viernes, 30 de agosto de 2013

Triste historia tibetana (o algunas razones para odiar el estadio nacional).

Padre, ser tibetano es tan difícil... Esas fueron las últimas palabras de Tandim Tso el 7 de noviembre de 2012, antes de prenderse fuego a sí misma por la libertad del Tíbet. Tenía tan solo 23 años y era madre de un niño de seis.
No quisiera ni pensar en lo extrema que debe ser una situación política para llevar a una persona a decidir morir en público de la manera más dolorosa que puedo imaginarme. Pero tengo que hacerlo.
He de admitir que antes de venir a McLeod Ganj, sede del gobierno tibetano en el exilio en la India, mis conocimientos acerca de la situación del Tíbet se limitaban a estas abundantes fuentes de sabiduría:
1. La película Siete años en el Tíbet.
2. La serie de conciertos que se hicieron por la liberación del Tíbet en 1996.
3. La visita del Dalai Lama a la UCR en 2004. Que más que información me dio vergüenza, en vista de que después de que los monjes rezaran, la concurrencia tuvo la brillante idea de ponerse a aplaudir... Como diría mi colega mochilero Arturo, quien me acompañó en aquella bochornosa e infame mañana en la facultad de Derecho: “Esa vara fue como aplaudir después del padrenuestro”.
4. La información de un francés a quien conozco en Delhi, cuyo tatuaje más reciente se lo hizo un refugiado tibetano, quien salió del Tíbet con un grupo de 50 personas, cruzó los Himalayas y llegó a la India sólo en compañía de 11 supervivientes. Desde entonces, el mae es un excelente tatuador, pero tristemente trastornado después de semejante experiencia.
Por supuesto que me da pena ser tan ignorante, pero tampoco me juzgo tan severamente como para ser inmolada en la plaza principal de McLeod Ganj: el Tíbet no es parte de la agenda de los medios, ni de prácticamente ningún gobierno. Es como si los Himalayas que lo esconden lo aislaran en verdad de los ojos del mundo.
Monumento a los mártires del Tíbet en las afueras del museo.

El museo del Tíbet, en McLeod Ganj y ubicado a pocos metros de la residencia oficial del Dalai Lama, es infamente pequeño. Porque no queda prácticamente nada qué enseñar de una nación que tiene más de dos mil años de antigüedad. Dos billetes de banco y algunas monedas. Un pasaporte. Algunas fotos. Instrumentos de tortura. Y ya. Lo que ha sobrevivido después de que los refugiados han llegado cruzando los Himalayas y que no ha sido comestible.
Los billetes, monedas y el único pasaporte son para probar que el Tíbet en verdad existió en algún momento como país independiente, porque los 63 años que lleva ocupado por China hacen que cada vez haya menos gente que se acuerde, y que quienes lo hagan comiencen a pensar que sólo fue un sueño.
Las fotos, por su parte, empapelan un túnel del tiempo: hay algunas en blanco y negro de cómo era el Tíbet antes y muchas a color de cómo es ahora. Ahora, la vara se resume en templos destruidos, en bosques deforestados y ríos contaminados. Desde la ocupación china se han destruido más de 6000 templos (con todas las reliquias y arte que eso implica) y los que permanecen se han transformado en prisiones y en fábricas. Además, una de las regiones más hermosas y ricas naturalmente, envuelta en montañas al grado de ser considerada el techo del mundo, se ha convertido en el patio de juegos nucleares de China. Y nada más como dato colateral: han muerto más de 1.200.000 tibetanos.
Por último, los instrumentos de tortura revelan lo que es el pasado más reciente y el presente del Tíbet. Imagínense lo que debe ser estar colgado de unas esposas ajustadas a los pulgares por horas... O que le metan a uno un bastón eléctrico en la boca o en el ano... O que lo cuelguen de los pies y le amarren un ladrillo en el pelo... Cosas así las pueden contar las personas que caminan por las calles de McLeod Ganj, pero si les da mucha pena preguntarle a cualquier parroquiano que ande merodeando entre los rickshaws y las vacas, siempre pueden acudir a la Asociación de ex presos políticos, donde más o menos 120 de ellos podrán brindarles mayores detalles y explicárselos con los dibujos más perturbadores que hayan visto decorando tres pisos de escaleras.
Lo que para mí hace aun más trágica la situación por la que atraviesa el Tíbet bajo la ocupación china es el concepto que manejan los tibetanos como nación. Si bien es cierto que en Occidente hay muchos países nacionalistas y que viva México cabrones y Colombia tierra querida y mucho güipipía y la vara, el concepto que al menos percibo en los tibetanos es mucho más religioso y espiritual. Para ellos, pareciera que al chile los han echado del Paraíso y estuvieran vagando tan confundidos como lo debieron haber estado Adán y Eva al puro principio, expulsados con todos los chunches fuera del Edén. Sí: me parece que ellos lo perciben como que los desterraron del cielo y todo lo sagrado se les quedó ahí; no sólo la tierra, no sólo la familia, no sólo las costumbres, no sólo su historia, no sólo lo que es toda esta vida terrenal, sino que hasta el más allá lo han perdido. El Tíbet para ellos no es sólo su país: es un universo con todo lo que eso abarca, lo visible y lo invisible.
Es difícil entender la magnitud de la tragedia de los tibetanos si uno, que es un fariseo y con costos y se acuerda de cómo persignarse, no se desprende de su visión occidental y entiende que para ellos el no poder colocar una foto del Dalai Lama en la casa es una ofensa. No es sólo un líder religioso o político, sino que es la reencarnación del patrono del Tíbet o algo así. Por ende, traduciéndolo a términos católicos (que son con los que estoy más familiarizada), no es que no los dejan poner la foto del Papa: es que no los dejan poner la imagen de Jesucristo.
Poniéndonos en esa sintonía, el hecho de que los chinos hayan secuestrado a un niño de 6 años (el prisionero político más joven del mundo y cuyo paradero se desconoce desde 1995) se hace aun más grave si consideramos que es el Panchan Lama, el que los budistas tibetanos consideran como el segundo en importancia después del Dalai Lama.
El prisionero político más joven del mundo.

