viernes, 23 de agosto de 2013

De cómo el monzón me llevó al Tíbet en el exilio

No sé cómo en algún momento pensé que el monzón era algo romántico... ¿EN QUÉ PUTAS ESTABA PENSANDO?
Mientras que muchos cuentos y leyendas indias relatan novelescas historias en tono épico-romántico pasadas por agua, yo estoy sentada sola en una habitación súper húmeda en Manali (provincia de Himachal Pardesh, al norte de India) y hay tanta neblina que los mismos Himalayas parecen una leyenda que alguien se soñó después de haberse fumado todo el hachís del pueblo. No se ve ni mierda. NI MIERDA.
Lectores del caballito: si vienen a la India traten a toda costa de NO hacerlo en agosto. En especial si son ustedes ticos. Hay un lugar donde llueve peor que en Costa Rica y es este. Al menos nosotros tenemos la ilusión de mañanas soleadas, cuyo espejismo se desvanece con el primer baldazo de la una de la tarde, pero aquí no hay tregua climatológica que valga. El diluvio lo han estado viviendo desde el Antiguo Testamento por aquí y la vara no ha parado, se siguen escribiendo versículos al respecto.
En vista de que soy una novata en India, tomo como palabra sagrada los consejos de otros viajeros que me cruzo en el camino. Aprender a viajar en India es un proceso de lento de aprendizaje. Ya con solo pronunciar los nombres de los lugares a los que quiero ir me hago bolas. Tomemos por ejemplo este: el templo de Hazrat Nizam-Ud-Din Dargah. ¿Cómo se supone que me puedo acordar de eso y decirlo correctamente para que la gente me entienda? No se diga ya de encontrarlo, porque se ubica en un callejón caótico (el más caótico que haya visto en India hasta el momento, lo cual quiere decir que por aquí acaba de suceder el Big Bang hace menos de dos horas). Y sin embargo, algunos mochileros incluso hablan un poco de hindi, útil herramienta lingüística, porque si uno por ventura logra decir algo correctamente, los indios te miran diferente y no se te montan tanto a la hora de regatear. Yo todavía opto por el viejo método de escribir a dónde quiero ir en un papel y enseñarlo, a lo bruta-muda, y permitir que me estafen.
En fin, cada viajero experimentado con que me cruzo me lo tomo como un gurú y sigo sus iluminados consejos. De este modo, después de una charla en una terraza en Delhi con un holandés que ha estado ya cuatro veces en India, me ilumina el camino hacia el norte y me sugiere trazar una línea encima de la capital y comenzar a recorrer todo lo que esté por encima de ella hasta que llegue octubre, en un intento por no morir en las llamas infernales del sur, donde el calor de esta época es mortal para cualquiera que no porte un pasaporte de Mercurio. O sea, que tengo dos opciones: norte-fresco o sur-infierno.
Así que heme aquí, en el norte de India, ya sin calor (¡milagro, milagro!), pero con una lluvia del carajo. Y tal parece que hasta septiembre seguirá.
Lo primero que veo cuando me despierto en el bus llegando a Himachal Pradesh... agua en todas sus formas.

