Padre, ser
tibetano es tan difícil... Esas fueron las últimas palabras de
Tandim Tso el 7 de noviembre de 2012, antes de prenderse fuego a sí
misma por la libertad del Tíbet. Tenía tan solo 23 años y era
madre de un niño de seis.
No quisiera ni
pensar en lo extrema que debe ser una situación política para
llevar a una persona a decidir morir en público de la manera más
dolorosa que puedo imaginarme. Pero tengo que hacerlo.
He de admitir que
antes de venir a McLeod Ganj, sede del gobierno tibetano en el exilio
en la India, mis conocimientos acerca de la situación del Tíbet se
limitaban a estas abundantes fuentes de sabiduría:
1. La
película Siete años en el Tíbet.
2. La serie de
conciertos que se hicieron por la liberación del Tíbet en 1996.
3. La visita del
Dalai Lama a la UCR en 2004. Que más que información me dio
vergüenza, en vista de que después de que los monjes rezaran, la
concurrencia tuvo la brillante idea de ponerse a aplaudir... Como
diría mi colega mochilero Arturo, quien me acompañó en aquella
bochornosa e infame mañana en la facultad de Derecho: “Esa vara
fue como aplaudir después del padrenuestro”.
4. La información
de un francés a quien conozco en Delhi, cuyo tatuaje más reciente
se lo hizo un refugiado tibetano, quien salió del Tíbet con un
grupo de 50 personas, cruzó los Himalayas y llegó a la India sólo
en compañía de 11 supervivientes. Desde entonces, el mae es un
excelente tatuador, pero tristemente trastornado después de
semejante experiencia.
Por supuesto que me
da pena ser tan ignorante, pero tampoco me juzgo tan severamente como
para ser inmolada en la plaza principal de McLeod Ganj: el Tíbet no
es parte de la agenda de los medios, ni de prácticamente ningún
gobierno. Es como si los Himalayas que lo esconden lo aislaran en
verdad de los ojos del mundo.
Monumento a los mártires del Tíbet en las afueras del museo.
El museo del Tíbet,
en McLeod Ganj y ubicado a pocos metros de la residencia oficial del
Dalai Lama, es infamente pequeño. Porque no queda prácticamente
nada qué enseñar de una nación que tiene más de dos mil años de
antigüedad. Dos billetes de banco y algunas monedas. Un pasaporte.
Algunas fotos. Instrumentos de tortura. Y ya. Lo que ha sobrevivido
después de que los refugiados han llegado cruzando los Himalayas y
que no ha sido comestible.
Los billetes,
monedas y el único pasaporte son para probar que el Tíbet en verdad
existió en algún momento como país independiente, porque los 63
años que lleva ocupado por China hacen que cada vez haya menos gente
que se acuerde, y que quienes lo hagan comiencen a pensar que sólo
fue un sueño.
Las fotos, por su
parte, empapelan un túnel del tiempo: hay algunas en blanco y negro
de cómo era el Tíbet antes y muchas a color de cómo es ahora.
Ahora, la vara se resume en templos destruidos, en bosques
deforestados y ríos contaminados. Desde la ocupación china se han
destruido más de 6000 templos (con todas las reliquias y arte que
eso implica) y los que permanecen se han transformado en prisiones y
en fábricas. Además, una de las regiones más hermosas y ricas
naturalmente, envuelta en montañas al grado de ser considerada el
techo del mundo, se ha convertido en el patio de juegos nucleares de
China. Y nada más como dato colateral: han muerto más de 1.200.000
tibetanos.
Por
último, los instrumentos de tortura revelan lo que es el pasado más
reciente y el presente del Tíbet. Imagínense lo que debe ser estar
colgado de unas esposas ajustadas a los pulgares por horas... O que
le metan a uno un bastón eléctrico en la boca o en el ano... O que
lo cuelguen de los pies y le amarren un ladrillo en el pelo... Cosas
así las pueden contar las personas que caminan por las calles de
McLeod Ganj, pero si les da mucha pena preguntarle a cualquier
parroquiano que ande merodeando entre los rickshaws
y las vacas, siempre pueden acudir a la Asociación de ex presos
políticos, donde más o menos 120 de ellos podrán brindarles
mayores detalles y explicárselos con los dibujos más perturbadores
que hayan visto decorando tres pisos de escaleras.
