viernes, 28 de febrero de 2014

Un país que sólo existe en mi mente

Cuando ya llevás un rato viajando, te das cuenta del crónico deja-vú que, inevitablemente, te ataca cada vez que iniciás todas y cada una de tus conversaciones. El eterno retorno a las mismas respuestas. El curriculum vitae básico para descubrir cómo, por qué y por cuánto tiempo tu destino, y el de otros personajes, se han cruzado en la misma página.

Y es que como si de un contrato tácito y secreto se tratara, en el mundo mochilero existe un cuestionario de rigor al que uno será sometido tantas veces como tantos desconocidos se crucen en su camino; compañeros trashumantes, entes nómadas que, al igual que vos, estarán condenados a ser sometidos al mismo interrogatorio y presentarse a sí mismos una y otra vez por lo que duren sus respectivos viajes, respondiendo siempre a las mismas preguntas estandarizadas: "Where are you from?" "How long have you been in________?" (rellená el espacio en blanco según el país en el que estés). "How long have you been traveling so far?" "How long are you going to be traveling for?" "Where do you live?"

A veces quisiera colgarme un cartel para no tener que seguir repitiendo las mismas respuestas una y otra y otra vez, porque tal parece que entre mochileros esto es más importante de saber que, incluso, tu mismo nombre. De hecho, a diferencia del mundo “normal”, la pregunta What’s you name? muchas veces viene de última o, incluso, puede no aparecer del todo, de modo que es frecuente que uno nunca ni siquiera llegue a tener un nombre. Así, según el pasaporte que se cargue, puede pasar uno a ser “el canadiense”, “el chileno”, “el israelí”, “la pareja de galeses”, “la alemana” y, en mi caso, “the Costa Rican girl” (nótese que ni siquiera “la tica”) y a veces hasta “the Puerto Rican girl” (lo sé, una mierda). Mientras que en Costa Rica existe “la machilla”, “el gordo” o “el mae de los dreds” cuando viajás, eso ya no importa tanto. Importa más de dónde venís y hacia dónde vas. Es como si nuestros orígenes y destinos nos identificasen más que quiénes somos en realidad.

Pero en fin, de todas esas preguntas, la que más me cuesta responder es “Where do you live?” 

De dónde vengo, ya lo sé: de Costa Rica. De aquí salí y no hay manera de que pueda cambiar eso, no hay máquina del tiempo que me pueda regresar a los 80 y ponerme a nacer en otro sitio, con quizás más y mejores ventajas migratorias.

Tal parece que de aquí vengo.

Pero a la pregunta de dónde vivo, no tengo respuesta. Y es que, ¿qué podría definirse como mi hogar?
Si quieren argumentar materialistamente, y definir mi hogar como el sitio donde está mi casa, al menos, conmigo, toparon con cerca. Cuatro paredes donde se acumulan objetos no me pueden atar ya, sobre todo porque cuando vuelvo, me doy cuenta de que tengo mucho más de lo que realmente necesito. Es increíble cómo uno se va llenando de chunches. Me da una sensación de ahogo terrible, en especial cuando abro el clóset y descubro, por ejemplo, que tengo ocho pares de medias blancas. ¡Ocho pares! Bueno, ¿de verdad, en lo que me resta de vida, voy yo a usar sólo medias blancas una semana entera? Y si tan albino fenómeno llegase a darse: ¿dejaría yo en la canasta, por una semana, siete pares de medias blancas apestando y sucias, con lo que cuesta descostrarlas después? ¡Ni picha! ¿Y qué carajos hace en mi armario esa enagua de flores? Sí, muy bonita y femenina, quizás podría usarla para una entrevista de trabajo… aunque en diez años no he ido a ninguna entrevista en la que tenga que disfrazarme así. ¿Y en qué putas estaba pensando cuando me traje de Estados Unidos ese abrigo pesadísimo, con un estrafalario cuello de peluche, cuando he comprobado que es mucho más ligera y práctica la chaqueta roja con la que he estado viajando por el último año? Ah, sí, en ese entonces, tenía el delirio de verme como Angelina Jolie en Girl Interrupted… WTF? No es de sorprenderse que, cada vez que vuelvo, terminen fuera de mi armario al menos tres bolsas gigantes llenas de ropa.

 Y es que incluso se me olvidan otras cosas que tengo. Ahora resulta ser que cuento con casi todos los volúmenes de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (bueno, aunque los libros son mi debilidad). Y también cuento con una imitación de un gato de Botero. Y con un rompecabezas de El Grito de Munch que nunca he armado, y que no sé si armaré, porque con mi paciencia legendaria para actividades manuales-visuales… Tantos chunches… Si hasta he olvidado que existen, es porque en realidad no son tan importantes. Y si no son tan importantes, menos representan mi hogar.

Ok, queda claro que no me ancla la pesadez de los objetos. Pero, entonces, podríamos hablar de un concepto de hogar aun más amplio, más allá de cuatro simples paredes y sus banalidades ocultas. Un hogar más etéreo y sublime. Un hogar como la patria. ¿Acaso lo que caracteriza a Costa Rica no constituye un hogar? ¿Qué hay de las costumbres: del pintico con natilla, los turnos, las conversaciones entre el chifrijo y la birra?  ¿O de los paisajes: las playas, el límpido azul del cielo, el vergel bello de aromas y flores? ¿O de la idiosincrasia del tico y su célebre filosofía del “pura vida”? ¿Eso no me da la sensación de hogar?

