El tiempo de los otros es ese que no es
el mío, pero que, curiosamente, se vuelve también mío. Ese, por
ejemplo, cuando miro en el Facebook que él está en verde y no me
habla, y yo no le hablo tampoco. Ese, que se prolonga por minutos,
horas, semanas, meses. Años. Ese que se estira y que creemos que se
seguirá estirando por siempre.
Desde niña, he sido impaciente. Y
cuando me preguntan por mis defectos, ese es casi siempre el que saco
primero a relucir: impaciente. Los demás, arrogante, inestable y que
no sé cocinar van surgiendo después. Ahora me pregunto por qué
siempre es ese el que menciono primero. Supongo que es porque es el
que más me ha arruinado la vida.
Y sin embargo, muy en el fondo de mí,
no lo considero como un defecto. Lo considero una virtud. Lo que pasa
es que mi tiempo es diferente al tiempo de los otros.
El tiempo de los otros parece ser
eterno. Va más lento que el mío. A veces lo envidio, porque me da
la sensación de que los demás son inmortales. “No importa si
hoy no nos pudimos ver. Lo haremos el fin de semana que viene”.
“Tranqui, no te precipités, ya habrá tiempo”. “Hay un
tiempo para todo”. “Mae, no lo presionés. Dale tiempo”. “El
tiempo lo cura todo”. Y es que, al fin y al cabo, hay más
tiempo que vida. Nunca he entendido esa frase. ¿De qué sirve
que haya más tiempo que vida si no vas a estar ahí para vivirlo?
Pero ese es el idílico tiempo de los otros: siempre tienen otras
oportunidades. Siempre tienen algún día.
Aunque Dalí sea mi pintor favorito, no creo que el tiempo se estire.
En el mío, no. En el mío no hay paz
hasta que no lo diga, hasta que no lo haga. Mi tiempo va muy de
prisa. Quizás por eso estoy sola. Porque en mi tiempo no hay horas
para extrañarte. En mi tiempo sólo hay horas para amarte. En mi
tiempo no hay silencios que valgan la pena, a menos que estén
acunados por tu respiración. En mi tiempo, no hay otro miedo que
algún día despierte y me atragante con el te amo que nunca te
llegué a decir y me falte el aire. Pero esas palabras, a vos, te
asustan.
Me disculparía. Lo sé: es como
caminar en un pasillo muy estrecho lleno de cristales frágiles. Y yo
entro de golpe, corriendo como siempre y lo quiebro todo a mi paso.
Lo echo a perder. Pero no me disculpo, la verdad. No lo siento. Lo
único que de verdad siento es que vivamos en un mundo donde amar dé
miedo. Me da pena que te hayan lastimado al grado de que sentir algo,
aunque sea positivo, duela. No sé en qué momento salvar la
autoestima, el ego, el orgullo o lo que sea se convirtió en algo más
importante que amar. Cuánto sufrimiento ha de haber detrás de un
acto así. Me parece lo más triste del mundo.
Y mientras tanto, el tiempo pasa. En el
tuyo, habrá más días. Y en el mío también. Quizás. El problema
es que los dos creemos que tenemos tiempo. Y yo intento bajar la
velocidad del mío para esperarte, trato de ajustarme a ese tiempo de
los otros en el cual las cosas algún día tendrán que suceder por
mera insistencia, por mera inercia casi, pero no por pasión. Así
que ahí estás, en verde, y probablemente sabés que yo estoy ahí,
en verde. Y no nos decimos nada. Me he contagiado, lo admito, de esa
lentitud exasperante. Me flagelo con la peor de las torturas, que es
esperar. El que espera, desespera. En eso sí estoy de
acuerdo. Es más, yo no debería ni siquiera fumar marihuana, porque
así el tiempo que me falta para verte de nuevo se hace aun más y
más largo, como si ya, de todas maneras, no lo fuera. Porque en ese
tiempo de espera más bien podría decirte que me moriré amándote.
Que mi tiempo está lleno de vos. Que no hay nada que me gustaría
hacer más ahora, ahora, hoy, no mañana, ni el mes que viene, no,
hoy (que es el hoy lo que cuenta, según dice contradictoriamente
también ese tiempo de los otros, que es también el tuyo), en fin,
hoy, no hay nada más que desee que correr a tu lado y llenar ese
tiempo de espera irracional con el doble de besos. Pero claro, eso te
asustaría, es verdad. Y me heriría a mí el saber que te asusto,
así que seguiremos viendo el verde. Ese verde que da permiso para
mucho, pero que en realidad es una mala broma daltónica.
Y no es que no lo entienda. O sea, es
como construir un puente y dejar que pase un camión de carga cuando
aún no se ha terminado. O como ponerse el vestido sólo con los
alfileres. O como sacar el pastel del horno antes de que se enfríe
(no sé cocinar, pero esa es una enseñanza culinaria que me marcó
para siempre). En fin, hay innumerables ejemplos de cómo la
impaciencia se caga en todo, por eso es que la seguiré mencionando
como mi principal defecto, porque yo sí que me he cagado en todo
también en otros innumerables ejemplos. Lo que no puedo concebir es
que en ese proceso lento (lento, pero seguro, otra frase
típica del tiempo de los otros) yo no deba ni siquiera hablarte. Te
podría decir tanto, un tanto hermoso, que no veo por qué debería
de perturbarte, pero lo hace. Y así, ese silencio te protege de mi
amor. Y a mí del rechazo. Y así, es cómo ese tiempo de los otros
se convierte también en el mío.
Y entonces descubro que en realidad, en
mi tiempo sí existe ese algún día del que todos hablan. Ese algún
día, cuando despierte y me atragante con el te amo que nunca te
digo y me falte el aire. Ese algún día es hoy. Y lo será también
mañana. Será entonces el tiempo tuyo, el mío, el de los otros.
Pero no el nuestro. Nunca el nuestro.
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