Pero bueno, si no puedo transportarlos a la experiencia religiosa (es muy difícil hacerlo cuando uno viene del Oeste y de varios husos horarios atrás) póngamonos en un plano materialista. Lo que hace aun más grave la tragedia del Tíbet es que no tiene petróleo, ni nada que le interese a las grandes potencias mundiales. Como dijo el Venerable Bagdro, monje y ex prisionero político tibetano (cuyas experiencias se narrarán en alguna próxima entrada, cuando sepa cómo escribir lo suficientemente bien para hacerle honor a su historia): “Países como Kuwait o Irak han tenido suerte. Poseen algo que a las naciones poderosas les interesa y por eso recibieron atención mundial. El Tíbet no tiene tanto qué ofrecer y por eso su destino es este”.
O no, más bien la peor parte de la tragedia del Tíbet es que su gente es pacífica. Seguro que si armaran un despiche como en Siria, como en Libia o como en Sudán y la sangre no es escondiera detrás del férreo control de los medios y del dinero de China, podríamos mirar por encima de los Himalayas y darnos cuenta. Pero no. Tal parece que la opinión internacional es tan sorda que sólo escucha cuando llegan las balas: si se practica la paz es un método demasiado silencioso.
No hay ser más pacífico que yo haya visto en mi vida que un monje budista. Es una sensación indescriptible cuando hablás con uno de ellos: es como si un aura de armonía te envolviera. Llevan consigo como un perímetro de paz en el que si uno ingresa, recibe una luz que rellena todas las grietas que tenga su gastada fe en la humanidad. Los monjes son las personas más sonrientes que haya visto jamás. Incluso, he de admitir que por mi cabeza impulsiva se me ha pasado la idea de raparme la jupa e ir a tocar la puerta de la estupa más cercana, a ver si me aceptan y puedo yo llegar a sonreír de esa manera. Imaginarse a un ejército de monjes es casi como imaginarse a un ejército de osos perezosos o de delfines. Pero sucede: cuando de protestar se trata, lanzan piedras y queman edificios. No me cabe en la cabeza el grado de represión que se puede llegar a sufrir como para que un monje llegue a hacer eso. Es como ver a los ositos cariñosos saqueando un negocio y prendiéndole fuego a una patrulla.
A tal nivel de desesperación se puede llegar, que miles de tibetanos han decidido cruzar los Himalayas durante meses, durmiendo de día y caminando de noche para no ser descubiertos, hasta llegar a Nepal o a la India. O sea, esta gente no está cruzando el cerro del Ochomogo, la Carpintera, el Monte del Aguacate o tan siquiera el Chirripó: están cruzando los Himalayas, donde uno ni respira bien de lo alto que está y donde existe la era del hielo desde siempre. Cruzan los Himalayas niños, ancianos, mujeres embarazadas, ex prisioneros que acaban de salir de la cárcel con toooodas las consecuencias de días de tortura, después de haber estado alimentándose solo con el algodón de sus edredones. Sólo imagínense lo que ha de ser estar entre los Himalayas de noche, a yo no sé cuántos grados bajo cero, con un yak congelado a la par de uno y mirando todo el tiempo si aparece por ahí un helicóptero con chinos que primero disparan y después preguntan. Mae, yo no sé ustedes, pero yo no puedo imaginarme ninguna situación que me angustie tanto al grado de empujarme a cruzar los Himalayas.
Y lo que me parece aun peor: a tanto ha llegado el nivel de desesperación y de súplica por la atención internacional, que más de 100 tibetanos han optado por inmolarse en público, el último el pasado 6 de agosto. No sólo en el Tíbet, sino en otras ciudades fuera del país. Su razonamiento es que vivir así, bajo la bota china o en el exilio no vale la pena, y al menos su suicidio debe servir para algo, para concientizarnos sobre el tema, para que la sangre se vea en público y no detrás de la gran muralla china. Una muerte útil, al menos. Porque van a morir de todas maneras.
Tibetanos que se han inmolado por la libertad del Tíbet.

¿Y es que quién putas se enfrenta a China por un montón de gente pacífica? Nadie. Tiquicia menos. Cuando inauguraron el estadio nacional me acuerdo de que escribí un artículo en su contra. Por supuesto, no me lo publicaron en ningún periódico y entonces recurrí al blog. Por ahí recibí un par de comentarios bien amables acerca de mi falta de empatía con el espíritu criollo, que tan orgulloso está de su puto estadio. Como siempre yo, la despatriada, que no tengo bandera y que la tijeterearía gustosamente si no me deja ver a otro ser humano. Deberían de inmolarme en la Plaza de la Cultura. Pero mae, después de estar aquí, le voy a prender fuego al puto estadio de mierda. ¿Cómo carajos Costa Rica, que es un país sin ejército, y disque democrático y no sé qué otras leyendas de clases de cívica del ministerio, se deja comprar con un estadio para ignorar el dolor de esta gente? Se me cae la cara de vergüenza de venir de un país con políticas hipócritas y que prefiere el dinero antes que la paz. Muy tuanis, muy pura vida como siempre: mientras todos los maratonistas de moda llegan ahí triunfantes al final de sus carreras Correcaminos y vamos todos al concierto de Lady Gaga, China sigue torturando sin ni siquiera permitir el acceso a los medios de comunicación o los turistas sin guía. Entretanto, nosotros nos atragantamos con un bloque de cemento y no decimos nada. Nos hubiéramos quedado con el viejo estadio que se caía a pedazos y hubiéramos seguido usando el Ricardo Saprissa para eventos masivos, mucho más honorable hubiese sido eso. Mínimo cuando éramos compas de Taiwán los maes nos regalaron un puente, que es mucho más útil, pero ¿un estadio? El fútbol es el opio de los pueblos de verdad.
Perdón, me salí del tema. Pero es que al chile, si yo con sólo unos días aquí he llegado a albergar tal grado de frustración, no quiero ni pensar lo que debe sentir un tibetano. No quiero ni pensar lo que deben sentir los padres refugiados cuando dejan a sus bebés en la mañana en la guardería (estoy haciendo voluntariado en una) y saber que sus hijos nunca van a ver ese sitio de cuento de hadas que parece ser el Tíbet, porque hay un hijueputa soldado chino de mente cerrada ocupando su lugar. No quiero ni pensar lo que debe sentir un monje al ver que la paz que irradia se va extinguiendo de a poquitos, tan lenta y dolorosamente como se enloquece con la tortura de la gota de agua. No quiero ni pensar lo que debe ser sentir que morir congelado en los Himalayas o quemado en público puede ser mejor.

