viernes, 9 de agosto de 2013

Paseo por Delhi 101

En última instancia, es rendirte ante lo desconocido: esta es la India para la que nada te prepara porque su esencia reside en su misterio.
Más o menos así reza entre los primeros párrafos de Lonely Planet India. Es cierto: nada, absolutamente nada, te prepara para el país más diverso y desigual del mundo. Nada te prepara para la India.
A ver, no es por rajar, pero yo he viajado bastante. América, Europa, África... no siempre en las mejores, o más bien, casi NUNCA en las mejores condiciones. Pero cuando llego aquí, 46 países más tarde, siento como si mi mochila fuera el bulto de la escuela. Es como si nunca hubiera salido de casa.
India es una tierra hiperbólica. Otra forma no encuentro para describirla: es de hipérboles. Sobrepasa tus sentidos. Los ojos no te alcanzan para ver cada uno de sus detalles, ni tu cerebro para procesarlos. Hay tanto, pero tanto para ver; tanto, pero tanto para oler, tanto, pero tanto para oír, que los sentidos se abarrotan de tal manera que te abruma, son ridículamente insuficientes para semejante cantidad de información, como si todos sus 1200 millones de habitantes se afanaran en saludarte al mismo tiempo. India empacha los sentidos, los desborda, los hace inútiles. Es como tocar todas las teclas del piano al mismo tiempo. No se puede distinguir tanto a la vez.
Pero va más allá: no sólo es asunto de sobrepasar los sentidos. Es asunto de que India vive en un anacronismo excepcional. Es como si el pasado y el futuro hubiesen colisionado de frente y justo aquí, en la India, se hubiera dado el choque y saliera toda la fuerza de la explosión por estos lados.
Humayun's Tomb. Una de las joyitas de Delhi.

Tomemos, por ejemplo, un día ordinario en Delhi, después del choque cultural que me dejó noqueada en la cama de un hostal de quinta, pidiendo dinero prestado para regresar al lado conocido del espejo.Caminar por las calles de Delhi aturde. Es urbanamente barroca. No hay espacios que no estén llenos de gente, de basura, de dioses, es como si cada centímetro de la ciudad estuviera ocupado, pero de verdad, cada centímetro, aquí no queda más sitio para nadie. Te sobrepasa. No, es que hasta me da impotencia describirlo, por más que diga no puedo transmitir la idea de estar en esta Babilonia.
Pero intentémoslo de todos modos: súbanse en el metro conmigo, lo único que parece organizado en Delhi de alguna manera. Te requisan antes de subir: hombres por un lado, mujeres por otro. Si usted, estimado lector, es hombre, pase a la fila de los maes.Yo, que no sé ni dónde estoy parada, me meto en la fila con usted. Bravo. Es que no me acostumbro a este Apartheid sexual. Que en realidad tiene sus ventajas, porque la fila de mujeres cuenta sólo con dos congéneres nada más; aquí tal parece que el sitio de nosotras es la casa. Así que lectoras, vénganse conmigo. Contrario a lo que se podría esperar en este caos post Big-Bang, el metro es categoría europea: yo diría que incluso mejor que el de Berlín, que no tiene aire acondicionado. En este, sobre todo si se es mujer, viaja uno fresquita y sentada entre el arco iris de las mujeres con saris, en los vagones destinados a nosotras, mientras que uno ve más allá a los maes apiñados unos contra otros, pagando con hacinamiento locomotivo su machismo milenario. Así que maes lectores: salados. Vayan y se compactan en los centímetros cuadrados que les toquen empujándose unos contra otros, en horda salvaje de testosterona. Feliz viaje.
En fin, para que no sufran mucho, bajémonos tres paradas más allá y de inmediato, salgamos del siglo XXI para caer más o menos mil años atrás. Salgamos de la estación y entre la muchedumbre, lo primero que nos toparemos es un templo ahí atravesado, con el cromatismo exagerado de flores, ofrendas y cuanta cosa se le pueda poner a uno de estos dioses, que forman parte de un panteón también hiperpoblado. Dos hombres con turbante y una barba que debe datar desde los sesenta (para seguir con la mezcla de las épocas), se detienen a orar. Me pregunto cuán elevado tendrá que estar uno para ponerse en contacto con las divinidades celestiales, considerando que alrededor hay un laberinto de callejuelas estrechas, malolientes y atestadas de gente. Para no tener que repetirlo, siempre que se imaginen lo que voy describiendo, partan de la imagen de estar metidos en Zapote un 25 de diciembre, en el tope de Palmares o cualquier otro evento multitudinario que puedan recordar, que todo está tan sucio como si toda la basura y mierda que hubiesen producido desde que nacieron todas y cada una de las personas que los rodean los acompañara a todos como un aura perpetua de sus pecados sanitarios y súmenle a toda esa vara un perenne olor a incienso. Imagínenselo y no es ni la mitad.
Rickshaws y un toquecillo de basura...

