(Siete buenas razones para irse a vivir
con hordas de perros en el medio de la nada en la campiña alemana).
1. Arbeit! ¡Brete!
Algo que mucha gente no parece entender
todavía es que, cuando viajo, no estoy todo el tiempo de vacaciones
o turisteando por ahí. No entiendo qué los hace pensar eso de forma
tan entusiasta e ingenuamente positiva: como dato curioso personal,
en 11 años de haber ingresado al mercado laboral NUNCA me han pagado
ni siquiera el salario mínimo establecido por ley. Además, al ser
inmigrante ilegal, muchas veces uno tiene que darse con una piedra en
el pecho por salarios de mierda, que pueden ser menos de $10 por día
(sí, me ha pasado, me han explotado, la verdad). Por eso es que no
todo el mundo vive del modo en que yo lo hago. Hay que hacer
sacrificios en aras de un fin supremo: conocer el mundo ahora que hay
juventud y salud con qué llenar la mochila, porque no hay garantías
de que tan siquiera mañana vaya a ser así. Como dije anteriormente,
el tiempo de los otros no es el mío. Este es un estilo de vida más
bien nómada y muchas, muchas horas las invierto en trabajar así sea
a cambio de sólo cama y comida.
Para quienes optan por vivir tan en las
afueras de la zona de confort, existen tres sitios web que son de
gran ayuda: HelpX, Workaway y WWOOF. Ahí, el mochilero desempleado
y muerto de hambre puede encontrar docenas de trabajos en hostales,
en fincas, cuidando niños o, como en mi caso hasta el momento: en
dos hostales, en una construcción, en un campo nudista y, ahora, en
un hotel para perros.
Primera razón de peso entonces para
mudarse con hordas caninas, así sea en el medio de la nada.
2. Cuanto más conozco a la gente,
más quiero a mi perro
Cualquiera que me conozca sabe que los
animales me apasionan, y con los perros suelo tener una excelente
relación, la cual me permite dialogar con ellos y preguntarles
acerca de sus planes de conquista del mundo occidental. Ya para estas
alturas, y en vista de que mi experiencia en Portugal trabajando en
un backpackers hostel resulta ser una decepción, prefiero por
mucho tratar con clientes de cuatro patas que con los impertinentes
de dos. Así, no tengo ningún reparo en empacar mi mochila y
enrumbar hacia Alemania en busca de cuidar más bien de los canes
germanos y no de sus indeseables dueños, que ya me han fastidiado
bastante la vida tocando el timbre a las intempestivas dos de la
mañana para empezar sus vacaciones portuguesas en el Algarve.
Mi ático alemán y hermoso.
3. ¡Un cuarto con tele y un baño
con tina!
Yo me declaro como una persona
extremadamente territorial. Así, 100%. Suelo necesitar mi espacio,
cuyo perímetro orinaría si eso estuviese admitido por los
estándares sociales humanos. En vista de las circunstancias, después
de semanas compartiendo el cuarto, la idea de tener algunos metros
cuadrados de soberanía, así sea en tierras tan alejadas de la
civilización alemana, resulta ser un poderoso aliciente. Y es que el
hotel de perros no sólo ofrece la certeza de contar con la compañía
de caninos a mi alrededor las 24 horas, sino la posibilidad de tener
mi propio cuarto y un baño para mí sola (lujos que RARA VEZ se
presentan en el camino).
Cuando por fin llego, después de haber
peregrinado por Hann y Düsseldorf, resulta ser aun mejor de lo que
esperaba. En cuanto al baño (y esto calza casi que en la categoría
de milagro) cuenta con una tina. ¡Mae, una tina! Mi fascinación por
las tinas data desde tiempos remotos, cuando con tristeza me di
cuenta de que había crecido demasiado para caber en la que solía
usar de bebé y tuve que conformarme con la ducha de mi casa por los
siguientes treinta años. De este modo, cada noche, de forma ritual,
dejo a los perros viendo tele, disfrutando de algún documental sobre
dinosaurios o sobre la juventud de Hitler, y me dedico a permanecer
al menos media hora sumergida en la tina, con la certeza orgásmica
de los placeres que se saben finitos. El cuarto, por su parte, está
encaramado en una buhardilla (amo las buhardillas y al haber sido
Mujercitas el primer libro que leí en mi vida, desde entonces
tengo la peregrina idea de que una escritora debe escribir en un
ático). A todo esto, mi cuarto viene con el bonus extra de un
televisor empotrado en el clóset. No soy muy fan de la tele y cuando
estoy viajando pasan meses sin que pose mis ojos en una pantalla,
pero para escuchar alemán y aprender a discernir sus sonidos
guturales me viene perfecto. No es que vaya a aprender mucho alemán
con los perros, quienes a la postre resultan ser bastante bilingües
y me contestan sin problema lingüístico alguno cuando les hablo en
español. Lo cual nos lleva al siguiente punto:
4. Deutsch
natürlich!