No quiero pensarlo. Pero tengo que hacerlo.

HACÉ ALGO POR EL TÍBET. Usualmente este apartado es para lavarles el cerebro con que se suscriban y bla bla bla, pero esta vez, de verdad, la idea es crear consciencia sobre la situación del Tíbet. Si no te sentís tan piromaníaco como para venirte a quemar el estadio nacional conmigo o no te cuadra como escribo como para postearlo en tu muro de Facebook, Twitter, etc., tranqui, pero hablá con tus conocidos, presioná al gobierno, escribí cartas, hacé algo para que el tema se escuche más allá de los medios de comunicación tradicionales. Lo que sea. TODO CUENTA. La causa del Tíbet: pasala. ;)

viernes, 23 de agosto de 2013

De cómo el monzón me llevó al Tíbet en el exilio

No sé cómo en algún momento pensé que el monzón era algo romántico... ¿EN QUÉ PUTAS ESTABA PENSANDO?
Mientras que muchos cuentos y leyendas indias relatan novelescas historias en tono épico-romántico pasadas por agua, yo estoy sentada sola en una habitación súper húmeda en Manali (provincia de Himachal Pardesh, al norte de India) y hay tanta neblina que los mismos Himalayas parecen una leyenda que alguien se soñó después de haberse fumado todo el hachís del pueblo. No se ve ni mierda. NI MIERDA.
Lectores del caballito: si vienen a la India traten a toda costa de NO hacerlo en agosto. En especial si son ustedes ticos. Hay un lugar donde llueve peor que en Costa Rica y es este. Al menos nosotros tenemos la ilusión de mañanas soleadas, cuyo espejismo se desvanece con el primer baldazo de la una de la tarde, pero aquí no hay tregua climatológica que valga. El diluvio lo han estado viviendo desde el Antiguo Testamento por aquí y la vara no ha parado, se siguen escribiendo versículos al respecto.
En vista de que soy una novata en India, tomo como palabra sagrada los consejos de otros viajeros que me cruzo en el camino. Aprender a viajar en India es un proceso de lento de aprendizaje. Ya con solo pronunciar los nombres de los lugares a los que quiero ir me hago bolas. Tomemos por ejemplo este: el templo de Hazrat Nizam-Ud-Din Dargah. ¿Cómo se supone que me puedo acordar de eso y decirlo correctamente para que la gente me entienda? No se diga ya de encontrarlo, porque se ubica en un callejón caótico (el más caótico que haya visto en India hasta el momento, lo cual quiere decir que por aquí acaba de suceder el Big Bang hace menos de dos horas). Y sin embargo, algunos mochileros incluso hablan un poco de hindi, útil herramienta lingüística, porque si uno por ventura logra decir algo correctamente, los indios te miran diferente y no se te montan tanto a la hora de regatear. Yo todavía opto por el viejo método de escribir a dónde quiero ir en un papel y enseñarlo, a lo bruta-muda, y permitir que me estafen.
En fin, cada viajero experimentado con que me cruzo me lo tomo como un gurú y sigo sus iluminados consejos. De este modo, después de una charla en una terraza en Delhi con un holandés que ha estado ya cuatro veces en India, me ilumina el camino hacia el norte y me sugiere trazar una línea encima de la capital y comenzar a recorrer todo lo que esté por encima de ella hasta que llegue octubre, en un intento por no morir en las llamas infernales del sur, donde el calor de esta época es mortal para cualquiera que no porte un pasaporte de Mercurio. O sea, que tengo dos opciones: norte-fresco o sur-infierno.
Así que heme aquí, en el norte de India, ya sin calor (¡milagro, milagro!), pero con una lluvia del carajo. Y tal parece que hasta septiembre seguirá.
Lo primero que veo cuando me despierto en el bus llegando a Himachal Pradesh... agua en todas sus formas.

Me debato. Podría seguir la jornada que tenía en mente: continuar desde Manali más al norte y cruzar los Himalayas hacia la región de Cachemira, por la segunda carretera más alta del mundo (a más de 5000 metros), un paraje que mis gurús mochileros en Delhi me han dicho que es lo más cercano a estar en la luna... Pero, ¿para qué? ¡Solo voy a ver nubes! Eso, sin duda, destruiría mi ilusión lunar, considerando que en la luna no se enfrentan a semejantes neblinosos problemas de visibilidad... Entonces bueno, me espero a que pase el monzón: la verdad no quiero perderme de nada y, aunque uno nunca sabe, yo sí sé que este será mi único viaje a la India, porque no queda precisamente a la vuelta de la esquina y aún quiero ir a otros 53 países más... Yo y mis delirios.. ¿Pero quedarme casi un mes aquí, vegetando en Manali, que está muy tuanis, pero ciertamente no hay mucho para hacer entre cuatro paredes excepto fumar hachís...? No, es que un mes aquí no me visualizo... Pero, ¿a dónde putas me voy mientras tanto...? ¿Delhi...? Ni operada de la jupa, al final pasé ahí dos semanas porque tuve mi primera infección asiática en las amígdalas y pasé cinco días en cama, con la única distracción turística de ir a mi primer hospital indio... ¿Al sur...? Ni pensarlo, no quiero asfixiarme en ese sauna geográfico.
Entonces, paso a reflexionar acerca de mis dos semanas en India. A pesar de que ya he estado en algunos países de África, creo que la miseria que he visto aquí no la conocí hasta ahora. De verdad: no creo que haya visto semejante nivel de pobreza como en India... Es la superpoblación: alimentar a 1200 millones de personas aquí y 20 millones en Mozambique... hasta una retrasada para las matemáticas como yo puede hacer la resta... Y bueno, hablando de Mozambique, ese fue el último voluntariado que hice y de eso estamos hablando ya hace cuatro años... Los mismos que llevo soltera, qué felicidad la mía... O sea, que tengo dos opciones: vegetar-en-el-pueblo-hippy-de-Manali-en-las-cafeterías-fumando-hierba o ir-a-hacer-algo-útil-no-egoísta-de-voluntariado. Me decido: es momento no sólo de tener novio otra vez, sino de hacer voluntariado de nuevo.
El único sitio que se me ocurre es mirar diez horas en bus hacia el oeste y enrumbar hacia Dharamsala (un nombre que sí puedo pronunciar para variar) y cuatro kilómetros montaña arriba instalarme en McLeod Ganj, donde se localiza el gobierno del Tíbet en el exilio y tiene ubicada su residencia oficial el Dalai Lama. Ahí, hay varias organizaciones que trabajan con refugiados tibetanos, quienes cruzan los Himalayas a pie (sí, a pie) durante semanas hasta encontrar asilo político en India.
Mi debate, por fin, está concluido: voy a buscar alguna organización de voluntariado en McLeod Ganj hasta que el monzón pase. Empaco y a la noche siguiente, estoy subida en un bus con una docena de israelíes, dispuesta por tres semanas a convertirme en vecina del Dalai Lama.


