En última instancia, es rendirte
ante lo desconocido: esta es la India para la que nada te prepara
porque su esencia reside en su misterio.
Más o menos así reza entre los
primeros párrafos de Lonely Planet India. Es cierto: nada,
absolutamente nada, te prepara para el país más diverso y desigual
del mundo. Nada te prepara para la India.
A ver, no es por rajar, pero yo he
viajado bastante. América, Europa, África... no siempre en las
mejores, o más bien, casi NUNCA en las mejores condiciones. Pero
cuando llego aquí, 46 países más tarde, siento como si mi mochila
fuera el bulto de la escuela. Es como si nunca hubiera salido de
casa.
India es una tierra hiperbólica. Otra
forma no encuentro para describirla: es de hipérboles. Sobrepasa tus
sentidos. Los ojos no te alcanzan para ver cada uno de sus detalles,
ni tu cerebro para procesarlos. Hay tanto, pero tanto para ver;
tanto, pero tanto para oler, tanto, pero tanto para oír, que los
sentidos se abarrotan de tal manera que te abruma, son ridículamente
insuficientes para semejante cantidad de información, como si todos
sus 1200 millones de habitantes se afanaran en saludarte al mismo
tiempo. India empacha los sentidos, los desborda, los hace inútiles.
Es como tocar todas las teclas del piano al mismo tiempo. No se puede
distinguir tanto a la vez.
Pero va más allá: no sólo es asunto
de sobrepasar los sentidos. Es asunto de que India vive en un
anacronismo excepcional. Es como si el pasado y el futuro hubiesen
colisionado de frente y justo aquí, en la India, se hubiera dado el
choque y saliera toda la fuerza de la explosión por estos lados.
Humayun's Tomb. Una de las joyitas de Delhi.
Tomemos, por ejemplo, un día ordinario
en Delhi, después del choque cultural que me dejó noqueada en la
cama de un hostal de quinta, pidiendo dinero prestado para regresar
al lado conocido del espejo.Caminar por las calles de Delhi aturde.
Es urbanamente barroca. No hay espacios que no estén llenos de
gente, de basura, de dioses, es como si cada centímetro de la ciudad
estuviera ocupado, pero de verdad, cada centímetro, aquí no queda
más sitio para nadie. Te sobrepasa. No, es que hasta me da
impotencia describirlo, por más que diga no puedo transmitir la idea
de estar en esta Babilonia.
Pero intentémoslo de todos modos:
súbanse en el metro conmigo, lo único que parece organizado en
Delhi de alguna manera. Te requisan antes de subir: hombres por un
lado, mujeres por otro. Si usted, estimado lector, es hombre, pase a
la fila de los maes.Yo, que no sé ni dónde estoy parada, me meto en
la fila con usted. Bravo. Es que no me acostumbro a este Apartheid
sexual. Que en realidad tiene sus ventajas, porque la fila de mujeres cuenta sólo con dos congéneres nada más;
aquí tal parece que el sitio de nosotras es la casa. Así que
lectoras, vénganse conmigo. Contrario a lo que se podría esperar en
este caos post Big-Bang, el metro es categoría europea: yo diría que
incluso mejor que el de Berlín, que no tiene aire acondicionado. En
este, sobre todo si se es mujer, viaja uno fresquita y sentada entre
el arco iris de las mujeres con saris, en los vagones destinados a
nosotras, mientras que uno ve más allá a los maes apiñados unos
contra otros, pagando con hacinamiento locomotivo su machismo
milenario. Así que maes lectores: salados. Vayan y se compactan en
los centímetros cuadrados que les toquen empujándose unos contra
otros, en horda salvaje de testosterona. Feliz viaje.
En fin, para que no sufran mucho,
bajémonos tres paradas más allá y de inmediato, salgamos del siglo
XXI para caer más o menos mil años atrás. Salgamos de la estación
y entre la muchedumbre, lo primero que nos toparemos es un templo ahí
atravesado, con el cromatismo exagerado de flores, ofrendas y cuanta
cosa se le pueda poner a uno de estos dioses, que forman parte de un
panteón también hiperpoblado. Dos hombres con turbante y una barba
que debe datar desde los sesenta (para seguir con la mezcla de las
épocas), se detienen a orar. Me pregunto cuán elevado tendrá que
estar uno para ponerse en contacto con las divinidades celestiales,
considerando que alrededor hay un laberinto de callejuelas estrechas,
malolientes y atestadas de gente. Para no tener que repetirlo,
siempre que se imaginen lo que voy describiendo, partan de la imagen
de estar metidos en Zapote un 25 de diciembre, en el tope de Palmares
o cualquier otro evento multitudinario que puedan recordar, que todo
está tan sucio como si toda la basura y mierda que hubiesen
producido desde que nacieron todas y cada una de las personas que los
rodean los acompañara a todos como un aura perpetua de sus pecados
sanitarios y súmenle a toda esa vara un perenne olor a incienso.
Imagínenselo y no es ni la mitad.
Rickshaws y un toquecillo de basura...
Luego, síganme para ser empujados unos
siglos más adelante al intentar cruzar una calle. A ver, es que
cambio cultural más brusco no me puedo imaginar: luego de mes y
medio en Alemania, donde todos siguen las reglas y esperan a cruzar
la calle cuando el semáforo se pone en verde, así el carro más
cercano venga a los ocho kilómetros, pónganme a cruzar una calle en
Delhi. No hay manera. Ni los latinoamericanos tenemos la habilidad de
cruzar tan a lo bestia. Básicamente hay que encomendarse a Ganesh, a
Alá o a sea quien sea que mande por estos lados y tirarse a la
calle, esperando que el rickshaw, la moto, la bici, el carro, el bus
y la vaca te sepan capear por pura inercia. No puedo imaginar un
sitio en el planeta donde conducir sea tan difícil, aquí las reglas
simplemente no existen, es básicamente un “pase quien pueda” y
sálvense los demás. Quitate, que voy. Esa es la única ley de
tránsito. Ah bueno, no, mentira, hay otra: si te desplazás, tenés
que hacer escándalo. Las bocinas no dejan de sonar ni un instante,
ellos tal parece que procesan que conducir incluye pitar para que
sepan que ahí van, anunciarse desde antes, con toda la pompa y
circunstancia que den los bocinazos, como si el resto de la gente no
tuviera ojos y necesitara escucharlos venir, cual manada de elefantes
en tropel inarmónico. Eso es: el ruido es su gasolina.