¿Creyeron que el haber sido despechada
por un par de germano-parlantes masculinos me iba a desanimar de
aprender la complicada (y para muchos espantosa) lengua de Thomas
Mann? Fehler! No en vano cargo con el kilo bibliotecario de La
montaña mágica, por muy poco mochilero que parezca.
En vista de la bilingüidad canina,
para cerciorarme de las mejoras de meine aussprache, siempre
puedo contar con el soporte lingüístico de Ilona y Linda, las
dueñas del hotel, una pareja de lesbianas. Si bien es cierto que el
escribir y una monstruosa traducción, cuya traumática experiencia
será narrada en un capítulo aparte (créanme, se lo merece), me
hace convivir con ellas mucho menos de lo que en realidad podría
esperarse, al menos durante la cena tengo plena oportunidad de
quebrarme la jupa construyendo frases en alemán, a riesgo constante
de un derrame en el intento de decir que me pasen el pan, bitte.
Por cierto: el pan alemán y yo no nos llevamos. Lo cual me lleva al
siguiente punto:
5. ¡Comida de verdad!
Cierto: yo he pasado hambre en mi vida
porque he querido. Es realmente inmoral decir que yo he padecido
hambre como les sucede a millones de seres humanos alrededor del
mundo, en una de esas catástrofes mundiales que, por ser cotidianas,
pierden el trágico protagonismo que realmente se merecen.
Pero, a mi manera, cuando viajo de
alguna u otra forma la verdad es que termino comiendo pésimo. Y
puedo decir, con certeza, que aunque sea por voluntad propia, he
pasado hambre, hambre crónica. No es raro para mí regresar a Costa
Rica con los pantalones casi por las rodillas, como está comenzando
a suceder ahora, en que estoy considerando seriamente comprarme una
faja. No todos los hostales tienen cocina y al menos en Europa, comer
en restaurantes es caro, de ahí mi nutrición cuyo feliz pilar es el
Happy Meal de McDonald's.
Desde mi primer día en el hotel para
perros, establezco mis límites ante Ilona y Linda: estaré dispuesta
a hacer lo que sea, desde recolectar cacas de perros, cubrir los
huecos que hacen en el jardín, sacarlos a pasear, alimentarlos,
arrancar mala hierba (prueben a hacerlo con unas tijeras pequeñas y
un azadón por ambos lados de una cerca de doscientos metros y verán
de qué les hablo), e incluso, la carnicera tarea de cortar a mano 60
kilos de estómago crudo de vaca, pero no cocinar. No quiero castigar
a nadie con eso, menos a dos personas que me han dado un cuarto en
una buhardilla y un baño propio y de feria con tina.
Para mi suerte, tanto Ilona como Linda
resultan ser unas cocineras de categoría de hotel de cinco estrellas
para humanos exigentes y dolor de picha, y paso mi mes de reclusión
canina alimentándome con comida de verdad. Ambas, como sucede como
muchos alemanes, le rinden culto a los productos bio, de modo
que tres veces al día tengo la sensación de estar masticando y
saboreando algo tan abstracto como lo es la salud. Ni se diga de la
ensalada de papa de Ilona: la mejor que he probado, algo digno de
destacarse en una tierra donde el color amarillo de su bandera debe
representar la legendaria Kartoffelsalat. A todo esto, la
máquina de café, una carísima, pero capaz de machacar granos hasta
destilar una bebida digna de los dioses, se convierte, para mí, en
el objeto doméstico de culto de la casa.