No sé cómo en algún momento pensé que venirme a McLeod Ganj era buena idea... ¿EN QUÉ PUTAS ESTABA PENSANDO?
Apenas y me estoy recuperando de mi paranoia de que ser mujer y viajar sola en India es una combinación imposible y de repente me encuentro en la parada de buses de McLeod Ganj, sola, a las 4 a.m. y sin idea de para dónde agarrar.
Vuelve a cruzar por mi cabeza de dama en apuros la idea de convertirme en transexual, hacerme la operación de cambio de sexo y seguir inyectándome testosterona por el resto de mis días: ¡cómo desearía ser hombre en este momento, por la gran puta! Considerando que el grupo de israelíes va hacia otro pueblo vecino y se suben todos en tres taxis, yo me quedo entonces sola en la madrugada rodeada de hombres en la estación de bus, que me miran como me suelen mirar los hombres aquí... Latinoamericanas: nosotras, que nos quejamos de los maes que acostumbran acosarnos verbalmente en la calle con sus “rica mamacita, venga que la chupo toda” déjenme decirles que eso es más llevadero. Al menos, los pelados esos expresan lo que sienten y uno tiene algo de información con la cual defenderse. Uno sabe a qué se enfrenta. Pero no hay nada peor que la manera en que te miran algunos indios: fijamente, serios, fijamente, con intensidad, fijamente, casi que con la boca abierta y uno no tiene ni la menor idea de qué están pensando... No lo sé, a mí todavía me asustan para el momento en que me encuentro aquí sola en la parada de bus de McLeod Ganj a las 4 de la mañana de un domingo. Y por mi mente, a todo esto, siguen cruzando todas las recomendaciones que he oído de mi amiga india Priyanka, de otros mochileros, de las guías de viaje: no camines NUNCA sola de noche en India... O sea, que tengo dos opciones: quedarme-aquí-bajo-las-miradas-libidinosas-de-hombres-indios o subirme-a-un-taxi-y-jugármela-a-encontrar-un-lugar-donde-dormir-hasta-que-salga-el-sol.
Me decido a subime a un taxi. Prefiero tener que enfrentarme con el taxista si las cosas se llegan a poner heavy, que con una docena de maes en una parada de bus en un país que no conozco.
El taxista, por supuesto, no me ataca sexualmente, pero sí monetariamente: el tipo me estafa. Me dice que me lleva por $3,5 a uno de los hostales que tengo anotados en un papel sacados de Lonely Planet (después de mi primer hostal en Delhi me declaro atea de los comentarios de Hostelbookers y Hostelworld y ahora sólo le creo a Lonely Planet... palabra sagrada, como la de los mochileros). 
Uno se da cuenta de que ya ha pasado algún tiempo en India cuando comienza a pensar como indio respecto del dinero: aquí todo es taaaaan barato, que cuando uno se entera comienza a regatear por 100 colones (20 centavos de dólar más o menos) porque de verdad representan mucho en este país. Por lo tanto, ya la suma de $3,5 de entrada, a mi cerebro ya indianizado, le parece casi un robo a mano armada. Debí haber estudiado algo de hindi antes de venirme aquí para no quedar como la turista occidental bruta... Pero luego hago la conversión y me doy cuenta de que estoy arriesgándome a algo peor por pinches 1700 colones, suma que comúnmente me gasto en dos cervezas. No, por dos cervezas yo aquí sola en la noche no me quedo y me subo al taxi.
El segundo problema surge cuando descubro de que, más allá de Delhi, el concepto de recepción las 24 horas no parece estar muy extendido por estos rumbos... Todos los hoteles, casas de huéspedes, pensiones y hostales están CERRADOS a cal y canto, como si hubiera toque de queda. ¿Y ahora qué? No, es que yo de este taxi no me bajo ni amarrada y ni a putas me quedo en la calle sola hasta que amanezca. Todo está tan oscuro (aquí en India se va la luz a cada rato) y está tan vacío, con excepción de algunos hombres, de esos que me miran de la manera en que me miran...
El taxista, tal vez tomando un poco de consciencia kármica, decide que probemos por otras calles hasta que por fin encuentra una casa de huéspedes donde nos abre la puerta un niño de unos nueve años trasnochado. El cuarto (porque es doble) cuesta la módica suma de 700 rupias (más o menos $13) lo cual, volviendo a los parámetros indios, es una cantidad medio estratosférica, pero bueno, yo estoy agotada, con diez horas de bus encima por unas carreteras llenas de curvas y conducidas a la manera india (léase: a lo bestia)...O sea, que tengo dos opciones: pago-este-cuarto-de-onerosas-700-rupias o duermo-en-la-calle-en-compañía-de-algunos-maes-desconocidos-y-las-vacas-sagradas. Yo diría que más bien solo tengo una opción.
Así que sigo al chamaco medio sonámbulo, pago las 700 rupias y me acuesto a dormir, inmensamente feliz de estar segura en una cama.


No sé cómo en algún momento pensé que el monzón era algo romántico... ¿EN QUÉ PUTAS ESTABA PENSANDO?
Si el monzón en Manali me pareció el diluvio continuo del Antiguo Testamento, aquí me encuentro con el Apocalipsis acuático: ¡qué manera de llover! Siempre he sabido que una nube me persigue y que traigo conmigo las lluvias tropicales en mi aura, pero aquí es la hipérbole de la lluvia. Nada de extrañar, porque seguimos en la India y es esta tierra de hipérboles, como mencioné en alguna entrada anterior.
Pero bueno, ¡ya qué! Ya no tengo más a dónde ir y si la idea es quedarme entre cuatro paredes, pues que al menos sea por el bien de la gente del Tíbet.
Lo más que he llegado a ver de los Himalayas hasta el momento...

