Belfast es una ciudad peculiar, por no
decir bizarra. De esas que nunca podré llegar a olvidar. No porque
sea considerada el útero del que nació el Titanic, muerto
prematuramente en las heladas aguas del Atlántico, como todos
sabemos desde hace más de un siglo. Tampoco por su hermosa
arquitectura, que europeamente se ve desperdiciada en bancos y en
minisupermercados. Ni siquiera por los buenos recuerdos que puedo
guardar de un sofá abandonado en uno sus estacionamientos, una noche
fría en la que me dio igual el clima. Para eso me quedarán las
fotos o cerrar los ojos un instante, si acaso lo necesito.
La razón por la que creo que nunca
olvidaré Belfast es su atmósfera. Una que parece no sentarle
bien a nadie y que hace que la ciudad
prácticamente muera con los atardeceres cada día. Un aire cargado,
nada amistoso, y que me hace voltear la cabeza constantemente
mientras camino por sus calles. Una sensación de que constantemente
estoy cruzando hilos invisibles dentro de los cuales puedo quedarme
atascada. Un aire pesado, tenso. Una vibra difícil de asimilar, más
allá de su lluvia taciturna de crepúsculo. Un aire gris y color
verde musgo, como desde antes me lo había imaginado (no sé por qué,
pero siempre me había imaginado a Belfast bajo ese abstracto
cromatismo). Belfast es color gris y color verde musgo. Musgo. Un
musgo que se atasca en los pulmones. Tal vez sea por eso que Belfast
no respira bien. Y es que es imposible que lo haga cuando tiene un
muro atravesado en la mitad.
El muro de Belfast.
El muro, que aún no entiendo cómo no
había escuchado hablar nunca de él hasta que me lo topé, lleva el
cínico nombre de Peace Line. Divide a los barrios católicos o
republicanos de los protestantes o leales a la corona (ustedes elijan
cuál denominación les parece más políticamente correcta; para mí
todas son ridículas). Permanece ahí desde hace años, por algunos
kilómetros intermitentes, de forma concreta y tangible, más allá
de las ideas, siempre tan abstractas. Por si acaso a alguien le
interesa fraternizar, cuenta con algunos portones, a veces vigilados
incluso por la policía, que se cierran religiosamente a las cinco de
la tarde, para que no se agarren a palos entre protestantes y
católicos por asuntos que no tienen nada de vaticanos.
Es, prácticamente, un muro de Berlín,
algo que yo creía que se había quedado perdido en el siglo pasado,
con todas las irracionalidades con las cuales se drogó el siglo XX.
La función viene a ser casi la misma: un muro que se atraviesa entre
calles con casas y gente que a simple vista se ven exactamente
iguales, para hacerlas diferentes en el mal sentido de la palabra. Un
muro decorado con murales políticos: del lado protestante plagado de
banderas británicas; del lado católico cargado de murales con los
mártires que murieron en huelga de hambre por la independencia de
Irlanda del Norte, héroes del Sinn Fein y algunas muestras de
solidaridad con otros pueblos con los cuales aseguran compartir
destinos manifiestos y semejantes, como Palestina, Cuba o qué sé
yo. Un conjunto de ladrillos que a nadie parece molestarle, aunque se
atraviese en el medio del camino.
Lado británico.
Lado republicano.
Por lo poco que había sabido de
Irlanda del Norte tenía una noción de que aquello no era
precisamente la tierra que se imaginó John Lennon. Las bombas
colocadas por el IRA, los disturbios durante 30 años conocidos como
The Troubles (vaya nombre creativo que escogieron para
denominar un problema político), alguna literatura desperdigada
sobre el Sinn Fein y la película En el nombre del padre,
más o menos me habían hecho imaginarme a Belfast como un lugar de
esos caóticos y políticamente problemáticos que suelen llamarme
tanto la atención. Razón de más para ir entonces.