Mención aparte merecen el pan y el
legendario Apfelschorle, una bebida de manzana que supongo que
hay que ser alemán y algo rubio para que la química funcione y
pueda uno, si acaso, encontrarle el gusto a esa vara. En cuanto al
pan, asumo que los alemanes, siempre tan pragmáticos, están
dispuestos a hornearlo de forma tal que sirva también como ladrillos
de barricadas para prevenir inundaciones y otros aludes, de los
cuales padecen seriamente en este verano en que llego a su ario país;
consabido es que a mí una nube suele perseguirme. ¡Puta vara más
dura! Ya incluso partirlo requiere, mínimo, de una katana Hanzo.
Mis primeros intentos por tan sólo cortar una rodaja desembocan en
la pregunta por parte de Ilona acerca de si, aquella mutilación
panadera, es obra de Zitalla, la loba canadiense que habita en la
casa y que suele mordisquear de madera para arriba. Lo cual me lleva
al siguiente punto:
Zitalla and Ruby.
6. ¡Perros!
Desde que tengo memoria, nunca me ha
parecido que tenga la cantidad suficiente de perros y mi sueño
filantrópico es algún día ponerme mi propio albergue, donde todo
aquel can que ha sufrido una vida miserable pueda, finalmente,
encontrar la paz que se merece todo ser vivo, sin importar si camina
en dos o cuatro patas. Me encantan los perros y es aquí donde este
punto se bifurca en decenas de razones, así como clientes, huéspedes
o residentes tiene este hotel: Sam, el golden retriever de babas
constantes; Oli, el pequeño felpudo blanco que me sigue a todas
partes; Paula y Ledchen, un par de hermanas labradoras; Syd, el
pastor blanco con posibles problemas de la vista; Anton, el perro
distinguido de un ojo azul y otro café, de voluminoso pelaje, que lo
hace parecer traer su propio abrigo todo el tiempo; y así podría
seguir porque durante mi estadía transcurren paralelamente las
estadías de innumerables perros. A todos estos, huéspedes, hay que
sumarles los que llegan únicamente a guardería y los de planta:
Ruby, una miniatura de ladrido agudo; Matilda, otra pequeña
energética; Kami, una perra de talla equina, gigante y con poco
cerebro, pero un alma enorme que se encarga de rellenar todo el resto
de su corpulencia; Rosella, una anciana griega disfrutando de la vida
pausada de la vejez, y la tímida Zitalla, una loba canadiense capaz
de devorar todo a su paso (también el pan).
Me llama la atención que muchos de los
perros concurrentes cuentan con pasaporte internacional. Hay una
considerable cantidad de griegos, algunos españoles y uno que otro
balcánico. Tal parece que en Alemania hay una escasez de perros, la
cual suplen con canes forasteros que emigran desde albergues en sus
respectivas naciones en busca de una vida mejor, ya bien dicen que
Alemania es la tierra de las oportunidades en medio de la crisis de
la zona euro. Se me hace fácil imaginar a algunos de los casi un
millón de zaguates que vagan por las calles de Costa Rica abordando
un barco como lo harían los inmigrantes en el siglo XIX, dispuestos
a encontrar en Alemania a alguien que los quiera lo suficiente como
para comprarles un tálamo, darles comida enlatada y pagar 15 euros
por día para que asistan al kinder y se instruyan.
Sin embargo, de acuerdo con las
estadísticas, tal parece que cualquier perro que desee inmigrar debe
tomar en cuenta que a los alemanes parecen gustarles los perros
grandes. Grandes tamaño mínimo labrador, tamaño glorioso un gran
danés. Ha de ser porque como son altos tal vez les da mucha pereza
agachar la cabeza para un simple contacto visual y buscan un perro
que, al ponerles las patas encima, pueda mirarlos directamente a los
ojos.
Esta característica de grandes
dimensiones he de admitir que me complica un poco la existencia.
