Introducción: De cómo soñé con
un monje y apareció a la mañana siguiente para el desayuno
Caminar por las calles de McLeod Ganj
es como caminar entre una biblioteca, de cuyos estantes llenos de
libros los personajes se han escapado y pululan por las calles,
camino del templo, camino de las clases de inglés conversacional y
camino de las terrazas por las cuales se ve respirar a los Himalayas
debajo de su manta de nubes, en su temporal sueño monzónico.
Todos, todos, TODOS aquí tienen una
historia qué contar, aunque no siempre quieran recordarla. Hay miles
de refugiados del Tíbet en este pueblo decorado por sombrillas de
colores y banderas tibetanas, cuya única manera de escapar de la
ocupación china ha sido escalar los lomos nevados de las monstruos
montañosos que los rodean, a riesgo de que los arrojen hacia la
muerte.
A una semana de mi estancia en McLeod
Ganj me voy a dormir con un pendiente: he pasado aquí varios días y
aún no me he topado intertextualmente con ninguno de esos
personajes. Los veo caminar a mi alrededor, como parte si acaso
referencial de mi historia personal, pero no pasan de ser una mera
descripción de la escena. Durante una semana me he limitado a ser la
protagonista de mi propia novela: la escritora inédita de un país
que aquí sí es cierto que nadie sabe dónde queda, quien ha venido
a hacer voluntariado por tres semanas mientras pasa la lluvia, y que
aún le tiene pavor al agua que no venga embotellada. Pero nada más:
a diferencia de ellos, me he negado a salir de mi libro para visitar
otras páginas, de forma egoísta y monótona.
Mientras intento quedarme dormida bajo
el cielo oscuro y nublado que se cuadricula a través de la
mosquitera de la ventana, pienso que a partir de mañana debería
empezar a merodear por las asociaciones de refugiados o las
organizaciones no gubernamentales, en busca de meterme en la novela
de algún tibetano y comprender mejor qué hay más allá de los
Himalayas, donde ni siquiera llegan los medios de comunicación
internacionales.
Pienso que me gustaría entrevistar no
sólo a un refugiado, sino a un ex prisionero político. Alguien que
me cuente la historia de cómo puede ser un delito llegar a pensar
diferente, un crimen que hace enfermizamente justificable que se
comentan otros peores. Alguien que no sólo diga que el gobierno
chino es una plaga apocalíptica, sino que lo demuestre.
O más enriquecedor aun: no sólo un
refugiado ex prisionero político, sino un monje. Para estas alturas,
los monjes budistas me parecen seres casi etéreos y mitológicos.
Son como ángeles que han de saber volar sin alas, sólo con la
herramienta aerodinámica de la tela de sus hábitos color vino y
amarillo, impulsados únicamente por sus mantras. Parecen exiliados
de una dimensión paralela pacífica, donde sonreír es tan elemental
como respirar. Un monje mezclado en una violencia como la que sufre
el Tíbet es algo tan inconcebible y tan opuesto, que las típicas
analogías como mezclar agua con aceite, un rayo de sol en la
oscuridad, o una diferencia entre la tierra y el cielo deberían de
subordinarse a semejante situación bizarra y contrastante.
Un monje, sin duda, me daría una
visión totalmente distinta de la situación del Tibet.
Pero a ver: ¿de dónde me saco
entonces la combinación de un monje-refugiado-ex prisionero
político? De que los hay más allá de la mosquitera de mi ventana
los hay, pero no siento que me dé la cara para acercarme a uno y
pedirle que me cuente sus experiencias al vapor de un té chai.
En busca de un monje...
Me quedo dormida pensando en la misión
que me espera. De entre todos estos monjes que caminan por las calles
enlodadas de monzón de McLeod Ganj, con sus hábitos borgoña, y el
anacronismo de tener un rosario en una mano y un smartphone en
la otra, tengo que encontrar uno que me deje ingresar entre las
páginas de su libro manchadas de sangre.
A hell on Earth. Unas chicas de
un grupo de estudiantes franceses, que lleva ya algunos días en la
misma casa de huéspedes donde he fijado temporalmente mi residencia
en McLeod Gan, me piden permiso para colocar unos libros en mi mesa
solitaria, para que no se manchen con el desayuno (más abundante que
el mío) del cual disfrutan esta mañana lluviosa. Diay, qué me
queda... No es momento de ponerme en actitudes colonizadoras por una
simple mesa en la cafetería de una casa de huéspedes, considerando
que aún me quedan algunos centímetros cuadrados para compartir.
Tomo uno de los libros para curiosear,
como módica tarifa por mi generosidad territorial, y me encuentro en
la portada con la imagen de un monje budista en primer plano, junto
con tres fotografías perturbadoras de un soldado chino con una
ametralladora tan grande que no cabe en el encuadre, un cadáver con
un balazo en la cabeza y un hombre que es empujado desde un balcón
hacia una muerte muy probable y terrenal. Al fondo, una bandera
tibetana. Y en la parte superior: Breve biografía de un
prisionero político tibetano.