Supongo que el Keep the distance en los auto-rickshaws es irónico considerando el tránsito de Delhi...
En todo caso, la mayoría de las veces
no llega uno muy lejos. Las presas son legendarias en Delhi y puede
uno pasar enormes cantidades de tiempo sin moverse. De nada vale una
moto: no hay sitio para ellas tampoco. Acompáñenme conmigo en un
rickshaw, una tarde entre semana de lluvia de monzón en Delhi.
Notaremos, al cabo de unos minutos, que el universo parece girar en
torno nuestro: nosotros no nos movemos ni un centímetro, pero
alrededor el caos se sigue orquestando.He de decir que en ese sentido
Delhi gana: debe ser el sitio más entretenido para quedarse atascado
en una presa. Podemos conversar con los vecinos de los otros
rickshaws como si fuera una mesa de tragos, mientras cambia el
semáforo una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve,
diez, once veces sin que nadie se mueva un pinche metro y no sólo
eso, sino que, si la charla no es muy amena, podemos entretenernos viendo alrededor a
un yogi de barba hasta el piso meditando en un toldo, los niños
jugando con el agua que inunda las calles colgando de los rickshaws
para hacer clavados y el acto de circo de una familia de cinco
personas subida en una sola moto.
Tránsito en Delhi.
Contraste: esa es la palabra con la India. Contraste. Contrastes hiperbólicos. Salgamos en la noche por Delhi, en compañía de un grupo de británicos, un francés y un neozelandés a una discoteca. Y ahí, otra vez te empujan en el tiempo: después de viajar en el metro con mujeres cubiertas con saris de pies a cabeza y una que otra burka, vas a caer a la discoteca occidental, donde hay una vieja en minifalda repartiendo tragos con una botella desde la barra, bailando reguetón. Es como viajar en el tiempo una y otra vez, a cada segundo: en un momento estamos con gente que parece vivir exactamente como hace mil años, en un templo sufi y nos damos cuenta de que hay un cartelito que dice que se pueden hacer donaciones por SMS. Al rato vemos a un mae de barba larguísima y que saca el smartphone y se pone una bolsa plástica en la cabeza para que no se le moje el turbante con la lluvia del monzón. Es vivir en los extremos, es todo, es la India. Como el altar de algunos de sus templos, barrocos y llenos de flores, que podrías pasarte horas viendo cada detalle, así es cada segundo en la India, pero como el segundo no da lo suficiente, entonces tenemos que continuar andando.
Jama Masjid por dentro.
¿Cansados? No: vamos a Jama Masjid, la
mezquita más grande de la India. Caminemos por una calle de mercado
Borbón versión Mierda al Cubo y, de repente, veremos una oleada de
gente, pero es que una OLEADA, imagínense algo así como los San
Fermines, bajando por las gradas de una mezquita enorme. Acaba de terminar la oración. Impresionante, probablemente
nunca hayamos visto a tanto musulmán por metro cuadrado, o por
centímetro, porque aquí da esa sensación de ahogo, de que los
metros ya ni existen. Y mientras esa muchedumbre baja, en los
escalones veremos gente deforme, monstruosa, como personajes de
mitología de mal gusto, pidiendo limosna. Bien sabido es que en la
India mucha gente se causa deformaciones a sí misma para contar con
una entrada económica de por vida valiéndose de la caridad. Estamos
bajando al infierno de Dante. Un hombre al que le falta el brazo, y a
quien en el proceso de curación a saber cómo lo remendaron, pero el
caso es que le quedó un pedazo de clavícula afuera, de modo que si
alguien choca contra él capaz que se saca un ojo. Gente con huesos
que debieron ser piernas en algún momento y que ahora no tienen
forma de nada. Bebés abandonados, solos, llenos de moscas, que ni
siquiera sabemos si están vivos o muertos. Y, para que no estorben,
un tipo ahí encargándose de espantarlos con un palo, para que la
gente pueda salir de la mezquita. Comienzo a comprender con más
claridad por qué es la India tierra de catástrofes masivas.
Una inofensiva parte de la muchedumbre saliendo de la mezquita... Saqué la cámara tarde, pero era un pichazo más de gente, créanme...
Es una sensación que experimentaremos
con todos los monumentos o templos en Delhi: afuera, en sus
alrededores, es una vorágine infernal, pero una vez adentro te toca
la gente más amable, más en armonía, más en equilibrio con la que
me haya topado nunca. Es la India de contrastes: en los alrededores,
un caos apocalíptico y en el interior de los templos una paz y una
fraternidad que no la he visto yo en ningún otro sitio. La parte
terrible es encontrar esos oasis, pero una vez que estás adentro, te
das cuenta de que ha valido tanto la pena... Salir del infierno para
encontrar el paraíso, literalmente, en versión terrenal.
Sí. Me quedo con esa defición de la India: es bajar al infierno para subir al cielo...
¡Wow Andre! Amé leerlo, tan descriptivo que me imaginé a tu lado. Al mismo tiempo, tan abrumador que no sé si lo soportaría.
ResponderEliminar¡Un abrazote!