Lo que
para mí hace aun más trágica la situación por la que atraviesa el
Tíbet bajo la ocupación china es el concepto que manejan los
tibetanos como nación. Si bien es cierto que en Occidente hay muchos
países nacionalistas y que viva México cabrones y Colombia tierra
querida y mucho güipipía y la vara, el concepto que al menos
percibo en los tibetanos es mucho más religioso y espiritual. Para
ellos, pareciera que al chile los han echado del Paraíso y
estuvieran vagando tan confundidos como lo debieron haber estado Adán
y Eva al puro principio, expulsados con todos los chunches fuera del
Edén. Sí: me parece que ellos lo perciben como que los desterraron
del cielo y todo lo sagrado se les quedó ahí; no sólo la tierra,
no sólo la familia, no sólo las costumbres, no sólo su historia,
no sólo lo que es toda esta vida terrenal, sino que hasta el más
allá lo han perdido. El Tíbet para ellos no es sólo su país: es
un universo con todo lo que eso abarca, lo visible y lo invisible.
Es difícil
entender la magnitud de la tragedia de los tibetanos si uno, que es
un fariseo y con costos y se acuerda de cómo persignarse, no se
desprende de su visión occidental y entiende que para ellos el no
poder colocar una foto del Dalai Lama en la casa es una ofensa. No es
sólo un líder religioso o político, sino que es la reencarnación
del patrono del Tíbet o algo así. Por ende, traduciéndolo a términos
católicos (que son con los que estoy más familiarizada), no es que
no los dejan poner la foto del Papa: es que no los dejan poner la
imagen de Jesucristo.
Poniéndonos en esa sintonía, el hecho de que los chinos hayan secuestrado a un niño de 6 años (el prisionero político más joven del mundo y cuyo paradero se desconoce desde 1995) se hace aun más grave si consideramos que es el Panchan Lama, el que los budistas tibetanos consideran como el segundo en importancia después del Dalai Lama.
Poniéndonos en esa sintonía, el hecho de que los chinos hayan secuestrado a un niño de 6 años (el prisionero político más joven del mundo y cuyo paradero se desconoce desde 1995) se hace aun más grave si consideramos que es el Panchan Lama, el que los budistas tibetanos consideran como el segundo en importancia después del Dalai Lama.
El prisionero político más joven del mundo.
Pero bueno, si no
puedo transportarlos a la experiencia religiosa (es muy difícil
hacerlo cuando uno viene del Oeste y de varios husos horarios atrás)
póngamonos en un plano materialista. Lo que hace aun más grave la
tragedia del Tíbet es que no tiene petróleo, ni nada que le
interese a las grandes potencias mundiales. Como dijo el Venerable
Bagdro, monje y ex prisionero político tibetano (cuyas experiencias
se narrarán en alguna próxima entrada, cuando sepa cómo escribir
lo suficientemente bien para hacerle honor a su historia): “Países
como Kuwait o Irak han tenido suerte. Poseen algo que a las naciones
poderosas les interesa y por eso recibieron atención mundial. El
Tíbet no tiene tanto qué ofrecer y por eso su destino es este”.
O no, más bien la
peor parte de la tragedia del Tíbet es que su gente es pacífica.
Seguro que si armaran un despiche como en Siria, como en Libia o como
en Sudán y la sangre no es escondiera detrás del férreo control de
los medios y del dinero de China, podríamos mirar por encima de los
Himalayas y darnos cuenta. Pero no. Tal parece que la opinión
internacional es tan sorda que sólo escucha cuando llegan las balas:
si se practica la paz es un método demasiado silencioso.
No hay ser más
pacífico que yo haya visto en mi vida que un monje budista. Es una
sensación indescriptible cuando hablás con uno de ellos: es como si
un aura de armonía te envolviera. Llevan consigo como un perímetro
de paz en el que si uno ingresa, recibe una luz que rellena todas las
grietas que tenga su gastada fe en la humanidad. Los monjes son las
personas más sonrientes que haya visto jamás. Incluso, he de
admitir que por mi cabeza impulsiva se me ha pasado la idea de
raparme la jupa e ir a tocar la puerta de la estupa más cercana, a
ver si me aceptan y puedo yo llegar a sonreír de esa manera.
Imaginarse a un ejército de monjes es casi como imaginarse a un
ejército de osos perezosos o de delfines. Pero sucede: cuando de
protestar se trata, lanzan piedras y queman edificios. No me cabe en
la cabeza el grado de represión que se puede llegar a sufrir como
para que un monje llegue a hacer eso. Es como ver a los ositos
cariñosos saqueando un negocio y prendiéndole fuego a una patrulla.
A tal nivel de
desesperación se puede llegar, que miles de tibetanos han decidido
cruzar los Himalayas durante meses, durmiendo de día y caminando de
noche para no ser descubiertos, hasta llegar a Nepal o a la India. O
sea, esta gente no está cruzando el cerro del Ochomogo, la
Carpintera, el Monte del Aguacate o tan siquiera el Chirripó: están
cruzando los Himalayas, donde uno ni respira bien de lo alto que está
y donde existe la era del hielo desde siempre. Cruzan los Himalayas
niños, ancianos, mujeres embarazadas, ex prisioneros que acaban de
salir de la cárcel con toooodas las consecuencias de días de
tortura, después de haber estado alimentándose solo con el algodón
de sus edredones. Sólo imagínense lo que ha de ser estar entre los
Himalayas de noche, a yo no sé cuántos grados bajo cero, con un yak
congelado a la par de uno y mirando todo el tiempo si aparece por ahí
un helicóptero con chinos que primero disparan y después preguntan.