Pues más o menos. Si bien es cierto que añoro los frijoles molidos y el plátano maduro, que lamento los eneros sin mi presencia en las fiestas de Palmares, y  que en mi lecho de muerte pronunciaré mis últimas palabras acompañadas, si se puede, de un “Diay, mae, estuvo tuanis la vara”, cada vez que regreso a Costa Rica, me siento menos y menos atada al país.

Cuando digo esto, el 90% de las veces, la cara de la gente cambia (empezando por la de mi mamá). Y aunque es célebre mi desapego a Tiquicia y consabido el hecho de que algunas de sus costumbres me sacan de quicio, más allá de esa conflictiva relación amor-odio que siento por la patria, lo que sucede es que, simplemente, las costumbres y paisajes que considero parte de mi hogar han aumentado.

La primera vez que salí de Costa Rica, lo primero que me llamó la atención fue ver cómo no todo giraba en torno a mi país de origen (lo cual me da espacio para teorizar acerca de lo efectiva que es aquí la educación cívica, digan lo que digan).

Para mejores, mi primer viaje fue en medio de un grupo de 300 adolescentes originarios de más de 40 países (con sólo dos ticas capaces de evangelizar empezando todas las frases por “mae”),  por lo que el protagonismo se tenía que dividir entre muchas banderas. Y así, entre semejante campamento cosmopolita, de pronto, el himno nacional no era más que un himno. Y nadie sabía quién había sido Juan Santamaría: de ser un héroe, volvía a ser tan sólo el nombre común y corriente de un mae desconocido, que lo mataron en una guerra hace un reguero de años, como a muchos otros. Y menos, mucho menos, era ya importante saberse los equipos de primera división de fútbol o desayunar gallo pinto (lamento decepcionarlos, compañeros ticos, pero la enorme mayoría del planeta puede vivir sin un plato de arroz con frijoles como sustento inicial del día).

Sí, ticos del mundo: es posible empezar un día sin esto.

En fin, lo que yo conocía como mi mundo pasó a ser mucho más amplio. Comencé a  poner en mi mesa para desayunar, aparte del pinto, té chai, cornettos con espressino freddo y shakshuka. Empecé a mirar otros cielos mucho más amplios y más límpidos que aquel donde “blanca y pura descansa la paz”, ese que, hasta ese momento, había cobijado mi cabeza. A  enamorarme de otros héroes, hechos de carne y hueso, y no del papel de los libros de historia.

Mi hogar dejó de girar en torno a Costa Rica y comenzó a oler distinto, a recibir otros protagonistas, a ofrecer otros paisajes a través de la ventana. Lo comparo como al momento en que me pasaron de colegio a uno mucho más grande y descubrí que yo no era de las más inteligentes de mi clase, sino una estudiante promedio. O más bien: como el momento en que un niño crece y abandona su egocentrismo infantil para darse cuenta de que, aparte de él, hay otras personas en el mundo.   

Entonces, intenten acorralarme con la frase de agenda Hallmark, que muchos esgrimen como la definición de hogar: “El hogar está donde el corazón está”. Y, de paso, volvamos a una de las preguntas clásicas del interrogatorio estándar mochilero, otra de esas que me cuesta tanto responder: Do you miss your family and friends?

Cuando la gente me pregunta si extraño a mi familia y amigos, porque estoy lejos de Costa Rica, digo que claro. Pero el problema es que yo siempre estoy extrañando a alguien.

Eso es lo que me parece la parte más dura, difícil y dolorosa de viajar: nunca, jamás, voy a tener a toda la gente que quiero en un mismo sitio. Siempre habrá alguien que falte. Amigos que son tan importantes como mi familia, porque son la familia que yo he escogido. Gente esencial en mi vida.

Esa es la peor parte de viajar. El precio más alto, mucho, infinitamente más alto que cualquier tiquete trasatlántico. La mayor parte del tiempo, tengo la sensación de ser como Ulises 31 (si no se acuerda de esta serie de los 80, acuda al treintañero más cercano a usted). Pero, si no hay ninguno en los alrededores, los ubico: Ulises 31 era una serie de dibujos animados que narra la Odisea de un hipotético Ulises en el siglo 31. Condenado por la ira de los dioses (que tal parece que si son eternos, considerando que los maes monopolizan la vara desde el siglo VIII a.C. más o menos hasta el siglo 31), Ulises peregrina sin rumbo, va viajando por las galaxias, en una nave espacial dentro de la cual, en uno de sus compartimentos, carga con todos sus amigos que duermen un sueño profundo, flotando bizarramente, hasta que a los dioses del Olimpo les dé la gana perdonarlo y se vuelvan a despertar. En toda la serie, de 26 capítulos, los compas del mae sólo se despiertan como en dos episodios. Pues bueno, así me siento yo: viajando, con los recuerdos de mis amigos flotando en mi mente, con la esperanza de que despierten de nuevo para volver a pasar juntos aunque sea una diminuta, mínima y fugaz porción de nuestras vidas. Por eso es que el tiempo que paso con ellos es tan valioso para mí: porque sé que no será para siempre. Es triste, pero a la vez te libera del peor de los errores: creer que siempre tendrás tiempo.