Comienzo a pasar las páginas. Foto del
Dalai Lama. Foto del mapa del Tíbet. Foto de un grupo de monjes
protestando (si no veo este tipo de fotos, es que no me lo creo).
Foto de una prisión. Foto de un joven en ropas de civil, esposado
por soldados chinos. Foto de ese mismo joven, vestido ya con hábitos
de monje. Foto del monje joven en varios periódicos. Foto del monje
dando una conferencia en una universidad en Alemania. Foto del monje
liderando una marcha pacífica en Italia. Foto del monje con Richard
Gere. Foto del monje con la primera dama de Francia. Foto del monje
siendo entrevistado por la BBC. Foto del monje con el Dalai Lama...
El monje sentado junto a mí a la mesa del desayuno.
Lo miro y no me lo creo: el
protagonista de esta historia está sentado justo a la mesa junto a
mí en la cafetería de la casa de huéspedes. It's you!, le
digo con el libro en la mano, cuando me topo con su mirada pacífica,
mientras me sonríe como suelen sonreír y respirar los monjes.
Como un sueño rebelde que se hace
realidad cuando sale el sol, que suele borrar los sueños de la noche
anterior de la memoria, a mi lado se encuentra el Venerable Bagdro,
el monje ex prisionero político del Tíbet que tan sólo hace unas
horas me planteaba salir a buscar entre las calles de Dharamsala.
Pero no he tenido que salir a buscarlo: como un regalo de Navidad que
aparece bajo el árbol mágicamente en la mañana, así ha venido él
a desayunar aquí.
El libro, A hell on Earth, que
las francesas han colocado sobre mi mesa después de haber recibido
una charla con él en la terraza de la casa de huéspedes esta
mañana, es en el que podré entrar como personaje secundario, para
escribir en mi propia novela una historia que, en realidad, jamás
debió existir.
Capítulo 1: De cómo la ira puede
hacer combustión con la paz de un monje budista
Es el 24 de febrero de 1988. Bagdro, un
monje de tan sólo 20 años y otros monjes más, se encuentran frente
a Paldem Lhamo y Damchen Choegyal, dos divinidades protectoras, en el
monasterio de Ganden, ubicado en el Tíbet. De sus cuellos cuelgan
pequeños sacos con arroz (utilizado normalmente en ceremonias de
protección), cápsulas bendecidas por el Dalai Lama y retazos de las
ropas de las estatuas de algunas divinidades, todo atado con Jendu,
cuerdas rojas también para protección.
Acaban de hacer un voto secreto: de ser
necesario, sacrificarán sus vidas para desenmascarar el verdadero
rostro del comunismo en tan sólo unos días, cuando el festival de
Monlam (uno de los festivales budistas más importantes) llegue a su
fin en Lhasa, la capital del Tíbet.
A tan sólo dos décadas de vida,
Bagdro ha llegado a esa fatal conclusión. Al ser un monje, y no
tener esposa o hijos de los cuales preocuparse, encuentra lógico que
debe luchar por la libertad del Tíbet. Anhela una muerte útil. En
la cama, en la vejez, no serviría de nada a la nación. En la
juventud, en la lucha, al menos servirá de algo.
Antes de venir al monasterio de Ganden,
Bagdro, irónicamente, no sabía nada del Tíbet, a pesar de haber
vivido todos sus 18 años de vida ahí. Habiendo nacido ya dentro del
régimen chino, en una remota aldea de granjeros, nunca antes había
llegado a conocer cómo había sido su país cuando aún era
independiente. Más o menos tenía una idea de que la vara debía
estar un toque güeisa cuando le tomó cuatro meses obtener el
permiso de la oficina de asuntos religiosos de China para hacerse
monje, y debió prometer, al ingresar al monasterio, no tomar parte
en ninguna manifestación contra el gobierno chino y acatar todas sus
regulaciones. Dentro de todo, tuvo suerte: actualmente no se permite
que más jóvenes se hagan monjes, porque son ellos el espíritu de
los movimientos independentistas en el Tíbet.
Durante su primer año como novicio,
más se daría cuenta Bagdro de que la situación era
efectivamente
grave cuando las escrituras sagradas comenzaron a traspapelarse con
su historia. Al fin y al cabo, eran capítulos suyos que le habían
sido arrancados. A través de ellas se dio cuenta de cómo era en
realidad su cultura y cómo la sociedad tibetana había vivido por
casi dos milenios hasta 1950, y por qué los niños, cuando
mendigaban en las calles por tsampa (cebada
tostada), no podían decir que se morían de hambre como fallo
de la República Popular de China. Así, de hambre, por cierto, se
murió su hermana a los tres años.
