viernes, 13 de septiembre de 2013

Novela tibetana corta (Parte I)

Introducción: De cómo soñé con un monje y apareció a la mañana siguiente para el desayuno

Caminar por las calles de McLeod Ganj es como caminar entre una biblioteca, de cuyos estantes llenos de libros los personajes se han escapado y pululan por las calles, camino del templo, camino de las clases de inglés conversacional y camino de las terrazas por las cuales se ve respirar a los Himalayas debajo de su manta de nubes, en su temporal sueño monzónico.

Todos, todos, TODOS aquí tienen una historia qué contar, aunque no siempre quieran recordarla. Hay miles de refugiados del Tíbet en este pueblo decorado por sombrillas de colores y banderas tibetanas, cuya única manera de escapar de la ocupación china ha sido escalar los lomos nevados de las monstruos montañosos que los rodean, a riesgo de que los arrojen hacia la muerte.

A una semana de mi estancia en McLeod Ganj me voy a dormir con un pendiente: he pasado aquí varios días y aún no me he topado intertextualmente con ninguno de esos personajes. Los veo caminar a mi alrededor, como parte si acaso referencial de mi historia personal, pero no pasan de ser una mera descripción de la escena. Durante una semana me he limitado a ser la protagonista de mi propia novela: la escritora inédita de un país que aquí sí es cierto que nadie sabe dónde queda, quien ha venido a hacer voluntariado por tres semanas mientras pasa la lluvia, y que aún le tiene pavor al agua que no venga embotellada. Pero nada más: a diferencia de ellos, me he negado a salir de mi libro para visitar otras páginas, de forma egoísta y monótona.

Mientras intento quedarme dormida bajo el cielo oscuro y nublado que se cuadricula a través de la mosquitera de la ventana, pienso que a partir de mañana debería empezar a merodear por las asociaciones de refugiados o las organizaciones no gubernamentales, en busca de meterme en la novela de algún tibetano y comprender mejor qué hay más allá de los Himalayas, donde ni siquiera llegan los medios de comunicación internacionales.

Pienso que me gustaría entrevistar no sólo a un refugiado, sino a un ex prisionero político. Alguien que me cuente la historia de cómo puede ser un delito llegar a pensar diferente, un crimen que hace enfermizamente justificable que se comentan otros peores. Alguien que no sólo diga que el gobierno chino es una plaga apocalíptica, sino que lo demuestre.

O más enriquecedor aun: no sólo un refugiado ex prisionero político, sino un monje. Para estas alturas, los monjes budistas me parecen seres casi etéreos y mitológicos. Son como ángeles que han de saber volar sin alas, sólo con la herramienta aerodinámica de la tela de sus hábitos color vino y amarillo, impulsados únicamente por sus mantras. Parecen exiliados de una dimensión paralela pacífica, donde sonreír es tan elemental como respirar. Un monje mezclado en una violencia como la que sufre el Tíbet es algo tan inconcebible y tan opuesto, que las típicas analogías como mezclar agua con aceite, un rayo de sol en la oscuridad, o una diferencia entre la tierra y el cielo deberían de subordinarse a semejante situación bizarra y contrastante.

Un monje, sin duda, me daría una visión totalmente distinta de la situación del Tibet.
Pero a ver: ¿de dónde me saco entonces la combinación de un monje-refugiado-ex prisionero político? De que los hay más allá de la mosquitera de mi ventana los hay, pero no siento que me dé la cara para acercarme a uno y pedirle que me cuente sus experiencias al vapor de un té chai.
En busca de un monje...

Me quedo dormida pensando en la misión que me espera. De entre todos estos monjes que caminan por las calles enlodadas de monzón de McLeod Ganj, con sus hábitos borgoña, y el anacronismo de tener un rosario en una mano y un smartphone en la otra, tengo que encontrar uno que me deje ingresar entre las páginas de su libro manchadas de sangre.



A hell on Earth. Unas chicas de un grupo de estudiantes franceses, que lleva ya algunos días en la misma casa de huéspedes donde he fijado temporalmente mi residencia en McLeod Gan, me piden permiso para colocar unos libros en mi mesa solitaria, para que no se manchen con el desayuno (más abundante que el mío) del cual disfrutan esta mañana lluviosa. Diay, qué me queda... No es momento de ponerme en actitudes colonizadoras por una simple mesa en la cafetería de una casa de huéspedes, considerando que aún me quedan algunos centímetros cuadrados para compartir.

Tomo uno de los libros para curiosear, como módica tarifa por mi generosidad territorial, y me encuentro en la portada con la imagen de un monje budista en primer plano, junto con tres fotografías perturbadoras de un soldado chino con una ametralladora tan grande que no cabe en el encuadre, un cadáver con un balazo en la cabeza y un hombre que es empujado desde un balcón hacia una muerte muy probable y terrenal. Al fondo, una bandera tibetana. Y en la parte superior: Breve biografía de un prisionero político tibetano.