A diez días de mi llegada a McLeod Ganj, cuando escribo esta entrada, estoy bastante convencida de haber tomado la decisión correcta. A pesar de que sigue lloviendo y aún no he visto los Himalayas detrás de las densas nubes monzónicas, este tiene que ser uno de los lugares más interesantes por los que haya mochileado jamás.
O sea, estimados lectores del caballito de bambú, que tienen dos opciones: dejarse-atiborrar-por- todo-un-mes-con-solo-entradas-acerca-de-la-situación-política-del-Tíbet-en-modalidad-lavado-de-cerebro o dejar-de-leer-este-blog-hasta-nuevo-aviso-y-dedicarse-a-Pinterest, porque sinceramente creo que es un deber moral, espiritual y humano informarse acerca de lo que está ocurriendo bajo el gobierno de China y que es MUY SERIO, poco cubierto por la agenda periodística internacional y de lo cual TODOS Y CADA UNO debemos tomar consciencia y hacer algo.
Ahí se las dejo picando en la cancha, mientras continúo en la sede del gobierno tibetano en el exilio, esperando a que caiga la última gota del no tan romántico monzón.


viernes, 16 de agosto de 2013

Dolor y dinero

 2.37 a.m. A mi lado, Alma, una perra de distinguido estrato social germano, duerme bajo el edredón. De vez en cuando se levanta y me mira con aire de superioridad; pienso que en otra vida debió haber sido una dama antigua de orgulloso linaje y que en esta reencarnación canina se lo sigue creyendo, en vista de su pésima relación con los otros huéspedes del hotel y por la manera en ángulo de 90 grados superiores en que me observa.
Intuyo que sabe que soy una proletaria del siglo XXI, que vende su trabajo a precio de remate: una traducción del inglés al español de un libro de 90 mil palabras por la ridícula, absurda y humillante suma de $125.
Ajá: $125. No es que se me olvidó el cero al final. Es que no hay cero. No suele haber muchos ceros a la derecha del padre para los escritores-traductores-correctores-de-estilo-cuidaperros en el siglo XXI. Es como si las luchas por un salario mínimo justo no hubiesen existido jamás y hubiésemos vuelto a inicios del siglo XIX, época en la que Alma debió haber estado más o menos vestida con un traje de lino blanco, abanicándose y observando desde su terraza un montón de negros recogiendo algodón en Alabama. La falta de regulación y la cantidad de oferentes en los sitios web para freelancers hacen que uno termine regalando su trabajo por sumas ridículas: he visto gente dispuesta a hacer artículos de 500 palabras por 45 centavos de dólar. Como cualquiera puede teclear en una laptop, hacer copy paste y darle enter al google translator se ha iniciado lo que considero la hecatombe final de los escritores y traductores profesionales. Tenía razón mi profesor de teoría literaria cuando, cual profeta del apocalipsis, nos sentenció a buscar brete en otra vara. Los escritores estamos condenados a desaparecer. Como los tocadores de laúd. Como los herreros. Como los bardos. Como las máquinas de escribir irónicamente. Seremos en pocos años una curiosidad de museo, un dato antiguo por consultar en wikipedia, una curiosidad de crucigrama. Estoy gozando de las mieles del capitalismo por internet.
Dolor y dinero se llama el libro que traduzco desde hace cinco días. Como no creo en casualidades, la verdad no me sorprende: entre cuidar los perros y la traducción llevo trabajando mínimo 13 horas diarias y máximo 17. Sin hipérboles autocompasivas. Se trata de un suicidio laboral. Como y trabajo. Fumo y trabajo. Cago y trabajo. Diría incluso que me baño y trabajo, pero he dejado de bañarme porque me parece una pérdida de tiempo.
En La montaña mágica de Thomas Mann, el kilogramo literario que cargo, se habla acerca de la percepción del tiempo. ¿Cómo lo percibimos? El tiempo no se ve, no se huele, no se toca, no se escucha y menos se saborea. Pero a estas alturas, a las 2.43 a.m., yo lo percibo con todos mis sentidos. El tiempo se ve borroso, tiene un sabor metálico, huele a mierda. Y duele. Duele muchísimo conforme dejo de sentir las manos y los dedos comienzan a doler, en especial el del centro de la mano izquierda, el que tendría que haberle sacado a esta traducción en primer lugar.
Dolor y dinero. No sólo lo estoy traduciedo. Lo estoy viviendo.

Pain and Gain. Dolor y dinero en su versión en español. Traduje el libro en que se basa la película por $125... :(