Normalmente si mi beba Lu, mi french poodle de mentalidad limitada,
se rehúsa a moverse, basta con ir hacia ella y cargarla. Si no es
por las buenas, entonces será por las malas. Pero imposible, por
ejemplo, cargar a Benet, un gran danés cuya cabeza sola bien podría
ser un french poodle completo. Entonces sería por las malas, por las
pésimas, para mí. Tengo certeza de que muchos de esos perros deben
pesar más que yo. Ahora, imagínense lo que es intentar darles de
comer a diez de estos al mismo tiempo, separarlos cuando se pelean o
reunirlos mientras están jugando en un jardín gigantesco (tan
gigantesco que incluso cuenta con un estanque) para que se vayan a
dormir todos juntos. No es precisamente fácil ser la jefa de la
manada.
Kami y Matilda... sí, encuentren al segundo perro en la foto.
7. Aprender a estar sola
El hotel, Hundelogik, algo así como
“Perrológica”, se encuentra ubicado cerca de la ciudad de
Bielefeld, que según cuenta una leyenda urbana alemana, es una
ciudad que no existe. Como dije “cerca”. Para mayores
referencias, está más bien “cerca” de un pueblo llamado Halle
(hay dos Halle en Alemania; éste, a donde he ido a encallar, es
Halle Westf). “Cerca”. Lo cual quiere decir en realidad que el
hotel está literalmente en el medio de la nada, a plena campiña
desnuda alemana, y para ir tan siquiera a comprar cigarros es preciso
agarrar bus. Cada noche, cuando me asomo por la ventana de mi
buhardilla, no veo ni una sola luz encendida hasta donde me da la
ceguera nocturna.
Ahí, entonces, paso casi un mes y
salgo únicamente en dos ocasiones: una al pueblo para ir a comprar
una nueva batería para mi laptop (artículo que no encontré, lo
cual no es de sorprenderse considerando las dimensiones del pueblito
de marras) y otra para acompañar a Ilona a traer materiales de
construcción para remodelar su oficina. En total, podría decirse
que en ese mes paso fuera del hotel tan sólo tres horas. Se trata,
efectivamente, de un retiro canino y monacal, en donde los días
transcurrien trabajando en el jardín y con los perros durante cinco
horas diarias, y luego trabajando solitariamente en mi cuarto,
escribiendo o traduciendo.
Ahora que lo miro en retrospectiva, me
doy cuenta de cómo he cambiado. Me he acostumbrado de una manera a
estar sola, que si acaso me entero de que nunca salgo. Me parece que
este viaje más bien está arruinando mis capacidades de
socialización y, por el contrario, parece ser una lección de no
esperar nunca nada más de nadie, ni depender de nadie, ni confiar en
nadie. Lo único que se me antoja es estar con los perros y dormir
con tres o cuatro en mi cuarto cada noche, con al menos uno de ellos
en mi cama, bajo el edredón. ¿Un mae? No, gracias; si quiere, puede
dormir en la alfombra.
Por eso es que lo considero casi como
un periodo de monasterio. Monasterio en el sentido incluso de
alcanzar cierta sabiduría. En realidad, los perros son muy sabios,
pero los humanos nos limitamos a elogiarlos de vez en cuando y no
aprendemos de lo que predican detrás de sus ladridos. No voy a
entrar en las frases acerca de su fidelidad o de que se conforman con
poco. Pedirle a un ser humano lo mismo me parece ilógico. Imagínense
que bizarro sería, por ejemplo, que yo me les tirara encima a
abrazarlos a ustedes y llenarlos de besos babosos cada vez que
entraran por la puerta, en éxtasis, así nos hayamos visto hace tan
sólo dos horas y que me conformara con que me rascaran la cabeza a
cambio. O sea, no.
Más bien, me enfoco en la sinceridad
del perro. Con el perro es fácl: si le caes bien, todo tuanis, y si
no, te lo demostrará. No hay hipocresía en el perro y, sobre todo,
no hay reparos en demostrar que realmente te necesita o te detesta.
Le da igual: lo que siente, te lo expresa sin ningún miedo al
rechazo y por eso, si te lo llegás a ganar, su amor nunca se acaba.
Tiene que ser la libertad más hermosa, la más sublime, la más
pura. La libertad de dar porque te nace, desde la punta de la nariz
con la que te huele hasta la punta de la cola que mueve con alegría.
Esa es la perrológica: la que todos
deberíamos aprender, empezando por mí.
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