Me debato. Podría seguir la jornada que tenía en mente: continuar desde Manali más al norte y cruzar los Himalayas hacia la región de Cachemira, por la segunda carretera más alta del mundo (a más de 5000 metros), un paraje que mis gurús mochileros en Delhi me han dicho que es lo más cercano a estar en la luna... Pero, ¿para qué? ¡Solo voy a ver nubes! Eso, sin duda, destruiría mi ilusión lunar, considerando que en la luna no se enfrentan a semejantes neblinosos problemas de visibilidad... Entonces bueno, me espero a que pase el monzón: la verdad no quiero perderme de nada y, aunque uno nunca sabe, yo sí sé que este será mi único viaje a la India, porque no queda precisamente a la vuelta de la esquina y aún quiero ir a otros 53 países más... Yo y mis delirios.. ¿Pero quedarme casi un mes aquí, vegetando en Manali, que está muy tuanis, pero ciertamente no hay mucho para hacer entre cuatro paredes excepto fumar hachís...? No, es que un mes aquí no me visualizo... Pero, ¿a dónde putas me voy mientras tanto...? ¿Delhi...? Ni operada de la jupa, al final pasé ahí dos semanas porque tuve mi primera infección asiática en las amígdalas y pasé cinco días en cama, con la única distracción turística de ir a mi primer hospital indio... ¿Al sur...? Ni pensarlo, no quiero asfixiarme en ese sauna geográfico.
Entonces, paso a reflexionar acerca de mis dos semanas en India. A pesar de que ya he estado en algunos países de África, creo que la miseria que he visto aquí no la conocí hasta ahora. De verdad: no creo que haya visto semejante nivel de pobreza como en India... Es la superpoblación: alimentar a 1200 millones de personas aquí y 20 millones en Mozambique... hasta una retrasada para las matemáticas como yo puede hacer la resta... Y bueno, hablando de Mozambique, ese fue el último voluntariado que hice y de eso estamos hablando ya hace cuatro años... Los mismos que llevo soltera, qué felicidad la mía... O sea, que tengo dos opciones: vegetar-en-el-pueblo-hippy-de-Manali-en-las-cafeterías-fumando-hierba o ir-a-hacer-algo-útil-no-egoísta-de-voluntariado. Me decido: es momento no sólo de tener novio otra vez, sino de hacer voluntariado de nuevo.
El único sitio que se me ocurre es mirar diez horas en bus hacia el oeste y enrumbar hacia Dharamsala (un nombre que sí puedo pronunciar para variar) y cuatro kilómetros montaña arriba instalarme en McLeod Ganj, donde se localiza el gobierno del Tíbet en el exilio y tiene ubicada su residencia oficial el Dalai Lama. Ahí, hay varias organizaciones que trabajan con refugiados tibetanos, quienes cruzan los Himalayas a pie (sí, a pie) durante semanas hasta encontrar asilo político en India.
Mi debate, por fin, está concluido: voy a buscar alguna organización de voluntariado en McLeod Ganj hasta que el monzón pase. Empaco y a la noche siguiente, estoy subida en un bus con una docena de israelíes, dispuesta por tres semanas a convertirme en vecina del Dalai Lama.


No sé cómo en algún momento pensé que venirme a McLeod Ganj era buena idea... ¿EN QUÉ PUTAS ESTABA PENSANDO?
Apenas y me estoy recuperando de mi paranoia de que ser mujer y viajar sola en India es una combinación imposible y de repente me encuentro en la parada de buses de McLeod Ganj, sola, a las 4 a.m. y sin idea de para dónde agarrar.
Vuelve a cruzar por mi cabeza de dama en apuros la idea de convertirme en transexual, hacerme la operación de cambio de sexo y seguir inyectándome testosterona por el resto de mis días: ¡cómo desearía ser hombre en este momento, por la gran puta! Considerando que el grupo de israelíes va hacia otro pueblo vecino y se suben todos en tres taxis, yo me quedo entonces sola en la madrugada rodeada de hombres en la estación de bus, que me miran como me suelen mirar los hombres aquí... Latinoamericanas: nosotras, que nos quejamos de los maes que acostumbran acosarnos verbalmente en la calle con sus “rica mamacita, venga que la chupo toda” déjenme decirles que eso es más llevadero. Al menos, los pelados esos expresan lo que sienten y uno tiene algo de información con la cual defenderse. Uno sabe a qué se enfrenta. Pero no hay nada peor que la manera en que te miran algunos indios: fijamente, serios, fijamente, con intensidad, fijamente, casi que con la boca abierta y uno no tiene ni la menor idea de qué están pensando... No lo sé, a mí todavía me asustan para el momento en que me encuentro aquí sola en la parada de bus de McLeod Ganj a las 4 de la mañana de un domingo. Y por mi mente, a todo esto, siguen cruzando todas las recomendaciones que he oído de mi amiga india Priyanka, de otros mochileros, de las guías de viaje: no camines NUNCA sola de noche en India... O sea, que tengo dos opciones: quedarme-aquí-bajo-las-miradas-libidinosas-de-hombres-indios o subirme-a-un-taxi-y-jugármela-a-encontrar-un-lugar-donde-dormir-hasta-que-salga-el-sol.
Me decido a subime a un taxi. Prefiero tener que enfrentarme con el taxista si las cosas se llegan a poner heavy, que con una docena de maes en una parada de bus en un país que no conozco.
El taxista, por supuesto, no me ataca sexualmente, pero sí monetariamente: el tipo me estafa. Me dice que me lleva por $3,5 a uno de los hostales que tengo anotados en un papel sacados de Lonely Planet (después de mi primer hostal en Delhi me declaro atea de los comentarios de Hostelbookers y Hostelworld y ahora sólo le creo a Lonely Planet... palabra sagrada, como la de los mochileros). 
Uno se da cuenta de que ya ha pasado algún tiempo en India cuando comienza a pensar como indio respecto del dinero: aquí todo es taaaaan barato, que cuando uno se entera comienza a regatear por 100 colones (20 centavos de dólar más o menos) porque de verdad representan mucho en este país. Por lo tanto, ya la suma de $3,5 de entrada, a mi cerebro ya indianizado, le parece casi un robo a mano armada. Debí haber estudiado algo de hindi antes de venirme aquí para no quedar como la turista occidental bruta... Pero luego hago la conversión y me doy cuenta de que estoy arriesgándome a algo peor por pinches 1700 colones, suma que comúnmente me gasto en dos cervezas. No, por dos cervezas yo aquí sola en la noche no me quedo y me subo al taxi.
El segundo problema surge cuando descubro de que, más allá de Delhi, el concepto de recepción las 24 horas no parece estar muy extendido por estos rumbos... Todos los hoteles, casas de huéspedes, pensiones y hostales están CERRADOS a cal y canto, como si hubiera toque de queda. ¿Y ahora qué? No, es que yo de este taxi no me bajo ni amarrada y ni a putas me quedo en la calle sola hasta que amanezca. Todo está tan oscuro (aquí en India se va la luz a cada rato) y está tan vacío, con excepción de algunos hombres, de esos que me miran de la manera en que me miran...
El taxista, tal vez tomando un poco de consciencia kármica, decide que probemos por otras calles hasta que por fin encuentra una casa de huéspedes donde nos abre la puerta un niño de unos nueve años trasnochado. El cuarto (porque es doble) cuesta la módica suma de 700 rupias (más o menos $13) lo cual, volviendo a los parámetros indios, es una cantidad medio estratosférica, pero bueno, yo estoy agotada, con diez horas de bus encima por unas carreteras llenas de curvas y conducidas a la manera india (léase: a lo bestia)...O sea, que tengo dos opciones: pago-este-cuarto-de-onerosas-700-rupias o duermo-en-la-calle-en-compañía-de-algunos-maes-desconocidos-y-las-vacas-sagradas. Yo diría que más bien solo tengo una opción.
Así que sigo al chamaco medio sonámbulo, pago las 700 rupias y me acuesto a dormir, inmensamente feliz de estar segura en una cama.


