Cada
vez que se acerca mi cumpleaños, que coincide con las etílicamente
célebres fiestas de Palmares, con la económicamente deprimente
cuesta de enero y cada cuatro años, como este, con alguna campaña
electoral vergonzosa y bisiesta, me siento a meditar sobre el curioso
y profundo fenómeno del tiempo.
¡Pufffff!
Vaya ahuevazón... Diay sí, lo admito. No soy precisamente una fan
de mis cumpleaños. Para comenzar, me cuesta saber cómo reaccionar
cuando el reflector está sobre mí por 24 horas. Me parece que es
demasiado protagonismo y que todo sería más fácil si tuviera un
hermano gemelo con quien compartir salomónicamente la mitad de toda
esa atención. Segundo: nunca sé qué cara poner cuando me cantan
cumpleaños feliz. ¿Debería clavar la vista en el queque? ¿O más
bien mirar a cada uno de los que me rodean? ¿Sonreír? ¿Fingir que
me concentro en el deseo que mágicamente va a hacer combustión con
la realidad en cuanto sople las velitas? Al final, de los nervios,
nunca pido nada, lo cual me hace pensar que he dejado ir, a estas
alturas, 32 valiosas oportunidades de cumplir mis caprichos cósmicos.
Después, me ataca una inseguridad y una baja autoestima de que nadie
se va a acordar y de que lo ignorarán olímpicamente, porque con
todo y las aplicaciones de Birthday
calendar
de Facebook, a casi nadie se le da eso de recordar fechas, a pesar de
que yo tengo la extraña e inútil cualidad de desperdiciar disco
duro mental acordándome de los cumpleaños de Raymundo y todo el
mundo, incluyendo famosos, amigas de primer grado y gente que me cae
mal. Y, para terminarla de amolar, inevitablemente me ataca un
espantoso síndrome de Peter Pan: me visto más infantil que nunca y me dan ganas de visitar tiendas de
antigüedades a ver si sacudiendo chunches viejos, por pura guava, me
sale un genio de alguna lámpara, florero o computadora de los 80
para que me conceda la eterna juventud. Me da una ansiedad por el
inevitable paso del tiempo y me pongo existencialista al punto de
pensar que, desde el minuto 15 de las seis de la mañana del 16 de
enero de 1981, comencé a morir. En fin, no soy la persona más
divertida para tener alrededor entre el 8 y el 15 de enero. Quedan
advertidos.
Como parte de mi síndrome de Peter Pan, suelo columpiarme en hamacas y vestir medias de colores...
Además
de mi neurosis (tan breve, pero dramáticamente descrita en el
párrafo anterior), considero que el hecho de que mi cumpleaños
caiga capricornianamente en enero me empuja casi que por default
al divertidísmo hobby de filosofar sobre el tiempo. Todos nosotros,
quienes seguimos la lógica gregoriana para marcar las vueltas que se
dan alrededor del sol, solemos entregarnos a profundas reflexiones de
fin de año en un radio más o menos de cinco días alrededor del 31
de diciembre. Sin embargo, a más tardar el 3 de enero, todo el mundo
ha concluido con su análisis retrospectivo y a otra cosa mariposa,
hasta que vengan sus cumpleaños en meses que parecen tan lejanos
como mayo o agosto y tengan que meditar de nuevo un poco sobre en qué
punto se encuentran de sus vidas. Yo, al haber nacido en enero, sigo
rumiando por dos semanas más las conclusiones de fin de año, de
modo que, cuando por fin llega el 16 de enero, ya estoy imbuida
totalmente en un vórtice de despiche mental.
Y
es que el tiempo es un fenómeno de los más misteriosos del universo
al que ni físicos, ni filósofos ni chamanes han podido encontrarle
respuesta a cómo sucede. Menos a cómo se controla. Ni siquiera el
mismo demonio está dispuesto a pasarle por encima, como muy bien se
lo negó Mefistófeles a Fausto, a pesar de haberle vendido su alma:
podría cumplirle todo, todo lo que él quisiera, pero nunca la
posibilidad de decir “tiempo, ¡detente!”. El tiempo es un fenómeno tan, tan misterioso que,
como se dice en La
montaña mágica de
Thomas Mann (único libro que leí el año pasado y que ni he
terminado, para mi saldo vergonzoso del 2013), ni sabemos cómo lo
percibimos, porque no lo olemos, no lo saboreamos, no lo vemos, no lo
oímos y, ciertamente, no lo tocamos. Entonces, si con ninguno de los
cinco sentidos que tenemos para descubrir lo que nos rodea lo podemos
percibir, ¿cómo es que sentimos el paso del tiempo, de modo que
varias persons pueden decir que ha pasado media hora y estar en lo
correcto sin ver ningún reloj?
Como
vemos, se me hace un arroz con mango súper volado. Sin embargo, este
año, mis típicas reflexiones sobre el tiempo se han visto aliviadas
por una definición que me parece brillante sobre el fenómeno en
cuestión. Repasando a finales de diciembre mi año facebookianamente
sobre qué había posteado, entre fotos, frases, videos y movimientos
de este caballito, me encontré con un artículo sobre un diccionario
de definiciones dadas por niños. El libro, titulado Casa
de las estrellas: el universo contado por los niños,
es obra de Javier Naranjo, maestro que trabajó recopilando 500
definiciones de 133 palabras según niños de colegios rurales del
oriente del departamento de Antioquía, en Colombia. A mí me encanta
leer las definiciones que dan los niños sobre conceptos profundos
porque, sin duda, ven el mundo de otra manera, a través de esos
ángulos de la ventana por los que ya no solemos sentarnos los
adultos a ver pasar la vida. Los ángulos más simples.