Luego, síganme para ser empujados unos siglos más adelante al intentar cruzar una calle. A ver, es que cambio cultural más brusco no me puedo imaginar: luego de mes y medio en Alemania, donde todos siguen las reglas y esperan a cruzar la calle cuando el semáforo se pone en verde, así el carro más cercano venga a los ocho kilómetros, pónganme a cruzar una calle en Delhi. No hay manera. Ni los latinoamericanos tenemos la habilidad de cruzar tan a lo bestia. Básicamente hay que encomendarse a Ganesh, a Alá o a sea quien sea que mande por estos lados y tirarse a la calle, esperando que el rickshaw, la moto, la bici, el carro, el bus y la vaca te sepan capear por pura inercia. No puedo imaginar un sitio en el planeta donde conducir sea tan difícil, aquí las reglas simplemente no existen, es básicamente un “pase quien pueda” y sálvense los demás. Quitate, que voy. Esa es la única ley de tránsito. Ah bueno, no, mentira, hay otra: si te desplazás, tenés que hacer escándalo. Las bocinas no dejan de sonar ni un instante, ellos tal parece que procesan que conducir incluye pitar para que sepan que ahí van, anunciarse desde antes, con toda la pompa y circunstancia que den los bocinazos, como si el resto de la gente no tuviera ojos y necesitara escucharlos venir, cual manada de elefantes en tropel inarmónico. Eso es: el ruido es su gasolina.
Supongo que el Keep the distance en los auto-rickshaws es irónico considerando el tránsito de Delhi...

En todo caso, la mayoría de las veces no llega uno muy lejos. Las presas son legendarias en Delhi y puede uno pasar enormes cantidades de tiempo sin moverse. De nada vale una moto: no hay sitio para ellas tampoco. Acompáñenme conmigo en un rickshaw, una tarde entre semana de lluvia de monzón en Delhi. Notaremos, al cabo de unos minutos, que el universo parece girar en torno nuestro: nosotros no nos movemos ni un centímetro, pero alrededor el caos se sigue orquestando.He de decir que en ese sentido Delhi gana: debe ser el sitio más entretenido para quedarse atascado en una presa. Podemos conversar con los vecinos de los otros rickshaws como si fuera una mesa de tragos, mientras cambia el semáforo una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once veces sin que nadie se mueva un pinche metro y no sólo eso, sino que, si la charla no es muy amena, podemos entretenernos viendo alrededor a un yogi de barba hasta el piso meditando en un toldo, los niños jugando con el agua que inunda las calles colgando de los rickshaws para hacer clavados y el acto de circo de una familia de cinco personas subida en una sola moto.
Tránsito en Delhi.

Contraste: esa es la palabra con la India. Contraste. Contrastes hiperbólicos. Salgamos en la noche por Delhi, en compañía de un grupo de británicos, un francés y un neozelandés a una discoteca. Y ahí, otra vez te empujan en el tiempo: después de viajar en el metro con mujeres cubiertas con saris de pies a cabeza y una que otra burka, vas a caer a la discoteca occidental, donde hay una vieja en minifalda repartiendo tragos con una botella desde la barra, bailando reguetón. Es como viajar en el tiempo una y otra vez, a cada segundo: en un momento estamos con gente que parece vivir exactamente como hace mil años, en un templo sufi y nos damos cuenta de que hay un cartelito que dice que se pueden hacer donaciones por SMS. Al rato vemos a un mae de barba larguísima y que saca el smartphone y se pone una bolsa plástica en la cabeza para que no se le moje el turbante con la lluvia del monzón. Es vivir en los extremos, es todo, es la India. Como el altar de algunos de sus templos, barrocos y llenos de flores, que podrías pasarte horas viendo cada detalle, así es cada segundo en la India, pero como el segundo no da lo suficiente, entonces tenemos que continuar andando.
Jama Masjid por dentro.

¿Cansados? No: vamos a Jama Masjid, la mezquita más grande de la India. Caminemos por una calle de mercado Borbón versión Mierda al Cubo y, de repente, veremos una oleada de gente, pero es que una OLEADA, imagínense algo así como los San Fermines, bajando por las gradas de una mezquita enorme. Acaba de terminar la oración. Impresionante, probablemente nunca hayamos visto a tanto musulmán por metro cuadrado, o por centímetro, porque aquí da esa sensación de ahogo, de que los metros ya ni existen. Y mientras esa muchedumbre baja, en los escalones veremos gente deforme, monstruosa, como personajes de mitología de mal gusto, pidiendo limosna. Bien sabido es que en la India mucha gente se causa deformaciones a sí misma para contar con una entrada económica de por vida valiéndose de la caridad. Estamos bajando al infierno de Dante. Un hombre al que le falta el brazo, y a quien en el proceso de curación a saber cómo lo remendaron, pero el caso es que le quedó un pedazo de clavícula afuera, de modo que si alguien choca contra él capaz que se saca un ojo. Gente con huesos que debieron ser piernas en algún momento y que ahora no tienen forma de nada. Bebés abandonados, solos, llenos de moscas, que ni siquiera sabemos si están vivos o muertos. Y, para que no estorben, un tipo ahí encargándose de espantarlos con un palo, para que la gente pueda salir de la mezquita. Comienzo a comprender con más claridad por qué es la India tierra de catástrofes masivas.
Una inofensiva parte de la muchedumbre saliendo de la mezquita... Saqué la cámara tarde, pero era un pichazo más de gente, créanme...

Es una sensación que experimentaremos con todos los monumentos o templos en Delhi: afuera, en sus alrededores, es una vorágine infernal, pero una vez adentro te toca la gente más amable, más en armonía, más en equilibrio con la que me haya topado nunca. Es la India de contrastes: en los alrededores, un caos apocalíptico y en el interior de los templos una paz y una fraternidad que no la he visto yo en ningún otro sitio. La parte terrible es encontrar esos oasis, pero una vez que estás adentro, te das cuenta de que ha valido tanto la pena... Salir del infierno para encontrar el paraíso, literalmente, en versión terrenal. 
Sí. Me quedo con esa defición de la India: es bajar al infierno para subir al cielo...
























1 comentario:

  1. ¡Wow Andre! Amé leerlo, tan descriptivo que me imaginé a tu lado. Al mismo tiempo, tan abrumador que no sé si lo soportaría.
    ¡Un abrazote!

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