Ulises 31 y sus amigos durmiendo... bizarro, pero ilustra cómo me siento.

Si el hogar está donde está el corazón, entonces no es de sorprenderse que yo no tenga ninguno en específico. Yo dejo un pedazo de mí en cada sitio al que voy y en cada persona que conozco. Y para volver a estar en casa, necesitaría juntarlos a todos en un sólo lugar. En ese lugar que no existe. En ese sitio que sería algo así como el paraíso.

Quizás por eso es que nunca voy a encontrar un lugar al que pueda llamar hogar. Sin contar que aún no he estado en el sitio perfecto, conformado por todos esos retazos de lugares en los que he estado y que vendría a ser más o menos así: una ciudad de tamaño medio tirando a grande (como San Francisco), con un excelente sistema de transporte público (como París), con una playa paradisíaca (como Sri Lanka), con montañas de nieve cerca (como Innsbruck), con gente amable y alegre (como Latinoamérica), con una vida nocturna de lunes a lunes (como Berlín), con una arquitectura para caerse de espaldas (como Barcelona), que sea barata (como India) y donde de feria tengo que llevar a vivir ticos, estadounidenses, argentinos, peruanos, mexicanos, serbios, salvadoreños, hondureños, israelíes, guatemaltecos, españoles, colombianos, ecuatorianos, brasileños, chilenos, austriacos, británicos, portugueses, alemanes, belgas, holandeses, mozambiqueños, griegos, indios, japoneses, canadienses, australianos, zimbabwenses, kosovares, bolivianos, finlandeses, nicaragüenses, eslovacos, coreanos, croatas, daneses, cubanos, dominicanos, rusos, italianos, georgianos, etiopíes, malayos, suecos, ucranianos, franceses, húngaros, venezolanos, islandeses, letones, macedonios, nepalíes, neozelandeses, polacos, rumanos y uruguayos.

No. Puedo responder a casi todas esas preguntas del cuestionario mochilero. I come from Costa Rica. I have been traveling in ________ for ___ weeks and in total______ months. I don’t know for how long I am going to be traveling for. Pero a la pregunta de dónde vivo no tengo respuesta. 

Yo vivo en un país inventado, donde los desayunos un día saben a masala y al siguiente a Nutella, donde nieva sobre un mar turquesa, habitado por gente que se ha ido y que no sé si volverá y donde los recuerdos, mezclados con el oxígeno, se le meten a uno hasta el alma con cada respiro.

Un país que sólo existe en mi mente. 

¿Te gustó este texto? ¿Crees que ser escritor es un trabajo que se respeta, como cualquier otro, incluyendo el tuyo? Si la respuesta es sí, me alegra muchísimo, porque mi plan ahora que he vuelto es concentrarme 100% en ser escritora y parte de ese esfuerzo incluye este blog. Así que te dejo dos opciones a tu libre albedrío: si de verdad crees que escribo bien, dale clic en los botones que aparecen al lado derecho y suscribite, o compartí este texto en tus redes sociales y que más gente se suba al caballito. ¡Mil gracias por leerme! :)

viernes, 21 de febrero de 2014

Nunca me quedo porque nunca nadie dice: “Quedate”

Cuenta la leyenda que hace unos años, un grupo de amigas solteronas y yo (la más solterona de todas probablemente), nos reunimos un 14 de febrero para ir a un bar a tomarnos unas birras de despecho. Correcto: no nos juzguen. El que no se haya emborrachado al ritmo de Franco de Vita, de Alejandro Sanz o, en el peor de los casos, de Paquita la del Barrio, que tire la primera piedra.

O bueno, con lo que narro a continuación, tal vez sí puedan juzgarnos un poquito: y es que aparte del maquillaje (ellas), los cigarros (yo) y el celular (todas) para deleitarnos con la pantalla en blanco de los “te amo” que sabíamos que no recibiríamos, en aquella lejana y descorazonada ocasión llevábamos, en nuestros bolsos, las fotos de nuestros exnovios. Y en el centro de la mesa, aparte de las cervezas que llegaban bajo el conjuro de “mozo, sírvame la copa rota”, el chifrijo de rigor y muchos anhelos insatisfechos de castración, contábamos con una piñata. Correcto: júzguennos. La salida era, obviamente, catártica: agarrar a palos simbólicamente a todos esos hijueputas cuyas fotos aún guardábamos en el cajón. En fin, los fantasmas de las relaciones pasadas.

Hoy, una de mis amigas está casada, dos con novio y una comprometida, cuya boda en Panamá será mi próxima excusa para irme de viaje. Todo eso en lo que yo me fui a recorrer Asia y Europa. Correcto: a pesar de que todas y cada una de ellas juraron que permanecerían solas hasta el último día de sus vidas. Las cosas, definitivamente, han cambiado.

O bueno, hay varas que nunca cambian. Correcto. Yo sigo soltera.



Lo cierto es que el amor se ha vuelto para mí en algo como un milagro inalcanzable. En algo que sucede, sí, pero no a todos. Hay gente que va a las olimpiadas. Hay gente que va a la luna. Pero yo no.