Para quienes lean este blog y no sepan
mucho de qué va la película, la vara es bastante simple: Irlanda
obtuvo su independencia de Gran Bretaña en 1919, pero Irlanda del
Norte aún forma parte de Reino Unido. Hay gente a quien esto le
parece súper bien, a otros súper mal. Y, desde entonces, se agarran
a pichazos tratando de resolver la cuestión, con algunas bombas de
vez en cuando si la vara llega a ponerse hardcore. Fin de la
historia.
O bueno, no tan fin. Ingenuamente, yo
creí que todo esto era parte de un tristemente célebre pasado, que
ya había caducado, como caducó el muro de Berlín y que ahora hace
impensable tan siquiera considerar una Alemania comunista, algo tan
absurdo como pensar en medio Japón poblado de negros. De este modo,
yo pensaba si acaso encontrarme con algunos residuos de historia de
la cual aprender. Pero no: con lo que me encontré fue con un
presente que todavía existe. En Belfast sigue habiendo un muro y lo
más extraño es que a nadie parece importarle, como si hubiera
crecido ahí, al natural, cual árbol surgido por generación
espontánea. O bueno, al menos eso parece porque mientras estuve ahí,
no vi a nadie con ningún mazo tratando de derribarlo.
Pero el muro va más allá. Y es eso lo
que me da la sensación de que voy caminando entre hilos invisibles
que no sé si debería cruzar o no.
Para comenzar, Belfast al menos a mí
me dio en las noches la impresión de una ciudad fantasma. La Royal
Avenue, que durante el día es un hervidero de gente (entre la cual
la verdad yo no distingo quién es protestante o católico), a las
ocho de la noche está muerta. Mientras camino en compañía de él,
quien tenía un nombre tan bonito, y la uruguaya violinista
(personajes que tal vez recuerden del capítulo Él, quien tenía
un nombre tan bonito) no puedo evitar la sensación de que el
apocalipsis zombie finalmente ha ocurrido y que los tres somos un
grupo de supervivientes, el cual en algún momento tendrá que
vérselas con Rick y compañía en una versión irlandesa de The
Walking Dead. Mae, es que ahí no hay nadie. Absolutamente nadie.
Ni un ruido, ni música, ni autos, ni siquiera un perro ateo y
apolítico vagando por ahí.
Tenemos que caminar más, mucho más,
hasta encontrar un bar abierto este lunes por la noche. Un lugar que
parece más la planta baja de un hotel, pero donde la cerveza sabe
igual que en cualquier parte.
Nos sentamos en la terraza para fumar y
a los pocos minutos, dos irlandeses de la mesa contigua se acercan
para hablarnos. Uno de ellos lo hace en un español madrileño,
obtenido a fuerza de trabajar en la capital ibérica, cuando España
era tierra en donde los inmigrantes podían comer. Es una situación
peculiar, mientras permanezco sentada entre este irlandés
hispanohablante y él, quien tenía un nombre tan bonito, que por muy
eslovaco que sea, también habla castellano con todas las c y las z
que yo ni pronuncio.
Sin embargo, la situación está a
punto de volverse más peculiar, aunque estén hablando de algo tan
ordinario como lo es el fútbol, según los cánones de socialización
de buena parte de la población masculina a nivel mundial. Yo no sé
en qué momento, porque no tengo el detector de católicos activado,
el irlandés que habla español se persigna. No sé si lo hace porque
espera que el Atlético de Madrid gane alguna vez e invoca a Dios
para esas nimiedades. Yo siempre he creído que Dios ha de ser un
señor muy ocupado y no me gusta molestarlo para ese tipo de
caprichos, pero hay gente que le gusta abusar de su omnipresencia;
asunto de cada quien. En todo caso, ni siquiera me doy cuenta de que
se persigna, porque la conversación lleva minutos girando en torno a
una bola de fútbol y cualquiera que me conoce sabe que a mí eso ni
me fu ni me fa.
