierra, con el calor infernal consecuente de un julio tórrido y monzónico en la capital de India: One day baby we'll be old, oh baby, we'll be old and think about the stories that we could have told...
En los Himalayas, en la segunda carretera más alta del mundo, a 5359 metros sobre el nivel del mar.

Algún día seré vieja y pensaré en todas esas historias que pude haber contado, pero que no quise escribir. Mi historia de la India. Mi libro sobre la India. ¿Quería acaso que fuera esta mi historia de cómo permanecí sólo 48 horas en Asia y me regresé aterrada a casa, ante la perspectiva de estar sola literalmente al otro lado del mundo? (Si comienzo a moverme más hacia el este, comienzo a devolverme: Costa Rica está geográficamente al otro lado del planeta). ¿Quería brincar desde el Main Bazaar hacia el aeropuerto, con plata prestada, para volver a la zona de confort de mi casa? ¿O quería en verdad seguir cavando más profundo ese agujero hacia el infierno abierto en el Main Bazaar de Delhi, atravesar por el fuego del centro de la Tierra que es India y salir por el lado opuesto hasta volver a casa? Pues sí. ¿Qué clase de protagonista sería yo entonces si me regreso ahora? Y así, pensando en la Andrea ya anciana, quien tendría que contar la absurda historia de cómo duró sólo dos días en la India porque se cagó del miedo, decidí darle algo mejor de qué escribir y, al final, me quedé cuatro meses. Cuatro de los meses más difíciles y retadores de mi vida.

Mientras escribo estas líneas, en un paraje recóndito de Kerala, al sur de la India, en una playa casi desierta, que es como un margen olvidado de la página donde nadie más viene a escribir historias, (solo un mae mitad alemán, mitad indio, quien se abrió un hostal hace seis semanas que parece condenado al fracaso), me quedan tan sólo cuatro días para marcharme de India.

Hace cuatro meses, en Delhi, puerto de entrada y salida para numerosos mochileros, veía a aquellos que se marchaban con un dejo inevitable de envidia. O más bien, dejo no: mucha envidia. Envidia porque ya habían sobrevivido para contarlo y se marchaban de nuevo a sus casas en occidente, donde la superpoblación no te hace luchar por tu espacio en el mundo todos los días. Podrían envejecer en paz sin pensar en las historias que podrían haber contado. O más bien, no sólo sentía por ellos mucha envidia, sino mucha admiración. Admiración. Y pensaba: “Nunca voy a poder ser como ellos. Los 46 países en los que he estado anteriormente no me han servido de nada. Mi mochila es el bulto de la escuela. No puedo decir que yo he viajado hasta haber venido a India”. Y ahora, heme aquí, encontrándome con viajeros recién llegados a quienes puedo dictarles una pequeña lección mochilera de cómo manejarse en este caótico subcontinente.

No me gusta alardear de lo que puedo hacer. O al menos, eso trato. Pero a cuatro días de acabar con mi estancia aquí, me siento muy orgullosa de mí misma. Súper orgullosa, más orgullosa de mí misma que nunca. Toda persona que venga a la India merece respeto. Y, sobre todo, toda mujer que venga por sí sola a la India merece admiración. Porque hijueputa país, no es nada fácil.
En Jodhpur, la ciudad azul.

India es como el bicho feo que uno encuentra en la cocina. El primer impulso es matarlo con la escoba. Asusta. O más que asusta, espanta. Pero luego, con el tiempo, uno se da cuenta de que si sabe cómo tratarlo, no pica y, de hecho, puede resultar hasta inofensivo. Entonces, o lo amás o lo odiás. Yo no lo amo, ni lo odio. Porque la India, como país de extremos, donde se encuentra la tercera parte de la población más pobre del planeta y el número más creciente de millonarios en dólares del mundo, te pone también en extremos. Nunca, en ningún otro país, tus sentidos se pondrán más a prueba: nunca habrá para mí en el mismo país tanto escándalo como en una calle de Delhi y nunca habrá tanto silencio como una noche en el desierto de Rajasthan. Nunca estaré tan alto como en el Taglangla Pass, a 5359 metros sobre el nivel del mar, entre los Himalayas, y nunca tan bajo como al zambullirme en el mar arábigo. Nunca habrá tanta fiesta como en un fantástico club en Goa, ni nunca tanta paz como en un monasterio budista en Dharamsala, en el medio de los Himalayas. Nunca habrá tanto calor como al visitar la tumba de Humayun, ni nunca tanto frío como al acampar en medio de las montañas en Cachemira. Nunca habrá escena tan espantosa como los mendigos en las escaleras de la Jama Masjid, en Delhi, ni escena tan hermosa como el paisaje lunar de la carretera entre Manali y Leh. Nunca me sentiré peor que ese día en ese cuartucho en Delhi, ni nunca tan feliz como en la parte trasera de la motocicleta de ese israelí, recorriendo la orilla del mar en Goa al atardecer. India, nación bipolar y de extremos, como yo. Quizás por eso es que nos cuesta tanto llevarnos. Somos demasiado parecidas.