Intermedio: el hueco de mierda
No es un título metafórico. En realidad, estuve en un hueco de mierda y lo cavé yo. Así como cavé mi propia tumba con la maldita traducción.
Ilona me encarga cavar un hueco en el jardín para echar la caca de los perros, práctica habitual en el hotel, donde se podrán imaginar la cantidad de mierda canina que se cosecha en un día producto de los intestinos de quince perros juntos.
Llueve y hace frío. Algo que siempre me había imaginado de los alemanes, y que ahora compruebo, es que esta gente NUNCA para. Sólo así se explica que después de la Segunda Guerra Mundial se hayan recuperado al grado de dominar Europa menos de un siglo después. Eso siempre me ha servido de inspiración. Muchos años atrás, la primera vez que vine a Berlín, compré muchas postales de cómo se veía la ciudad después de la guerra y cómo se ve ahora. Me parecen inspiradoras. Así de destruida me sentía yo en ese momento y así sabría que sería capaz de reconstruirme algún día.
En el hotel de perros sigue existiendo una política similar de weitergehen. Se trabaja así llueva, basta con ponerse una capa y la vida sigue, amparada por la impermeabilidad del tiempo. Y como creo firmemente en eso de que al lugar que fueres haz lo que vieres, no me atrevo a decir que no y, sin protestar, me pongo también mi impermeable y, pala en mano, me dirijo decididamente a cavar una letrina para perros. A eso y mucho más estoy dispuesta por un cuarto en una buhardilla, un baño con tina y un plato de comida.
Lo que sucede (y que yo no me doy cuenta hasta un rato después de estar cavando no tan alegremente) es que el sitio que he escogido ya ha servido como letrina alguna vez. No en vano justo en ese metro cuadrado crece de forma tan frondosa el césped. De este modo, al cabo de unos minutos, me doy cuenta de que no estoy cavando un hueco en la tierra, sino en la mierda de perros del 2009 más o menos. El olor me gustaría poder transmitírselos, venerables lectores, a través de palabras, pero no me dan; un escritor tiene sus límites, en especial si son olfativos a este grado. Pero ya qué, no me queda otra que seguir cavando, llevo ya mucho avanzado y no me voy a poner a hacer otro hueco desde cero, me duele más a mí que a la misma tierra. Así que continúo. La lluvia decide acompañarme también y el frío, creo que hace como unos 13 grados más o menos, el verano por aquí se olvidó de pasar y dejar una cestita con rayos de sol en la puerta.
Y mientras cavo, no puedo dejar de pensar en algo que me dijo un mae una vez y que, en ese momento, no me pareció tan grave, pero con el tiempo me di cuenta de lo mucho que me hirió. O sea, en escatológica analogía como ahora: lo que me dijo empezó como un simple hueco que terminó siendo una mierda.
Él (quien si lee esto, sabrá que estoy hablando de su persona con toda seguridad) me acababa de rechazar de una de las peores formas en que lo ha hecho hombre alguno en la historia. Sin embargo, tanto él, como yo en ese momento, queríamos quedar en buenos términos y, en un intento por ser amigos, fuimos a cenar. Mientras cenábamos comida persa (con el mejor arroz que haya probado en mi vida, según recuerdo hasta el día de hoy) me contaba acerca de su exnovia. Una mujer que lo había herido profundamente, de una forma que entiendo bien, por lo que en ese momento me esforzaba casi heroicamente por no juzgarlo. Digo heroicamente, porque además del arroz pedimos carne y había un cuchillo convenientemete a mano. He eliminado, porque me pareció bastante crudo e indigno de una dama, la descripción que había tecleado acerca de cómo me hubiese gustado usar ese cuchillo en su contra. Los invito, estimados lectores, a ser psicópatamente creativos en todo caso.
En fin, este mae llevó a su exnovia a Tailandia con todos los gastos pagos. Y si ella hubiese querido, se la hubiese llevado medio año a darle la vuelta al mundo. E, incluso, si ella hubiese querido, no habría tenido que trabajar más y él la hubiera mantenido por siempre, en machista y tradicional manera, que perdón feministas unidas del mundo, pero pónganse a cavar un hueco de mierda canina y díganme si no prefieren pasarse en una cocina de los años 50 el resto de sus vidas.
Conforme masticaba el arroz y lo iba digiriendo, al mismo tiempo digería lo injusta que es la vida. Por mí, ningún hombre haría eso. Yo, incluso, me siento culpable si un hombre me va a dejar a mi casa, y hasta hace un par de años comencé a acostumbrarme a que me invitaran a algo. Nunca he esperado nada de nadie, menos de ese calibre. Y ciertamente, de él tampoco lo esperaba. De él esperaba lo más simple del mundo... tan sólo que me tomara de la mano al dormir. No quería nada más. Nada. Ni dinero, ni amor (bueno, quizás...), ni siquiera más tiempo, de ese, que no se percibe con los sentidos. Pero tal parece que, de acuerdo con él, yo no era lo suficientemente buena como para tan siquiera merecer eso. Pero la otra, su exnovia, que lo hirió de una manera tan asquerosa, sí. 
Y mientras cavo el hueco de mierda, no dejo de preguntarme qué carajos estoy haciendo mal en la vida. ¿Por qué otras mujeres sí reciben esas cosas y yo no? ¿Es que no soy lo suficientemente buena? ¿Es que emito alguna señal de que soy tan fuerte que no necesito nada de nadie, de forma tal que mi lugar termina siendo en un hueco cubierta de mierda de perro, sin dormir porque estoy matándome traduciendo un libro por la ridícula suma de $125? Más que de mierda, estoy cubierta de autocompasión y de ira.
Para terminarla de amolar, Astrid (una mujer que trabaja por horas en el hotel), llega a decirme que deje de cavar el hueco, porque llueve demasiado. Ella no habla casi nada que no sea alemán y yo casi nada de alemán, así que entre la mierda y el agujero lingüísitico, me limito a seguir cavando. No consigo traducir el “Detenete” del alemán al español. Astrid, como ve que no me detengo, se decide al menos a ayudarme a cavar y así terminamos las dos llenas de caca húmeda de perro, bajo la lluvia, gracias a tan escatológica e idiomática barrera. Memorable.
Fin del intermedio

Es sábado por la noche y estoy cuidando de una docena de perros. Nada glamoroso, pero Ilona y Linda han salido, y para mí sólo queda traducir y traducir. Tengo que entregar esta vara el lunes.
Por suerte, llevo ya 130 páginas de 195, así que el fin se vislumbra cerca: no sé si es la luz al final del famoso túnel o es que ya a estas alturas estoy enceguecida por el resplandor de la compu, sumergida en un blanco lechoso, cual ensayo sobre la lucidez. Como una maldición, cuanto más traduzco, las páginas que faltan se van multiplicando. Había comenzado en 185 y ahora hay diez más. Creí que se debía a que el español necesita de más palabras que el inglés y que, conforme avanzo, las páginas se van corriendo traicioneramente, alejándome de la paz de la hoja en blanco, pero no: es una maldición.
En fin, la batería de mi compu está desfalleciendo, no hay máquina humana capaz de seguirme en este ritmo desquiciado de trabajo que llevo y se apaga sin decir agua va de un momento a otro. Ante tan imprevistas circunstancias, me paso guardando el archivo cada dos minutos.
Alrededor de las ocho de la noche, se apaga una vez más y, sin mayores sobresaltos, la vuelvo a enceder. Abro el archivo y oh-oh: con lo que me encuetro es que con que el documento de mi preciosa traducción se ha arruinado y ahora, en vez de las cervantinas palabras, hay un montón de códigos en la pantalla que ningún ser humano en este planeta ha de hablar.
Perros moviendo la cola alrededor de mi cadáver. Así es la escena que me imagino que encontrarán Linda e Ilona cuando vuelvan, porque estoy a punto de colapsar. ¡MAE, ESTO NO PUEDE ESTAR PASANDO! Pero pasa. En el mundo de Andrea Aguilar-Calderón las leyes son de Murphy y comienzo a considerar seriamente patentarlas a mi nombre. O tal vez es que la mala suerte del mae que escribió a este libro se me vino como un virus a través del email, pero la vara es que sí, se perdió el documento. No todo: felizmente puedo recuperar hasta la página 43. Pero con las otras 90, tengo que empezar desde cero, un sábado en la noche.
Con la ayuda del único amigo con quien podía contar, que me ayuda con 20 páginas, logro terminar después de pedir una prórroga hasta el jueves.
Me parece inconcebible que ese jueves me puedo ir a domir a las 11 de la noche y, con mi cuerpo en automático, me quedo dando vueltas en la cama hasta las dos de la mañana.
Hay tres lecciones que saco de todo esto:
1. Si yo no doy a respetar mi trabajo, nadie lo va a hacer. Por lo tanto, no puedo seguir regalándome por centavos. Al final, he terminado trabajando por menos de 50 centavos la hora.
2. Se acabó la Andrea buena gente. Hay experiencias que te hacen más fuerte, pero no mejor persona. No creo que mi nueva versión vaya a ser mejor que la anterior. Pero tal parece que algunas personas tienen sus neuronas espejo distorsionadas y hay que ser carepicha para que a uno lo traten bien.
3. “Hör auf!” significa “¡detenete!” en alemán. Cuando se los digan, paren. Por favor.