Quizás estoy muerta por dentro. Quizás ya amé demasiado y se acabó la cuota de amor que me tocaba en esta vida. Quizás me he vuelto psicópatamente insensible.
Pont des Arts. París. Forever alone.

Sea cual sea la razón, el caso es que  me parece increíble, como si se tratase de otra vida, que yo alguna vez tuviera novio. Y no sólo uno, sino tres. Tal parece que a mí antes se me hacía muy fácil enamorarme y aquella fuerza, con la que el viento del amor me golpeaba, ha terminado por ser distribuida con un eficaz sistema de energía eólica, canalizada a otras actividades que encuentro mucho más productivas, como viajar y escribir. La Andrea enamorada ha muerto, y la ridícula pizarra de Pinterest donde planeo mi boda utópica ha pasado a ser, tan sólo, un inexplicable pasatiempo de aburrimiento en la oficina.

Y es que aparte del amor, todo lo demás me parece fácilmente alcanzable porque depende, única y exclusivamente, de mí. Viajar, escribir… incluso, cocinar. Pero en esto de las relaciones, se ocupan dos para bailar el tango. Supongo que psicoanalíticamente ha de ser por eso que, a pesar de haber querido meterme a clases de tango toda la vida, nunca lo haya hecho.



Durante mi viaje a India, a diferencia de otras ocasiones, me esmeré todo lo posible por pasar la mayor cantidad de tiempo sola. Aunque he viajado a muchos sitios sola, y soy de esa especie que valora profundamente sus ratos de soledad (escribir, de todas maneras, es un acto solitario) sentía que ir a India sola era el doctorado en soledad del que necesitaba graduarme. Porque de los países en que he estado es uno en que, lamentablemente, la presencia de un macho alfa de la misma especie hace las varas INFINITAMENTE más fáciles.

Desde el primer día, cuando tuve que dormir en el piso del aeropuerto después de 12 horas de vuelo sólo para esperar a que saliera el sol y tomar un taxi, ya comencé a desear con todas mis fuerzas tener a un hombre a mi lado. Como lo dije en un post anterior: toda mujer que haya ido sola a la India merece no sólo respeto, sino la más absoluta y profunda admiración.

Y sin embargo, cuando veía a esas mujeres viajando con sus parejas, me daban igual la gloria eterna de la viajera independiente y la inmortalidad de mi solitaria gesta mochilera. Lo que me daban, más bien, eran unas poco prestigiosas (por no decir patéticas) ganas de llorar: 30% de envidia, 70% de autocompasión. Y es que con la autoestima un poco alta, a causa de mi osadía de irme sola a India, el país más caótico en que creo que estaré jamás en mi vida, que sólo la gente que ha estado ahí me podrá entender, me decía: “Manda huevo... O sea, no soy taaaan fea. Ok, el cuerpazo se los quedo debiendo, pero usar brassier 36B algo ha de compensar y puedo cubrir mi perfil griego con un cabello bien cuidado. Tampoco soy taaaan mala gente: a veces soy crudamente sincera, impulsiva, terca e impaciente, pero por otro lado digo siempre la verdad, soy perseverante y vivo con pasión, que no es poco. Tampoco soy taaaan tonta: diay, no me pongan a sumar 2 más 2, pero hablo cuatro idiomas, cursé dos carreras universitarias, sé tocar tres instrumentos musicales, leo mucho, tengo una novela publicada y escribo varas que a la gente parecen cuadrarle. Entonces, ¿por qué carajos sigo sola?”

Secándome mis lágrimas de autocompasión (que no sirven de mucho en momentos como cuando pasás dos días enteros sola en un cuarto de hotel ardiendo en fiebre sin nadie que te ayude a caminar al hospital, o como cuando te quedás dando vueltas en un taxi en una ciudad sin luz a las cuatro de la mañana en uno de los países con las tasas de violación más altas del mundo, o como cuando viajás en un vagón de tren lleno de soldados que no paran de mirarte por siete horas), decidí que viajaría por India sin ningún par de pantalones tras los cuales atrincherarme.
Desierto. Soledad. India y yo.

De ser un padecimiento, estar sola en India se convirtió en una necesidad. Me dije a mí misma: “Si sobrevivo a India sola, no habrá nada que no pueda superar sola”. Y me lo repetía una y otra y otra vez, como un mantra, convencida de que era algo tan gacho como vomitar, pero indispensable para sentirme bien al final de la jornada. Necesitaba vomitar esa necesidad de estar con alguien sí o sí. Ese apego a causas imposibles. Sola. Necesitaba estar sola. No iba a ceder por nadie, a cambiar mi itinerario por nadie, ni a quedarme por nadie. Esto es entre India y yo. Entre India y la supermujer que, en su misoginia, nunca describió Nietzsche.



Y sin embargo, una mañana, ya no estuve sola. Una mañana me desperté, entre los brazos de un mae, y con un tiquete de bus en el bolsillo para las 8:30 a.m., en una azotea en la ciudad de Jaisalmer, construida en medio del desierto de Rajastán, contra todas las probabilidades de que en un desierto, vacío y seco, pudiera surgir vida.