No me reconozco ya en esa Andrea atrincherada en un McDonald's de Delhi, comiendo las papas fritas con una servilleta, aterrada de los gérmenes indios, cuando hice de tripas corazón y palabras y hechos e historias y salí por primera vez a recorrer las calles de India sola. Esa, que  inocentemente preguntó por un supermercado en pleno Main Bazaar. Esa, que no se subía sola en un rickshaw. Esa, que no sabía regatear en un mercado. Esa, que no sabía reservar un tiquete de tren entre las venas ferroviaras por las que recorren millones de indios este país cuyo corazón nadie sabe dónde queda, pues tiene muchos. Esa, que creía que ya no lloraba al despedirse y que agonizó lentamente mientras se despedía de su héroe israelí en una parada de buses, intentado desprenderse de él como un trago de tequila, cuando aquello acabó por ser como tomarse toda la botella, lenta y dolorosamente. Esa, que no tenía en su mochila todas las historias que yo tengo ahora.
La Cow y yo en el desierto de Jaisalmer.

Y eso es lo que hace una buena historia: que el personaje evolucione. Que se convierta en alguien más de lo que alguna vez jamás soñó ser. Son muchos los que vienen por aquí en busca de encontrarse a sí mismos. Yo no necesitaba venir aquí para lograrlo, pero sí quizás para volver a sentir, que es a lo que más temo quizás. Temor a sentir miedo, amor, desesperación, paz, soledad. Volver a sentir lo que es enfrentarme a mí misma, con todo lo que llevo adentro. Y sacarlo, fumándomelo en una pipa llena de hachís o respirando el aire cálido del mar arábigo, en las costas de Kerala. Y convertirme en alguien más fuerte de lo que pensaba.

Y por lo demás, las historias, que me llevo en la mochila, junto con una nueva bandera por coser en ella. La historia de cómo aprendí a montar a camello. La historia de cómo acabé frente al Dalai Lama. La historia de cómo terminé en un hospital indio (dos veces). La historia de cómo hice un esfuerzo para no llorar frente al Taj Mahal. La historia de cómo flotaba una vaca muerta al lado mío en un bote por el Ganges. La historia de cómo en una azotea, bajo las estrellas, mientras las mezquitas se despertaban para orar al amanecer en Jaisalmer, me di cuenta de que estaba entre unos brazos de los cuales no quería desprenderme, así significase perder el bus, el tren y el avión. La historia de cómo lloré mientras incineraban al frente mío un anciano hindú a quien nunca conocí. La historia de cómo estreché la mano de Manu Chao y de cómo terminé junto a Mick Jagger en un festival de música en el fuerte de la ciudad azul de Jodhpur, en la noche de luna llena más brillante del año. La historia de cómo me perdí buscando la casa de Tagore en Calcuta. La historia de cómo vagué en bicicleta buscando templos en la ciudad perdida de Hampi. La historia de cómo los fuegos artificiales no terminaban nunca en una noche junto al mar arábigo en Mumbai. La historia de cuánto se suda en una discoteca silenciosa en Palolem. La historia de cómo se vence el miedo no sólo hacia lo desconocido, sino hacia una misma. Las historias, en fin, mis historias, las que puedo contar sin pensar ya en que pude haberlo hecho.


One day baby we'll be old, oh baby, we'll be old and think about the stories that we could have told. Sé que hay mucha gente que ha venido a la India. Sé que hay muchas mujeres que han venido solas a la India. Y sé que, probablemente, tienen mucho mejores historias para contar que yo. Pero en mi vida, en mi novela personal, solo una persona lo ha hecho: yo. And I will never think about the stories that I could have told, sino que las podré escribir, hasta la última letra, que se estampe en la memoria como el último rayo de sol en una playa solitaria de Kerala, que se convierte en recuerdo, lentamente, como toda historia, que siempre tiene un final...