viernes, 9 de agosto de 2013

Paseo por Delhi 101

En última instancia, es rendirte ante lo desconocido: esta es la India para la que nada te prepara porque su esencia reside en su misterio.
Más o menos así reza entre los primeros párrafos de Lonely Planet India. Es cierto: nada, absolutamente nada, te prepara para el país más diverso y desigual del mundo. Nada te prepara para la India.
A ver, no es por rajar, pero yo he viajado bastante. América, Europa, África... no siempre en las mejores, o más bien, casi NUNCA en las mejores condiciones. Pero cuando llego aquí, 46 países más tarde, siento como si mi mochila fuera el bulto de la escuela. Es como si nunca hubiera salido de casa.
India es una tierra hiperbólica. Otra forma no encuentro para describirla: es de hipérboles. Sobrepasa tus sentidos. Los ojos no te alcanzan para ver cada uno de sus detalles, ni tu cerebro para procesarlos. Hay tanto, pero tanto para ver; tanto, pero tanto para oler, tanto, pero tanto para oír, que los sentidos se abarrotan de tal manera que te abruma, son ridículamente insuficientes para semejante cantidad de información, como si todos sus 1200 millones de habitantes se afanaran en saludarte al mismo tiempo. India empacha los sentidos, los desborda, los hace inútiles. Es como tocar todas las teclas del piano al mismo tiempo. No se puede distinguir tanto a la vez.
Pero va más allá: no sólo es asunto de sobrepasar los sentidos. Es asunto de que India vive en un anacronismo excepcional. Es como si el pasado y el futuro hubiesen colisionado de frente y justo aquí, en la India, se hubiera dado el choque y saliera toda la fuerza de la explosión por estos lados.
Humayun's Tomb. Una de las joyitas de Delhi.

Tomemos, por ejemplo, un día ordinario en Delhi, después del choque cultural que me dejó noqueada en la cama de un hostal de quinta, pidiendo dinero prestado para regresar al lado conocido del espejo.Caminar por las calles de Delhi aturde. Es urbanamente barroca. No hay espacios que no estén llenos de gente, de basura, de dioses, es como si cada centímetro de la ciudad estuviera ocupado, pero de verdad, cada centímetro, aquí no queda más sitio para nadie. Te sobrepasa. No, es que hasta me da impotencia describirlo, por más que diga no puedo transmitir la idea de estar en esta Babilonia.
Pero intentémoslo de todos modos: súbanse en el metro conmigo, lo único que parece organizado en Delhi de alguna manera. Te requisan antes de subir: hombres por un lado, mujeres por otro. Si usted, estimado lector, es hombre, pase a la fila de los maes.Yo, que no sé ni dónde estoy parada, me meto en la fila con usted. Bravo. Es que no me acostumbro a este Apartheid sexual. Que en realidad tiene sus ventajas, porque la fila de mujeres cuenta sólo con dos congéneres nada más; aquí tal parece que el sitio de nosotras es la casa. Así que lectoras, vénganse conmigo. Contrario a lo que se podría esperar en este caos post Big-Bang, el metro es categoría europea: yo diría que incluso mejor que el de Berlín, que no tiene aire acondicionado. En este, sobre todo si se es mujer, viaja uno fresquita y sentada entre el arco iris de las mujeres con saris, en los vagones destinados a nosotras, mientras que uno ve más allá a los maes apiñados unos contra otros, pagando con hacinamiento locomotivo su machismo milenario. Así que maes lectores: salados. Vayan y se compactan en los centímetros cuadrados que les toquen empujándose unos contra otros, en horda salvaje de testosterona. Feliz viaje.
En fin, para que no sufran mucho, bajémonos tres paradas más allá y de inmediato, salgamos del siglo XXI para caer más o menos mil años atrás. Salgamos de la estación y entre la muchedumbre, lo primero que nos toparemos es un templo ahí atravesado, con el cromatismo exagerado de flores, ofrendas y cuanta cosa se le pueda poner a uno de estos dioses, que forman parte de un panteón también hiperpoblado. Dos hombres con turbante y una barba que debe datar desde los sesenta (para seguir con la mezcla de las épocas), se detienen a orar. Me pregunto cuán elevado tendrá que estar uno para ponerse en contacto con las divinidades celestiales, considerando que alrededor hay un laberinto de callejuelas estrechas, malolientes y atestadas de gente. Para no tener que repetirlo, siempre que se imaginen lo que voy describiendo, partan de la imagen de estar metidos en Zapote un 25 de diciembre, en el tope de Palmares o cualquier otro evento multitudinario que puedan recordar, que todo está tan sucio como si toda la basura y mierda que hubiesen producido desde que nacieron todas y cada una de las personas que los rodean los acompañara a todos como un aura perpetua de sus pecados sanitarios y súmenle a toda esa vara un perenne olor a incienso. Imagínenselo y no es ni la mitad.
Rickshaws y un toquecillo de basura...