Aquella mañana, en que nuevas páginas del libro comenzaron a escribirse y otras jamás fueron escritas, las mezquitas llamando a la oración fueron lo primero en anunciarme que, el momento de marcharme, había llegado. Abrí los ojos, pero los volví a cerrar de inmediato y me ovillé aun más en ese perfecto mundo, redondo como este planeta que nunca me canso de recorrer, que conformaban sus brazos. Lo cierto es que, si bien sus brazos constituían una circunferencia mucho,  mucho más pequeña que la enorme cintura del ecuador, me resultaba mucho más atractivo quedarme entre ellos que salir a darle la vuelta al mundo.

Aún no entiendo qué me pasó. Yo creo más en Zeus y en todo el panteón del Olimpo que en Cupido.Pero otra razón no le encuentro, por muy cursi que suene. No encuentro otra razón que explique cómo un mae random, que se subió en el mismo bus que yo y quien en un principio no me llamó para nada la atención, tuvo el poder de abrazarme hasta quitarme esas ganas de seguir huyendo del miedo a estar con alguien por lo largo y ancho que es este mundo. Supongo que fue el ambiente de Jaisalmer: así como en el desierto puede surgir vida, así en mi desierto pudo surgir vida también. O que, en verdad, nunca se debe subestimar el poder de un mae random.

Muchos hombres he conocido en mis viajes. Por varios, incluso, he cruzado media Europa, los Andes y el océano. Y hasta de algunos me he enamorado. Pero este fue el primero que ha logrado la antes imposible hazaña de que yo me quedase con un tiquete de bus en el bolsillo. Y luego con uno de tren. Y luego con uno de avión. El primer hombre, en fin, que supo hacer que yo le diese la espalda al mundo y continuase durmiendo entre sus brazos, hasta muy entrada la mañana.



A pesar de esta historia, y de que no supe exponer bien mi tesis de graduación para obtener el título en soledad autónoma que busqué en India,  creo que deberían de darme al menos un doctorado honoris causa.

Si. Puedo estar sola. Me siento bien sola. De todas maneras, el único ser con el que voy a pasar realmente el resto de mi vida soy yo y es esencial aprender a ser feliz conmigo misma.

La conclusión a la que llego es que, por mucha evangelización viral que haya en Internet, advirtiéndoles a los hombres que no se enamoren de una chica que viaja, yo creo que, al menos en mi caso, comienzo a pensar que quizás alguno de ellos sí podría enamorarse de mí. Y yo de él. No sé ni siquiera qué aspecto tendrá ese potencial sujeto para poder reconocerlo y qué pena, porque ya de fijo estaría vineándolo en Facebook. Bien por él. Mal por mí.

Sé que no doy la imagen de la mujer ideal. Mi vida es todo menos estable. Doy la idea de que no necesito a nadie. De que así como cambio de país, cambio también de mae. Eso supongo que espanta a cualquiera que haya intentado amarme. Y  así ha habido hombres que me han despedido, según sus propias palabras, “por no tener al pajarito encerrado en una jaula”. Ha habido hombres que se han ofrecido de forma indiferentemente entusiasta a irme a dejar al aeropuerto o a la estación de tren (y lo han hecho). Ha habido hombres que, incluso, han creído que no los he amado.

El problema es que nunca me quedo porque nunca nadie me dice “quedate”. Y como nadie me dice “quedate”, yo tampoco digo “vení conmigo”.

Nunca me quedo porque nunca nadie dice: "Quedate". 
(Irónicamente, esta foto la tomó en India el mae que hizo que me quedara).

Este mae, a quien si apenas le presté atención cuando se subió al bus en Jaipur, me cambió. Si uno supiera cuando alguien importante va a entrar en su vida, quizás debería saberlo para recibir a esa persona con todo el honor que se merece (o para investigarlo previamente en redes sociales). Pero bueno, el caso es que, cuando él me habló la primera vez para saber si ese era el bus correcto, en ese  momento, yo no sabía cuál sería su personaje en la novela de mi vida. Hoy lo sé. Me cambió, porque resucitó a esa persona que alguna vez fui, esa persona capaz de sentir después de haber sufrido el efecto piedra que, de alguna manera, me contagiaste vos.

Amar me sigue pareciendo ir a las olimpiadas y la luna la sigo viendo lejos desde mi ventana mientras escribo estas líneas. Corro un riesgo altísimo de pasar el próximo 14 de febrero agarrando a palos una piñata (esta vez alegóricamente sola en un bar, porque para esas alturas sí que seré la solterona legítima de mi grupo de amigas). Ciertamente, el próximo hombre que intente enamorarme no la va a tener fácil, porque yo aún sigo casada con mi soledad. Pero acepto que podría comenzar a divorciarme de ella. Podría comenzar a entrenar para al menos la media maratón. Podría comenzar a lanzar cohetes de bengala. Y si ese mae existe y lo logra, si logra que suba al podio y que camine por la luna de nuevo, que se prepare para matricularse en clases de tango y para convertirse en uno de los maes más felices del mundo.
Quedan advertidos.  


¿Sos mae?¿Me querés invitar a salir? ¿Sos chica?¿Querés que nos reunamos a darle de golpes a una piñata? ;) Entonces mandame un mail y ya veremos qué pasa, pero no olvidés que, si te gustó este texto y crees que ser escritor es un trabajo que se respeta, como cualquier otro (incluyendo el tuyo) tenés dos opciones a tu libre albedrío: si de verdad crees que escribo bien, dale clic en los botones que aparecen al lado derecho y suscribite, o compartí este texto en tus redes sociales y que más gente se suba al caballito. ¡Mil gracias por leerme! :)

viernes, 14 de febrero de 2014

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-Señora: ¿necesita taxi?