En julio de 1987, su novela personal se
encontró con otra: My land and my people, la autobiografía
del Dalai Lama, que le dieron dos turistas estadounidenses que
visitaban por casualidad el monasterio. Como dato curioso, en el
Tíbet no está permitido leer ese libro: el sólo hecho de poseerlo
significa algunos años en prisión. Aun así, Bagdro cerró con
llave la puerta de su cuarto, corrió la cortina y pasó toda la
noche leyendo, a la luz de una vela.
El libro prohibido.
A la mañana siguiente, aprendió cómo
preguntar Where are you from?, y se marchó al Norbu Ri, un
sitio donde suelen ir los turistas a tomar fotografías, y les dio
una carta a dos gringos, pidiendo justicia y derechos humanos para el
Tíbet. Sería la primera de muchas cartas, en una novela epistolar
paralela que escribe desde entonces por la libertad tibetana.
Para septiembre de 1987, varios
monasterios cerca de Lhasa comenzaron a protestar. El de Bagdro aún
no lo había hecho; si bien entre los debates filosóficos ya se
empezaba a planear algo, por ahí la paz aún sonreía budistamente.
O al menos así fue hasta la madrugada del 2 de octubre, cuando unos
camiones de la policía, cargados con armas, invadieron el monasterio
y cagaron algunos soldados que se quedaron todo el invierno,
emborrachándose y disparándole a los perros del lugar. Eso, en sus
ratos libres. En horas laborales, se dedicaron a repartir periódicos
y panfletos para que los monjes se instruyeran acerca de las bondades
del partido comunista, que brindaba libertad de culto y dinero para
mantener los monasterios. China y el Tíbet eran una sola nación y,
como una madre y su hijo, no debían ser separados.
Como tal literatura fantástica y
comunistamente delirante no pareció convencer a ningún monje,
decidieron dividirlos en grupos más pequeños, para evitar
revueltas. Pero en todo caso, un trío de monjes basta para
intercambiar ideas y el descontento siguió acumulándose con la
nieve del invierno en los tejados del monasterio.
La última brillante idea china que se
les ocurrió para acallar los murmullos independentistas, que se
colaban entre los pocos recovecos que dejan libres los barrocos
altares budistas, fue construir una estación de policía y una
prisión junto al monasterio. ¿Quieren ver a un grupo de monjes
furiosos? Tal parece que esa es la fórmula.
Con una ira antítesis del budismo, los
monjes destruyeron los sistemas de comunicación de la oficina de la
policía y, aparte de gritarles a los chinos en su cara que se
regresaran a China, anunciaron que podían quedarse con las llaves de
monasterio, porque si les ponían una cárcel a la par, lo que era
ellos iban jalando porque ya no quedaría nada sagrado ante a lo cual
inclinarse ahí.
En vista de que los chinos comprobaron
por sí mismos que un monje sí se puede llegar a putear (al fin y al
cabo, por muy pacíficos que sean, los monjes siguen siendo hombres)
decidieron cambiar de estrategia y sobornarlos. Les dieron algún
dinero, les devolvieron una pintura religiosa que les habían quitado
y les prometieron llevarlos al festival de Monlam en vehículos de
lujo, para comprobar que bajo el régimen de la República Popular de
China sí hay libertad de culto.
Sin embargo, los monjes se rehusaron a
ser parte de la pantomima y les respondieron a los chinos que si
tanto querían demostrar la libertad religiosa en China podían ir al
festival ellos solos con todas sus armas. Amenazar con encarcelar a
dos de los maestros dialécticos del monasterio si no iban terminó
por convencerlos.
De este modo, la noche del 24 de
febrero, doscientos monjes se preparan para partir hacia el festival.
Y hacia la muerte.
El último día de las celebraciones,
cuando la estatua de Maitreya Buda (a quien se le confieren las
plegarias para el futuro) haya regresado al templo, se levantarán
por un Tíbet libre a pesar de todas las armas chinas apuntando hacia
la plaza.
Entre ellos, está Bagdro. No sabe si
morirá o si vivirá para contarlo. Pero como ya lo sabemos nosotros,
lectores de su novela, escribirá varios capítulos más, el
siguiente de ellos con su sangre , cuando sea torturado por un mes y
luego encarcelado, acusado de exigir la independencia del Tíbet y de
haber matado a golpes a un policía chino el último día del
festival de Monlam.
Esta historia continuará... (siempre quise utilizar esa frase). ;-)
HACÉ ALGO POR EL TÍBET. No está en la agenda de los medios de comunicación, no es parte de las discusiones en la ONU, no existe como nación para la mayoría del mundo y queda muy lejos, pero ahí está y su gente sufre. De lo que se habla, existe: entonces hablá de la situación del Tíbet. Informate e informa a otros; es lo menos que podés hacer. La causa del Tíbet: pasala. ;)
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