Luego, síganme para ser empujados unos siglos más adelante al intentar cruzar una calle. A ver, es que cambio cultural más brusco no me puedo imaginar: luego de mes y medio en Alemania, donde todos siguen las reglas y esperan a cruzar la calle cuando el semáforo se pone en verde, así el carro más cercano venga a los ocho kilómetros, pónganme a cruzar una calle en Delhi. No hay manera. Ni los latinoamericanos tenemos la habilidad de cruzar tan a lo bestia. Básicamente hay que encomendarse a Ganesh, a Alá o a sea quien sea que mande por estos lados y tirarse a la calle, esperando que el rickshaw, la moto, la bici, el carro, el bus y la vaca te sepan capear por pura inercia. No puedo imaginar un sitio en el planeta donde conducir sea tan difícil, aquí las reglas simplemente no existen, es básicamente un “pase quien pueda” y sálvense los demás. Quitate, que voy. Esa es la única ley de tránsito. Ah bueno, no, mentira, hay otra: si te desplazás, tenés que hacer escándalo. Las bocinas no dejan de sonar ni un instante, ellos tal parece que procesan que conducir incluye pitar para que sepan que ahí van, anunciarse desde antes, con toda la pompa y circunstancia que den los bocinazos, como si el resto de la gente no tuviera ojos y necesitara escucharlos venir, cual manada de elefantes en tropel inarmónico. Eso es: el ruido es su gasolina.
Supongo que el Keep the distance en los auto-rickshaws es irónico considerando el tránsito de Delhi...

En todo caso, la mayoría de las veces no llega uno muy lejos. Las presas son legendarias en Delhi y puede uno pasar enormes cantidades de tiempo sin moverse. De nada vale una moto: no hay sitio para ellas tampoco. Acompáñenme conmigo en un rickshaw, una tarde entre semana de lluvia de monzón en Delhi. Notaremos, al cabo de unos minutos, que el universo parece girar en torno nuestro: nosotros no nos movemos ni un centímetro, pero alrededor el caos se sigue orquestando.He de decir que en ese sentido Delhi gana: debe ser el sitio más entretenido para quedarse atascado en una presa. Podemos conversar con los vecinos de los otros rickshaws como si fuera una mesa de tragos, mientras cambia el semáforo una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once veces sin que nadie se mueva un pinche metro y no sólo eso, sino que, si la charla no es muy amena, podemos entretenernos viendo alrededor a un yogi de barba hasta el piso meditando en un toldo, los niños jugando con el agua que inunda las calles colgando de los rickshaws para hacer clavados y el acto de circo de una familia de cinco personas subida en una sola moto.
Tránsito en Delhi.

Contraste: esa es la palabra con la India. Contraste. Contrastes hiperbólicos. Salgamos en la noche por Delhi, en compañía de un grupo de británicos, un francés y un neozelandés a una discoteca. Y ahí, otra vez te empujan en el tiempo: después de viajar en el metro con mujeres cubiertas con saris de pies a cabeza y una que otra burka, vas a caer a la discoteca occidental, donde hay una vieja en minifalda repartiendo tragos con una botella desde la barra, bailando reguetón. Es como viajar en el tiempo una y otra vez, a cada segundo: en un momento estamos con gente que parece vivir exactamente como hace mil años, en un templo sufi y nos damos cuenta de que hay un cartelito que dice que se pueden hacer donaciones por SMS. Al rato vemos a un mae de barba larguísima y que saca el smartphone y se pone una bolsa plástica en la cabeza para que no se le moje el turbante con la lluvia del monzón. Es vivir en los extremos, es todo, es la India. Como el altar de algunos de sus templos, barrocos y llenos de flores, que podrías pasarte horas viendo cada detalle, así es cada segundo en la India, pero como el segundo no da lo suficiente, entonces tenemos que continuar andando.
Jama Masjid por dentro.

¿Cansados? No: vamos a Jama Masjid, la mezquita más grande de la India. Caminemos por una calle de mercado Borbón versión Mierda al Cubo y, de repente, veremos una oleada de gente, pero es que una OLEADA, imagínense algo así como los San Fermines, bajando por las gradas de una mezquita enorme. Acaba de terminar la oración. Impresionante, probablemente nunca hayamos visto a tanto musulmán por metro cuadrado, o por centímetro, porque aquí da esa sensación de ahogo, de que los metros ya ni existen. Y mientras esa muchedumbre baja, en los escalones veremos gente deforme, monstruosa, como personajes de mitología de mal gusto, pidiendo limosna. Bien sabido es que en la India mucha gente se causa deformaciones a sí misma para contar con una entrada económica de por vida valiéndose de la caridad. Estamos bajando al infierno de Dante. Un hombre al que le falta el brazo, y a quien en el proceso de curación a saber cómo lo remendaron, pero el caso es que le quedó un pedazo de clavícula afuera, de modo que si alguien choca contra él capaz que se saca un ojo. Gente con huesos que debieron ser piernas en algún momento y que ahora no tienen forma de nada. Bebés abandonados, solos, llenos de moscas, que ni siquiera sabemos si están vivos o muertos. Y, para que no estorben, un tipo ahí encargándose de espantarlos con un palo, para que la gente pueda salir de la mezquita. Comienzo a comprender con más claridad por qué es la India tierra de catástrofes masivas.
Una inofensiva parte de la muchedumbre saliendo de la mezquita... Saqué la cámara tarde, pero era un pichazo más de gente, créanme...

Es una sensación que experimentaremos con todos los monumentos o templos en Delhi: afuera, en sus alrededores, es una vorágine infernal, pero una vez adentro te toca la gente más amable, más en armonía, más en equilibrio con la que me haya topado nunca. Es la India de contrastes: en los alrededores, un caos apocalíptico y en el interior de los templos una paz y una fraternidad que no la he visto yo en ningún otro sitio. La parte terrible es encontrar esos oasis, pero una vez que estás adentro, te das cuenta de que ha valido tanto la pena... Salir del infierno para encontrar el paraíso, literalmente, en versión terrenal. 
Sí. Me quedo con esa defición de la India: es bajar al infierno para subir al cielo...