¿Señora??????????????? ¡Qué putas...!

Justo el recibimiento que esperaba: la versión tica del insufrible Rickshaw madame? traducida a la cruel clasificación criolla de una fémina de edad avanzada. Ya me lo decía mi israelí en moto, cuando allá en India, probaba sus capacidades de macho alfa y de prototípico judío al regatear con los maes de los rickshaws: en todo lado, los taxistas tienden a ser un dolor de picha.

¿De verdad me veo ya como una señora? ¡Me ahuevás! Sí, una señora... que en este país, a sus 33 años, ya debería de estar casada y por lo menos con un carajillo colgando al cuello, en vez de llevar colgada una mochila cargada con libros, dos marionetas asiáticas y una Cow.

Justo lo que esperaba oír después de un largo y peculiar vuelo Madrid-Frankfurt-Santo Domingo-San José y de casi una hora para salir del aeropuerto en espera de mi mochila. Y si a eso le sumamos que anteriormente he pasado por tres líneas del metro madrileño (la 3, la 10 y la 8) y que me he perdido en el aeropuerto de Frankfurt y que estoy tan cansada que hubiera perdido el avión si no me despierta de una banca un mae guapísimo en el aeropuerto de Santo Domingo y que (¡para variar!) no podía sacar plata del cajero en el Juan Santamaría y que tuve que pagar una comisión absurda porque el dólar ha subido como 25 colones desde que me fui y que son las 6 de la mañana y que I am not a morning person by the way, digamos que este mae debería de darse con una piedra en el pecho ante el afortunado hecho de no haber sido aplastado por una mochila de 17,5 kilos a una velocidad de 22 km por hora.

-No gracias-respondo en versión autómata, porque estoy tan agotada que ni energías me quedan para demostrar mi enojo por haber sido llamada “señora” en mi propia cara, cuando aún me sale desde el fondo de mi corazón, por siempre joven, decir que todavía tengo 32 años.

-Muchacha, aquí no se puede fumar-dice otro taxista, quien intenta redimir a su gremio restándome algunos años y devolviéndome a mi soltería primigenia-. Tiene que ir hasta allá, ¿ve? Donde está ese otro muchacho fumando.

De alguna manera, el aeropuerto Juan Santamaría siempre se las arregla para ponerme de malas cuando llego. Sus leyes de primer mundo en un aeropuerto que ni siquiera cuenta con un cajero automático decente del cual sacar dinero... ¿Hasta allá??? Mae, esa improvisada zona de fumado, a estas alturas de la jornada, me parece que equivale a que me manden a fumar a la cancha del estadio Morera Soto. ¡Qué mierda absurda! O sea, aquí hay mucho aire libre para respirar, es la calle, manda, es que manda...

Nadie me espera a la salida del aeropuerto. He sido bastante reservada con la fecha; lo único que le he dejado escapar a algunas personas por Facebook es que volveré para votar hacia la izquierda (lo cual parece haber retrasado el interés de algunos por mi pronto regreso).

En realidad, no he dado mayor información porque quiero llegar a mi casa lo más mochileramente posible, como ha sido buena parte del viaje: sin comodidades automotrices personalizadas, bajo el evangelio de un presupuesto limitado y completamente sola. Sé que no resulta muy pragmático considerando que llevo casi 24 horas de viaje encima, y que suena raro viniendo de mí, que odio el transporte público nacional por decir lo menos, pero me da ilusión caminar hasta la parada de buses, agarrar uno de TUASA, bajarme en el centro de San José, caminar hasta la parada de buses de Hatillo 8, bajarme a la entrada de mi calle y caminar el último trecho hasta la puerta de mi casa. Si así he hecho buena parte de Europa, la India, Nepal y Sri Lanka, mandaría huevo que en el último momento me pusiera en modalidad pipi y aceptara pagar un taxi por la estratosférica suma de 20 mil colones. WTF? ¿Por qué carajos Costa Rica está tan caro? ¡Ni picha! Me voy en bus por 500 pesos y ya.

¡Chepe por pista!

Pero creo que, más allá de los precios de una genuina Suiza centroamericana, quiero irme en bus porque me siento feliz de que, por primera vez en casi un año, tengo plena y absoluta certeza de que no me voy a perder, de que conozco algo de toda la vida, de que sé dónde quedan el norte, el sur, el este y el oeste, que sé cuántos metros equivale una cuadra, que conozco dónde está el parque de la Merced, la avenida segunda y el Banco negro enfrente del cual tengo que agarrar mi bus. Lo sé. Geográficamente, es lo primero que sé al 100% desde hace tantos meses... No quiero desperdiciar ninguna de las ventajas de tanta sabiduría.

Así que ni picha de taxi. Apenas oigo “¡San José! ¡San José!” me subo al bus. El penúltimo. El penúltimo de no sé cuántos medios de transporte, buses, trenes, metros, rickshaws, aviones y carros que he tomado para volver a casa.