Mae, yo no sé ustedes, pero yo no puedo imaginarme ninguna situación
que me angustie tanto al grado de empujarme a cruzar los Himalayas.
Y lo
que me parece aun peor: a tanto ha llegado el nivel de desesperación
y de súplica por la atención internacional, que más de 100
tibetanos han optado por inmolarse en público, el último el pasado
6 de agosto. No sólo en el Tíbet, sino en otras ciudades fuera del
país. Su razonamiento es que vivir así, bajo la bota china o en el
exilio no vale la pena, y al menos su suicidio debe servir para algo,
para concientizarnos sobre el tema, para que la sangre se vea en
público y no detrás de la gran muralla china. Una muerte útil, al
menos. Porque van a morir de todas maneras.
Tibetanos que se han inmolado por la libertad del Tíbet.
¿Y es que quién
putas se enfrenta a China por un montón de gente pacífica? Nadie.
Tiquicia menos. Cuando inauguraron el estadio nacional me acuerdo de
que escribí un artículo en su contra. Por supuesto, no me lo
publicaron en ningún periódico y entonces recurrí al blog. Por ahí
recibí un par de comentarios bien amables acerca de mi falta de
empatía con el espíritu criollo, que tan orgulloso está de su puto
estadio. Como siempre yo, la despatriada, que no tengo bandera y que
la tijeterearía gustosamente si no me deja ver a otro ser humano.
Deberían de inmolarme en la Plaza de la Cultura. Pero mae, después
de estar aquí, le voy a prender fuego al puto estadio de mierda.
¿Cómo carajos Costa Rica, que es un país sin ejército, y disque
democrático y no sé qué otras leyendas de clases de cívica del
ministerio, se deja comprar con un estadio para ignorar el dolor de
esta gente? Se me cae la cara de vergüenza de venir de un país con políticas hipócritas y que prefiere
el dinero antes que la paz. Muy tuanis, muy pura vida como siempre:
mientras todos los maratonistas de moda llegan ahí triunfantes al
final de sus carreras Correcaminos y vamos todos al concierto de Lady
Gaga, China sigue torturando sin ni siquiera permitir el acceso a los
medios de comunicación o los turistas sin guía. Entretanto,
nosotros nos atragantamos con un bloque de cemento y no decimos nada.
Nos hubiéramos quedado con el viejo estadio que se caía a pedazos y
hubiéramos seguido usando el Ricardo Saprissa para eventos masivos,
mucho más honorable hubiese sido eso. Mínimo cuando éramos compas
de Taiwán los maes nos regalaron un puente, que es mucho más útil,
pero ¿un estadio? El fútbol es el opio de los pueblos de verdad.
Perdón, me salí
del tema. Pero es que al chile, si yo con sólo unos días aquí he
llegado a albergar tal grado de frustración, no quiero ni pensar lo
que debe sentir un tibetano. No quiero ni pensar lo que deben sentir
los padres refugiados cuando dejan a sus bebés en la mañana en la
guardería (estoy haciendo voluntariado en una) y saber que sus hijos
nunca van a ver ese sitio de cuento de hadas que parece ser el Tíbet,
porque hay un hijueputa soldado chino de mente cerrada ocupando su
lugar. No quiero ni pensar lo que debe sentir un monje al ver que la
paz que irradia se va extinguiendo de a poquitos, tan lenta y
dolorosamente como se enloquece con la tortura de la gota de agua. No
quiero ni pensar lo que debe ser sentir que morir congelado en los
Himalayas o quemado en público puede ser mejor.
No quiero pensarlo.
Pero tengo que hacerlo.
HACÉ ALGO POR EL TÍBET. Usualmente este apartado es para lavarles el cerebro con que se suscriban y bla bla bla, pero esta vez, de verdad, la idea es crear consciencia sobre la situación del Tíbet. Si no te sentís tan piromaníaco como para venirte a quemar el estadio nacional conmigo o no te cuadra como escribo como para postearlo en tu muro de Facebook, Twitter, etc., tranqui, pero hablá con tus conocidos, presioná al gobierno, escribí cartas, hacé algo para que el tema se escuche más allá de los medios de comunicación tradicionales. Lo que sea. TODO CUENTA. La causa del Tíbet: pasala. ;)