Comienzo a pasar las páginas. Foto del Dalai Lama. Foto del mapa del Tíbet. Foto de un grupo de monjes protestando (si no veo este tipo de fotos, es que no me lo creo). Foto de una prisión. Foto de un joven en ropas de civil, esposado por soldados chinos. Foto de ese mismo joven, vestido ya con hábitos de monje. Foto del monje joven en varios periódicos. Foto del monje dando una conferencia en una universidad en Alemania. Foto del monje liderando una marcha pacífica en Italia. Foto del monje con Richard Gere. Foto del monje con la primera dama de Francia. Foto del monje siendo entrevistado por la BBC. Foto del monje con el Dalai Lama... El monje sentado junto a mí a la mesa del desayuno.

Lo miro y no me lo creo: el protagonista de esta historia está sentado justo a la mesa junto a mí en la cafetería de la casa de huéspedes. It's you!, le digo con el libro en la mano, cuando me topo con su mirada pacífica, mientras me sonríe como suelen sonreír y respirar los monjes.

Como un sueño rebelde que se hace realidad cuando sale el sol, que suele borrar los sueños de la noche anterior de la memoria, a mi lado se encuentra el Venerable Bagdro, el monje ex prisionero político del Tíbet que tan sólo hace unas horas me planteaba salir a buscar entre las calles de Dharamsala. Pero no he tenido que salir a buscarlo: como un regalo de Navidad que aparece bajo el árbol mágicamente en la mañana, así ha venido él a desayunar aquí.

El libro, A hell on Earth, que las francesas han colocado sobre mi mesa después de haber recibido una charla con él en la terraza de la casa de huéspedes esta mañana, es en el que podré entrar como personaje secundario, para escribir en mi propia novela una historia que, en realidad, jamás debió existir.



Capítulo 1: De cómo la ira puede hacer combustión con la paz de un monje budista

Es el 24 de febrero de 1988. Bagdro, un monje de tan sólo 20 años y otros monjes más, se encuentran frente a Paldem Lhamo y Damchen Choegyal, dos divinidades protectoras, en el monasterio de Ganden, ubicado en el Tíbet. De sus cuellos cuelgan pequeños sacos con arroz (utilizado normalmente en ceremonias de protección), cápsulas bendecidas por el Dalai Lama y retazos de las ropas de las estatuas de algunas divinidades, todo atado con Jendu, cuerdas rojas también para protección.

Acaban de hacer un voto secreto: de ser necesario, sacrificarán sus vidas para desenmascarar el verdadero rostro del comunismo en tan sólo unos días, cuando el festival de Monlam (uno de los festivales budistas más importantes) llegue a su fin en Lhasa, la capital del Tíbet.

A tan sólo dos décadas de vida, Bagdro ha llegado a esa fatal conclusión. Al ser un monje, y no tener esposa o hijos de los cuales preocuparse, encuentra lógico que debe luchar por la libertad del Tíbet. Anhela una muerte útil. En la cama, en la vejez, no serviría de nada a la nación. En la juventud, en la lucha, al menos servirá de algo.

Antes de venir al monasterio de Ganden, Bagdro, irónicamente, no sabía nada del Tíbet, a pesar de haber vivido todos sus 18 años de vida ahí. Habiendo nacido ya dentro del régimen chino, en una remota aldea de granjeros, nunca antes había llegado a conocer cómo había sido su país cuando aún era independiente. Más o menos tenía una idea de que la vara debía estar un toque güeisa cuando le tomó cuatro meses obtener el permiso de la oficina de asuntos religiosos de China para hacerse monje, y debió prometer, al ingresar al monasterio, no tomar parte en ninguna manifestación contra el gobierno chino y acatar todas sus regulaciones. Dentro de todo, tuvo suerte: actualmente no se permite que más jóvenes se hagan monjes, porque son ellos el espíritu de los movimientos independentistas en el Tíbet.

Durante su primer año como novicio, más se daría cuenta Bagdro de que la situación era 
efectivamente grave cuando las escrituras sagradas comenzaron a traspapelarse con su historia. Al fin y al cabo, eran capítulos suyos que le habían sido arrancados. A través de ellas se dio cuenta de cómo era en realidad su cultura y cómo la sociedad tibetana había vivido por casi dos milenios hasta 1950, y por qué los niños, cuando mendigaban en las calles por tsampa (cebada tostada), no podían decir que se morían de hambre como fallo de la República Popular de China. Así, de hambre, por cierto, se murió su hermana a los tres años.