Sin embargo, un mae enorme, calvo y
alto, algo así como el prototipo de matón de película de acción
de quinta categoría, que se encuentra también sentado en la
terraza, sí que se ha dado cuenta de que el irlandés que habla
español se ha persignado. Y mae, al chile que no le cuadra la vara.
No le cuadra al grado de comenzar a armarnos bronca y a decir que es
un fucking catholic who likes to talk to bloody foreigners.
Más tarde me enteraré de que a este bar al que hemos ido es de
protestantes, y que a ellos no les caen muy bien los extranjeros que
digamos, así que no era del todo recomendable haber ido a tomarse
unas cervezas ahí, aunque sea esta una bebida que suele unir a los
pueblos.
Intimidados, los dos irlandeses, la
uruguaya, el guapo eslovaco del nombre bonito y yo preferimos irnos
adentro a continuar con la cerveza, lejos del calvo, quien nos ha
demostrado ser tan amistoso y tan tolerante. Se me acciona entonces
mi curiosidad legendaria y me da por la preguntadera. ¿Que no se
suponía que todos esos problemas entre protestantes y católicos
eran del siglo pasado? ¿Que no habían encontrado ya formas más
diplomáticas de hacerse entender entre ellos? ¿Que no se había
convertido todo aquel despiche por la independencia de Irlanda del
Norte en una mesa de negociaciones aún sin fin, cierto, pero al
menos ya sin sangre que salpicara la superficie donde se sentaban
amistosamente a tomar el té?
“Claro, ante las cámaras”, dice el
irlandés que habla español. “Pero aquí todo sigue igual. Nos
seguimos dando de golpes”.
Y para comprobarlo, el otro irlandés,
el que no habla español, comienza a enseñarnos algunas de las
cicatrices de las 27 puñaladas que lleva hasta el momento. Algunas
de peleas contra protestantes, otras, porque durante un tiempo se
dedicó a robar carros (sí, la gente con la que yo me siento a tomar
cerveza en una ciudad que ni conozco, un lunes por la noche...). Que
se me hace que ninguno de estos dos va mucho a misa. De hecho, el que
habla español incluso se declara ateo. Pero ante los protestantes
está en una categoría un poco similar a la de cardenal.
El hombre calvo ahora se ha pasado a
una mesa justo enfrente de la nuestra y sigue diciéndonos varas. En
el poco tiempo que llevo en Irlanda me he dado cuenta de que me
cuesta un pichazo entender este acento irlandés-piratesco, así que
no capto mucho de lo que dice, pero al rato el irlandés que no habla
español se levanta y comienza a seguirle el juego. Veo una pelea
venir justo enfrente mío.
“Don't worry”, me dice el irlandés
que habla español. “He won't hit you. You are a girl. Besides, we
are three guys”. Asume que contará con la asistencia del guapo
eslovaco, pero este se encoge de hombros y me dice por lo bajo: “You
know, I don't feel like running today...”.
La uruguaya por fin hace algo útil más
allá de matarme el lance con el eslovaco y llama a una camarera para
que saque al hombre calvo del bar. No es que una chica rubia y flaca
pueda hacer mucho si ya está corriendo la sangre por la alfombra,
pero en esta etapa preliminar verbal al menos logra que cada quien
regrese a su sitio.
Yo me he quedado paralizada, pero
morbosamente fascinada a la vez: que esto siga ocurriendo con tanta
intensidad hasta la fecha en que escribo me parece sorprendente, por
decir lo menos.
Lado británico.
Lado republicano.
Al día siguiente, decido ir a caminar
por un barrio protestante, por uno católico y cruzar una Peace Line
para comprobar por mí misma las diferencias. Los irlandeses nos
ofrecen llevarnos en un tour personalizado, pero después de decir
con entusiasmo que sí, me lo pienso mejor y decido ir sola. No es
que confíe mucho en un desconocido que ha recibido 27 puñaladas en
su vida. Además I am a girl anyway. Me siento más segura por
mí misma a estas alturas.