Uno se da cuenta de que ha pasado mucho tiempo afuera cuando las varas de toda la vida comienzan a parecerle curiosamente extrañas. Es decir: ¿en cuántos países el chofer anda la plata en un cuadrado de espuma con ranuras? ¿Quién fue la mente brillante a quien se le ocurrió tan peculiar sistema, para no perder tiempo dando vueltos? O por ejemplo: esas loncheras térmicas y acolchadas donde uno lleva el almuerzo al brete... Son tremendamente comunes acá. De hecho, yo solía tener una de esas y por ahí debe de andar, en un rincón olvidado de mi casa. Pero, por muy juega de viva que parezca, ya se me habían olvidado que existían. ¿Y qué me dicen de esa urgencia de no detenerse entre las barras marcadoras? “¡Pase, pase, pase!” ¿Cuántos choferes en el mundo le dicen eso a alguien cuando se sube a un bus con tan apresurado entusiasmo? Casi que me suena como una invitación, como si el chofer tuviera muchísimas ganas de que yo subiera a bordo, como si él también supiera cuán lejos he estado de casa.



El día me resulta demasiado luminoso. Es como si el sol brillara aquí de otra manera. Recuerdo esa tonalidad solar. Es la época seca.

El bus arranca. José María Villalta... Johnny Araya... Otto Guevara (again???)... José Miguel Corrales (again?????????)... Sergio Mena... (¿Y ese quién putas es?)... Justo Orozco (vade retro, satanás). Claro: son elecciones.

Diay, mae, entonces mi tata decidió llevarse la nave donde el mecánico, a ver si pasa Riteve...”. La primera vez que volví a escuchar ese “diay” y que no saliera de mi propia boca, fue hace unos pocos días en Barcelona, cuando en un hostal, incrédula, se lo escuché decir a un hombre joven por teléfono. Desde que mi mamá y yo nos separamos en el aeropuerto de Roma hace casi un año, no lo había vuelto a oír de otra persona que no fuera yo. Los ticos somos una especie extremadamente rara entre la escena mochilera internacional, algo así como encontrarse un mamut lanudo en un seminario de elefantes. Pero aquí estoy, rodeada de ellos. Y entiendo todo lo que hablan: diay, mae, tata, nave, Riteve... Con esa r que se arrastra como si se acabara de levantar, y que apenas y hace un escuálido esfuerzo por salir de la boca a la luminosidad extrema de este sol de época seca, corriendo con costos, como una cortina, una lengua demasiado perezosa como para moverse lo suficientemente lejos del paladar. Es mi acento.

El tránsito fluye tan lentamente como podría esperarse de un jueves a las siete de la mañana. Una cosa que siempre, invariablemente, me llama la atención cuando llego a un país, desde que voy casi aterrizando en el avión, son los carros. Gente moviéndose que sabe hacia dónde va, mientras que yo nunca lo sé. Gente que tiene un trabajo estable y enrumba hacia él, gente que sabe dónde queda el supermercado y cuánto cuesta todo, gente que pone la radio y sintoniza una estación de la cual sabe qué tipo de música puede esperar. Gente que, dentro de su rutina, también tiene un rumbo. Cuando por fin salgo del aeropuerto y entro yo también en ese juego de destinos que se entrecruzan, me pongo a mirar las placas de los carros. Me llaman la atención, porque por lo general son la primera señal de que estoy en otro país. Costa Rica. Centromérica, como si los automóviles también fueran ciudadanos. Los que ponen vidas en movimiento. Ahora resulta ser que aquí las placas también tienen letras. Y una banderita en la esquina superior derecha. Hay muchas que terminan en 1, en 5, en 0... pero ninguna en 7 u 8. Es la restricción vehicular de los jueves.

Las nuevas placas.

A mi lado, viaja un mae con corbata, camisa blanca y la típica lonchera esta, ese curioso rectángulo impermeable. Tiene toda la pinta de trabajar en un banco. A mi otro lado (porque me he sentado en la parte de atrás, a falta de más espacio para mi mochila) van dos mujeres jóvenes, con el cabello a lo vaca chupada bien amarrado en una cola, las uñas acrílicas largas, el maquillaje básico, el uniforme de quién sabe cuál empresa, camisa polo blanca y pantalón negro. Podría habérmelas encontrado en medio de alguna ciudad tan cosmopolita como Londres, Nueva York o Berlín e igual hubiera podido casi jurar de dónde son. Ese look no se repite en muchos lados. Enfrente mío, de pie, va un mae con jeans como tres tallas más grande, tennis negros de jugar basket y gorra para atrás. Son los ticos. Y yo soy una más de ellos.



Mi relación amor-odio con San José es legendaria. Hijueputa adefesio urbano... Podría decirse que volver a San José para mí es como regresar al útero después de haber nacido y conocer la luz.

Mi problema no es con toda Costa Rica. Mi problema es con San José. Porque a mí me gustan las ciudades. Aunque no sea lo que esté de moda en una sociedad occidental que sueña con encontrar la paz en las raíces naturales primigenias, soy una criatura urbana que disfruta del anonimato citadino, de contar con un surtido de bares, cafeterías, cines, librerías y teatros entre los cuales perderse, a quien le parecen fascinantes los miles de personajes e historias que pueden caminar en un boulevar al mismo tiempo. Para mí, la ciudad es como una biblioteca humana y vivir en el campo es como contar con solo tres libros en el estante. Muy bonita la historia del arbolito, muy bonita la historia de la vaca, muy bonito el silencio de una página en blanco de una noche en la que si acaso se oye un grillo, pero ya.