En julio de 1987, su novela personal se encontró con otra: My land and my people, la autobiografía del Dalai Lama, que le dieron dos turistas estadounidenses que visitaban por casualidad el monasterio. Como dato curioso, en el Tíbet no está permitido leer ese libro: el sólo hecho de poseerlo significa algunos años en prisión. Aun así, Bagdro cerró con llave la puerta de su cuarto, corrió la cortina y pasó toda la noche leyendo, a la luz de una vela.
El libro prohibido.

A la mañana siguiente, aprendió cómo preguntar Where are you from?, y se marchó al Norbu Ri, un sitio donde suelen ir los turistas a tomar fotografías, y les dio una carta a dos gringos, pidiendo justicia y derechos humanos para el Tíbet. Sería la primera de muchas cartas, en una novela epistolar paralela que escribe desde entonces por la libertad tibetana.

Para septiembre de 1987, varios monasterios cerca de Lhasa comenzaron a protestar. El de Bagdro aún no lo había hecho; si bien entre los debates filosóficos ya se empezaba a planear algo, por ahí la paz aún sonreía budistamente. O al menos así fue hasta la madrugada del 2 de octubre, cuando unos camiones de la policía, cargados con armas, invadieron el monasterio y cagaron algunos soldados que se quedaron todo el invierno, emborrachándose y disparándole a los perros del lugar. Eso, en sus ratos libres. En horas laborales, se dedicaron a repartir periódicos y panfletos para que los monjes se instruyeran acerca de las bondades del partido comunista, que brindaba libertad de culto y dinero para mantener los monasterios. China y el Tíbet eran una sola nación y, como una madre y su hijo, no debían ser separados.

Como tal literatura fantástica y comunistamente delirante no pareció convencer a ningún monje, decidieron dividirlos en grupos más pequeños, para evitar revueltas. Pero en todo caso, un trío de monjes basta para intercambiar ideas y el descontento siguió acumulándose con la nieve del invierno en los tejados del monasterio.

La última brillante idea china que se les ocurrió para acallar los murmullos independentistas, que se colaban entre los pocos recovecos que dejan libres los barrocos altares budistas, fue construir una estación de policía y una prisión junto al monasterio. ¿Quieren ver a un grupo de monjes furiosos? Tal parece que esa es la fórmula.

Con una ira antítesis del budismo, los monjes destruyeron los sistemas de comunicación de la oficina de la policía y, aparte de gritarles a los chinos en su cara que se regresaran a China, anunciaron que podían quedarse con las llaves de monasterio, porque si les ponían una cárcel a la par, lo que era ellos iban jalando porque ya no quedaría nada sagrado ante a lo cual inclinarse ahí.

En vista de que los chinos comprobaron por sí mismos que un monje sí se puede llegar a putear (al fin y al cabo, por muy pacíficos que sean, los monjes siguen siendo hombres) decidieron cambiar de estrategia y sobornarlos. Les dieron algún dinero, les devolvieron una pintura religiosa que les habían quitado y les prometieron llevarlos al festival de Monlam en vehículos de lujo, para comprobar que bajo el régimen de la República Popular de China sí hay libertad de culto.

Sin embargo, los monjes se rehusaron a ser parte de la pantomima y les respondieron a los chinos que si tanto querían demostrar la libertad religiosa en China podían ir al festival ellos solos con todas sus armas. Amenazar con encarcelar a dos de los maestros dialécticos del monasterio si no iban terminó por convencerlos.

De este modo, la noche del 24 de febrero, doscientos monjes se preparan para partir hacia el festival. Y hacia la muerte.

El último día de las celebraciones, cuando la estatua de Maitreya Buda (a quien se le confieren las plegarias para el futuro) haya regresado al templo, se levantarán por un Tíbet libre a pesar de todas las armas chinas apuntando hacia la plaza.

Entre ellos, está Bagdro. No sabe si morirá o si vivirá para contarlo. Pero como ya lo sabemos nosotros, lectores de su novela, escribirá varios capítulos más, el siguiente de ellos con su sangre , cuando sea torturado por un mes y luego encarcelado, acusado de exigir la independencia del Tíbet y de haber matado a golpes a un policía chino el último día del festival de Monlam.

Esta historia continuará... (siempre quise utilizar esa frase). ;-)

HACÉ ALGO POR EL TÍBET. No está en la agenda de los medios de comunicación, no es parte de las discusiones en la ONU, no existe como nación para la mayoría del mundo y queda muy lejos, pero ahí está y su gente sufre. De lo que se habla, existe: entonces hablá de la situación del Tíbet. Informate e informa a otros; es lo menos que podés hacer. La causa del Tíbet: pasala.  ;)



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