No sé cómo en algún momento pensé que el monzón era algo romántico... ¿EN QUÉ PUTAS ESTABA PENSANDO?
Si el monzón en Manali me pareció el diluvio continuo del Antiguo Testamento, aquí me encuentro con el Apocalipsis acuático: ¡qué manera de llover! Siempre he sabido que una nube me persigue y que traigo conmigo las lluvias tropicales en mi aura, pero aquí es la hipérbole de la lluvia. Nada de extrañar, porque seguimos en la India y es esta tierra de hipérboles, como mencioné en alguna entrada anterior.
Pero bueno, ¡ya qué! Ya no tengo más a dónde ir y si la idea es quedarme entre cuatro paredes, pues que al menos sea por el bien de la gente del Tíbet.
Lo más que he llegado a ver de los Himalayas hasta el momento...

A diez días de mi llegada a McLeod Ganj, cuando escribo esta entrada, estoy bastante convencida de haber tomado la decisión correcta. A pesar de que sigue lloviendo y aún no he visto los Himalayas detrás de las densas nubes monzónicas, este tiene que ser uno de los lugares más interesantes por los que haya mochileado jamás.
O sea, estimados lectores del caballito de bambú, que tienen dos opciones: dejarse-atiborrar-por- todo-un-mes-con-solo-entradas-acerca-de-la-situación-política-del-Tíbet-en-modalidad-lavado-de-cerebro o dejar-de-leer-este-blog-hasta-nuevo-aviso-y-dedicarse-a-Pinterest, porque sinceramente creo que es un deber moral, espiritual y humano informarse acerca de lo que está ocurriendo bajo el gobierno de China y que es MUY SERIO, poco cubierto por la agenda periodística internacional y de lo cual TODOS Y CADA UNO debemos tomar consciencia y hacer algo.
Ahí se las dejo picando en la cancha, mientras continúo en la sede del gobierno tibetano en el exilio, esperando a que caiga la última gota del no tan romántico monzón.


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