Las guías turísticas no recomiendan
caminar por ahí después de las siete de la noche y un mae del
hostal me ha dicho que no es buena idea caminar por Shankill, uno de
los vecindarios más recalcitrantemente leales a la corona británica,
porque soy extranjera. Pero bueno, aunque soy de la política de que
al lugar que fueres, haz lo que vieres a mí nadie me va a
decir por dónde tengo que caminar o no. Es una mañana soleada y no
es que me voy a poner discutir sobre Margaret Tatcher con todo aquel
que se me cruce por la calle.
Tal como lo sospechaba, nada pasa en
realidad. Tanto Shankill (el protestante) como Falls Road (el
católico) son vecindarios de lo más normales, con casas de
ladrillos, jardines y gente como la de toda la vida deambulando por
ahí. La única diferencia es la parafernalia política que los
decora: mientras en uno los postes de luz tienen banderas británicas,
en el otro hay banderas irlandesas. Mientras en uno hay grafitis de
orgullo británico, en el otro hay grafitis de orgullo irlandés. El
católico a todas luces parecer ser el más comprometido con su
causa, tal vez porque son minoría, y cuenta con más murales y un
pequeño jardín en memoria de quienes han perdido la vida luchando
por borrar una línea invisible.
Cuando cruzo la Peace Line por uno de
los portones, sólo estoy yo. Yo y un mural enorme en el pedazo de
pared que marca el breve territorio neutral que tarda uno en cruzar
una verja. Imagine, dice irónicamente, en unas letras grandes
que al parecer no motivan a nadie a leerlas.
Peace Line.
Me siento al frente del mural y no
puedo dejar de pensar en lo contradictoria que es la gente. Si tengo
que quedarme con alguna de estas absurdas etiquetas para dos
vecindarios que se ven exactamente iguales, me quedo con la de
republicanos y leales a la corona. La religión está descartada, el
pésimamente mercadeado Jesús no tiene ciertamente nada qué ver en
todo este asunto. Me recuerda a El evangelio según Jesucristo
de Saramago, uno de mis libros de culto. En uno de los que debe ser
de los pasajes más brillantes de la historia de la literatura, el
demonio busca tentar a Jesús en el monte de los olivos. Aunque nadie
sabe en realidad de qué hablaron ese par en esas amenas horas de té,
toda especulación gira en torno a María Magdalena y la tentación
de la carne. Un cliché que intenta ser vanguardista. Pero en El
evangelio según Jesucristo se habla de una tentación que a mí
me parece aun más irresistible: el diablo le enumera a Jesús cómo
morirán todos sus amigos y tantas y tantas personas en su nombre, y
le pregunta si eso en verdad vale la pena. Si derramar tanta sangre
en su nombre es algo tan siquiera moral. Me pregunto si Jesús
estaría de acuerdo al venir aquí y ver el muro.
Pero incluso, si dejamos la religión
de lado y nos enfocamos en la política, esto carece de sentido. La
bandera irlandesa, que tan orgullosamente ondea en los vecindarios
republicanos, es una de las que más me gusta, pero cuyo significado
también se ha perdido: el verde representa a los católicos, el
anaranjado a los protestantes y el blanco la paz que debería unirlos
en el medio. Pero a nadie parece importarle. Y después la gente me
pregunta por qué insisto en no tener bandera.
Esta entrada la escribo desde Berlín,
mientras espero por una visa para ir a India, en otro de esos juegos
de líneas invisibles que a la gente tanto le gustan. Otra ciudad que
también tuvo un muro. Muros, visas, fronteras... Corren tiempos
difíciles para los viajeros. Y más aun para aquellos que quieren
simplemente imaginar un mundo sin tanta mierda que se atraviese,
aunque John Lennon haya dicho alguna vez Imagine there's no
countries, it isn't hard to do...
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