La bronca es que en Costa Rica, la única ciudad más o menos de verdad es San José. Y la detesto.
Sin embargo, cuando me bajo en la parada de buses de TUASA y comienzo a caminar, me parece mucho mejor de lo que podía recordar. Digamos que rechina de limpia. Y está casi despoblada, incluso a hora pico de la mañana. Lo único que me parece horrible es el despiche de cables eléctricos, que se confunden unos con otros de un poste a otro. No sé por qué en Kathmandu les tomé una foto (yo suelo tomar fotos de absolutamente todo aquello que me llame la atención), si aquí está bastante parecido el asunto de la orgía eléctrica. Pero bueno, por lo demás, está bonito. Bonito. Todo me parece bonito.

San José... mi odio urbano.

Claro: aquí no hay vacas sagradas vagando por las calles, no hay excrementos pavimentando las aceras, no hay rickshaws serpenteando entre el tráfico más monstruoso visto jamás por la especie humana, no hay más de mil millones de personas luchando por su espacio, sino que solo 4 millones y pico. ¡Hay basureros! Y una calle de cinco carriles parece ser más que suficiente para lidiar con el tránsito. Y lo mejor: aquí no llamo la atención de nadie. Con todo y el caparazón mochilero con el que cargo, soy una más. Soy normal.

Mientras enrumbo hacia mi parada de bus, me topo a un alemán que venía en el mismo vuelo que yo desde Frankfurt, preguntándole a un taxista dónde queda Barrio Escalante. Yo lo sé. Yo sé todo. No me pierdo. Me perdí en su aeropuerto monumental, pero aquí no. Ahora él es el raro.

El chofer del bus de Hatillo casi me cierra la puerta en las narices, pero gracias a mi nasal prominencia logro abrirme paso y subirme. El último bus. El último de no sé cuántos medios de transporte, buses, trenes, metros, rickshaws, aviones y carros que he tomado para volver a casa.



Me bajo justo en la entrada de mi calle. La calle 44A, que no sabía que se llamaba así hasta hace poco más de un año, con esa manía folclórica que tenemos los ticos de seguir dando las direcciones con base en brújulas internas, metros y puntos de referencia que solo nosotros conocemos, como si fuese el código de una secta que no le permite a nadie más adueñarse de este país. Para mí, como parte de ese clan, mi dirección siempre será: “Costado norte de capilla María Reina, calle sin salida”.

Sé que suena súper cliché y hasta cursi, pero me siento como dentro de una película: la hija pródiga que regresa a casa, mochila al hombro, bajo una mañana luminosamente cobre.

Mi vecina está afuera. Al menos tengo un testigo de esta escena. “¡Mirá Andreita! ¡Ya volvió!”, me dice mientras me abraza, con todo y mochila. Me pregunto en cuántas ciudades los vecinos lo reciben a uno con tanta emotividad y en cuántos países hablan con esa mezcla mutante entre el “vos” y el “usted”. ¿Verdad que es raro? Pero bueno: así también hablo yo y así también soy yo.

Mi casa. Es esa que se está medio cayendo, con la pintura desteñida y tatuada con hongos de muchas lluvias tropicales, esa de la que siempre huyo y a la que siempre termino regresando. El timbre no funciona desde hace años y no ando llaves, por lo que no me queda más remedio que ponerme a gritar en el portón: “¡MAAAA! ¡Abrime la puerta!”

“¡Voooy!”, oigo la voz de mi mamá desde el fondo de la casa. Es como si yo regresara de correr en la mañana (nunca me llevo las llaves porque me saca de quicio oírlas sonar en el bolsillo con cada paso que doy). Es como si yo regresara de clases de la universidad porque no llegó el profesor. Es como si el tiempo nunca hubiese pasado y yo no supiera que más allá de este portón hay un mundo donde todo esto que me rodea no es normal.

Abre la puerta esa mujer por la que siempre, siempre, siempre voy a volver al costado norte de capilla María Reina, calle sin salida, ubicada justo en el límite entre Hatillo 1 y 2, en esta ciudad de San José que tanto aborrezco y en esta Costa Rica de la que, por mucho que me vaya, siempre seré una más.

Me abraza. La abrazo. Entro a mi casa. Huele diferente y parece mucho más luminosa de lo que la recordaba. Mi cuarto se ve más grande. Pero mi cama está igual. Mi mamá está igual. Los frijoles molidos saben igual.

Y aunque yo no soy exactamente la misma, sigo siendo yo. La que habla con esa r impronunciable; la que sabe dónde quedan la farmacia Fischel, el cine Líbano y la casa de los siete ahorcados; la que sabe cuántas veces se han lanzado a la presidencia Otto Guevara y José Miguel Corrales y que tiene certeza absoluta de que Justo Orozco jamás será presidente.

Ya no me queda ningún bus, tren, metro, rickshaw, avión o carro que tomar para volver.

Finalmente, he vuelto a casa.


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