Miles
de hombres y mujeres han intentado definir el tiempo (los reto,
estimados lectores, a que me lo definan ya y casi que puedo apostar
que se van a quedar bateados un ratillo), pero ninguna me ha parecido
tan cierta como la definición que dio Jorge Armando, un niño de
sabios 8 años de edad: Tiempo:
Algo
que pasa para recordar.
Al
menos yo, que mientras escribo estas líneas cuadriplico exactamente
su edad, no podría haber dado con una definición tan sabiamente
simple. Y es que si el tiempo es algo que pasa para que podamos
recordar, entonces bienvenido sea el paso del tiempo. Porque para mí,
no hay nada más valioso que los recuerdos.
La presistencia de la memoria de Salvador Dalí. El tiempo y los recuerdos en una imagen.
La
esencia de la vida son los recuerdos. Lamento atacar la ilusión
ingenua de que lo único que cuenta es el presente y que lo pasado,
pasado y vale mierda, porque aquí, damas y caballeros, todo el mundo
vive de recuerdos.
Y es
que el presente prácticamente no existe porque es tan breve... Tan
breve que para el momento en que ustedes, estimados lectores, hayan
llegado a este punto de la oración, las primeras palabras de ella ya
son parte del pasado. El presente, por fugaz, es hermoso, pero
bastante inútil. La estrella fugaz que desaparece, bellísima, pero
que no queda para orientarnos en el cielo de una noche oscura.
La
vida, tal como la conocemos, está prácticamente formada solo por
recuerdos y depende enteramente de ellos. Dependemos de los recuerdos
para encontrar las palabras que usamos desde niños para describir lo
que vivimos. Dependemos de los recuerdos para reconocer a quienes nos
rodean y saber qué papel juegan en nuestras vidas. Dependemos de los
recuerdos para movernos por la calles de la ciudad y regresar a casa.
Dependemos de los recuerdos para acordarnos de cómo se enciende la
computadora y ponernos a trabajar. Lo único que no depende de los
recuerdos es lo que funciona de automático, como respirar, cagar y
latir el corazón. La memoria es lo que nos salva de ser meros seres
vivos para convertirnos en humanos. Por eso a mí el Alzheimer o la
amnesia me parecen la peores enfermedades de todas, porque te
arrebatan la capacidad de acumular esos recuerdos que te hacen humano
y quién sos en realidad.
Entonces,
mae, si el tempo es algo que pasa para recordar, qué éxito, qué
éxito que pase. Si el precio de tener recuerdos es que el tiempo
pase, me alegro de que se me venga otro año más encima,
indistintamente de que por momentos me den ganas de mudarme a Nunca
Jamás para nunca jamás envejecer.
Entonces,
gracias, año 32, por pasar sobre mí, porque aunque me dejás con un
cuerpo que ya no adelgaza tan rápido, con las primeras advertencias
de que debería de dejar de fumar y con una docena de canas que me
arranco tenazmente frente al espejo apenas comienzan a crecer, me
dejás también páginas de mi vida llenas de recuerdos, páginas que
antes estaban en un aburrido blanco.
Mi mamá y yo en un coffee shop en Amsterdam. El mejor momento de mis 32 años.
Páginas que narran cómo trabajé hasta 17 horas seguidas
cuidando perros alemanes, haciendo camas en un hostal y traduciendo
un libro de porquería por sumas ridículas, y que me enseñaron que,
si de verdad quiero ser escritora, debo comenzar a creérmelo y
concentrarme más seriamente en ello. Páginas que narran cómo perdí el miedo a
las motocicletas y el miedo a sentir algo de nuevo por alguien al
abrazar a un hombre que supiera cómo conducir por todas las calles y
por todas mis cicatrices. Páginas que narran cómo en una semana
llorosa en Berlín, me di cuenta de que hay historias que no son tan
buenas como para escribirlas con papel carbón y que me impidan crear
nuevas. Páginas que narran cómo en el surrealista escenario de
Nepal un día abrí el mail y la portada de mi primer libro pasó de
ser un sueño a reencarnar en pixeles. Páginas que narran cómo me
di cuenta de que no estaba muerta por dentro, que todavía podía
sentir y mojar el papel con lágrimas cuando tuviera que decirle
adiós al héroe de una historia. Páginas que narran cómo en una
buhardilla de cristales nevados se encuentra la esencia de la buena
literatura y unos labios que había pasado 15 años deseando. Páginas
que narran cómo un coffee shop en Amsterdam puede funcionar como una
máquina del tiempo, de ese tiempo que pasa y no vuelve, y permitirme
sentarme con quien fue mi mamá cuando ella tenía mi misma edad, en
una década de los 70 que, entre el humo de la marihuana, por una
tarde, pareció volver.
Así
que si el tiempo tuvo que pasar para dejarme menos joven, pero con
todos esos recuerdos, que siga pasando. Porque señoras y señores,
como lo dice el viejo y conocido refrán: a mis 33 años a mí nadie
me quita lo bailado.
¿Te gusta cómo escribo? Me alegra. Y me alegraría más que compartieras esta entrada en tus redes sociales, o mejor aun: que te suscribieras en los botones que están a la derecha o me dieras lo que considerés justo por mi trabajo. Consideralo regalito de cumpleaños ;). Mil gracias por leerme ante todo... Paz y amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario