-Señora: ¿necesita taxi?
¿Señora??????????????? ¡Qué
putas...!
Justo el recibimiento que esperaba: la
versión tica del insufrible Rickshaw madame? traducida a la
cruel clasificación criolla de una fémina de edad avanzada. Ya me
lo decía mi israelí en moto, cuando allá en India, probaba sus
capacidades de macho alfa y de prototípico judío al regatear con
los maes de los rickshaws: en todo lado, los taxistas tienden
a ser un dolor de picha.
¿De verdad me veo ya como una señora?
¡Me ahuevás! Sí, una señora... que en este país, a sus 33 años,
ya debería de estar casada y por lo menos con un carajillo colgando
al cuello, en vez de llevar colgada una mochila cargada con libros,
dos marionetas asiáticas y una Cow.
Justo lo que esperaba oír después de
un largo y peculiar vuelo Madrid-Frankfurt-Santo Domingo-San José y
de casi una hora para salir del aeropuerto en espera de mi mochila. Y
si a eso le sumamos que anteriormente he pasado por tres líneas del
metro madrileño (la 3, la 10 y la 8) y que me he perdido en el
aeropuerto de Frankfurt y que estoy tan cansada que hubiera perdido
el avión si no me despierta de una banca un mae guapísimo en el
aeropuerto de Santo Domingo y que (¡para variar!) no podía sacar
plata del cajero en el Juan Santamaría y que tuve que pagar una
comisión absurda porque el dólar ha subido como 25 colones desde
que me fui y que son las 6 de la mañana y que I am not a morning
person by the way, digamos que este mae debería de darse con una
piedra en el pecho ante el afortunado hecho de no haber sido
aplastado por una mochila de 17,5 kilos a una velocidad de 22 km por
hora.
-No gracias-respondo en versión
autómata, porque estoy tan agotada que ni energías me quedan para
demostrar mi enojo por haber sido llamada “señora” en mi propia
cara, cuando aún me sale desde el fondo de mi corazón, por siempre
joven, decir que todavía tengo 32 años.
-Muchacha, aquí no se puede fumar-dice
otro taxista, quien intenta redimir a su gremio restándome algunos
años y devolviéndome a mi soltería primigenia-. Tiene que ir hasta
allá, ¿ve? Donde está ese otro muchacho fumando.
De alguna manera, el aeropuerto Juan
Santamaría siempre se las arregla para ponerme de malas cuando
llego. Sus leyes de primer mundo en un aeropuerto que ni siquiera
cuenta con un cajero automático decente del cual sacar dinero...
¿Hasta allá??? Mae, esa improvisada zona de fumado, a estas alturas
de la jornada, me parece que equivale a que me manden a fumar a la cancha del estadio Morera Soto. ¡Qué mierda absurda! O sea, aquí hay
mucho aire libre para respirar, es la calle, manda, es que manda...
Nadie me espera a la salida del
aeropuerto. He sido bastante reservada con la fecha; lo único que le
he dejado escapar a algunas personas por Facebook es que volveré
para votar hacia la izquierda (lo cual parece haber retrasado el
interés de algunos por mi pronto regreso).
En realidad, no he dado mayor
información porque quiero llegar a mi casa lo más mochileramente
posible, como ha sido buena parte del viaje: sin comodidades
automotrices personalizadas, bajo el evangelio de un presupuesto
limitado y completamente sola. Sé que no resulta muy pragmático
considerando que llevo casi 24 horas de viaje encima, y que suena
raro viniendo de mí, que odio el transporte público nacional por
decir lo menos, pero me da ilusión caminar hasta la parada de buses,
agarrar uno de TUASA, bajarme en el centro de San José, caminar
hasta la parada de buses de Hatillo 8, bajarme a la entrada de mi
calle y caminar el último trecho hasta la puerta de mi casa. Si así
he hecho buena parte de Europa, la India, Nepal y Sri Lanka, mandaría
huevo que en el último momento me pusiera en modalidad pipi y
aceptara pagar un taxi por la estratosférica suma de 20 mil colones.
WTF? ¿Por qué carajos Costa Rica está tan caro? ¡Ni picha! Me voy
en bus por 500 pesos y ya.
¡Chepe por pista!
Pero creo que, más allá de los
precios de una genuina Suiza centroamericana, quiero irme en bus
porque me siento feliz de que, por primera vez en casi un año, tengo
plena y absoluta certeza de que no me voy a perder, de que conozco
algo de toda la vida, de que sé dónde quedan el norte, el sur, el
este y el oeste, que sé cuántos metros equivale una cuadra, que
conozco dónde está el parque de la Merced, la avenida segunda y el
Banco negro enfrente del cual tengo que agarrar mi bus. Lo sé.
Geográficamente, es lo primero que sé al 100% desde hace tantos
meses... No quiero desperdiciar ninguna de las ventajas de tanta
sabiduría.
Así que ni picha de taxi. Apenas oigo
“¡San José! ¡San José!” me subo al bus. El penúltimo. El
penúltimo de no sé cuántos medios de transporte, buses, trenes,
metros, rickshaws, aviones y carros que he tomado para volver
a casa.
Uno se da cuenta de que ha pasado mucho
tiempo afuera cuando las varas de toda la vida comienzan a parecerle
curiosamente extrañas. Es decir: ¿en cuántos países el chofer
anda la plata en un cuadrado de espuma con ranuras? ¿Quién fue la
mente brillante a quien se le ocurrió tan peculiar sistema, para no
perder tiempo dando vueltos? O por ejemplo: esas loncheras térmicas
y acolchadas donde uno lleva el almuerzo al brete... Son
tremendamente comunes acá. De hecho, yo solía tener una de esas y
por ahí debe de andar, en un rincón olvidado de mi casa. Pero, por
muy juega de viva que parezca, ya se me habían olvidado que
existían. ¿Y qué me dicen de esa urgencia de no detenerse entre
las barras marcadoras? “¡Pase, pase, pase!” ¿Cuántos choferes
en el mundo le dicen eso a alguien cuando se sube a un bus con tan
apresurado entusiasmo? Casi que me suena como una invitación, como
si el chofer tuviera muchísimas ganas de que yo subiera a bordo,
como si él también supiera cuán lejos he estado de casa.
El día me resulta demasiado luminoso.
Es como si el sol brillara aquí de otra manera. Recuerdo esa
tonalidad solar. Es la época seca.
El bus arranca. José María
Villalta... Johnny Araya... Otto Guevara (again???)... José
Miguel Corrales (again?????????)... Sergio Mena... (¿Y ese
quién putas es?)... Justo Orozco (vade retro, satanás).
Claro: son elecciones.
“Diay, mae, entonces mi tata
decidió llevarse la nave donde el mecánico, a ver si pasa
Riteve...”. La primera vez que volví a escuchar ese “diay”
y que no saliera de mi propia boca, fue hace unos pocos días en
Barcelona, cuando en un hostal, incrédula, se lo escuché decir a un
hombre joven por teléfono. Desde que mi mamá y yo nos separamos en
el aeropuerto de Roma hace casi un año, no lo había vuelto a oír
de otra persona que no fuera yo. Los ticos somos una especie
extremadamente rara entre la escena mochilera internacional, algo así
como encontrarse un mamut lanudo en un seminario de elefantes. Pero
aquí estoy, rodeada de ellos. Y entiendo todo lo que hablan: diay,
mae, tata, nave, Riteve... Con esa r que se arrastra como si se
acabara de levantar, y que apenas y hace un escuálido esfuerzo por
salir de la boca a la luminosidad extrema de este sol de época seca,
corriendo con costos, como una cortina, una lengua demasiado perezosa
como para moverse lo suficientemente lejos del paladar. Es mi acento.
El tránsito fluye tan lentamente como
podría esperarse de un jueves a las siete de la mañana. Una cosa
que siempre, invariablemente, me llama la atención cuando llego a un
país, desde que voy casi aterrizando en el avión, son los carros.
Gente moviéndose que sabe hacia dónde va, mientras que yo nunca lo
sé. Gente que tiene un trabajo estable y enrumba hacia él, gente
que sabe dónde queda el supermercado y cuánto cuesta todo, gente
que pone la radio y sintoniza una estación de la cual sabe qué tipo
de música puede esperar. Gente que, dentro de su rutina, también
tiene un rumbo. Cuando por fin salgo del aeropuerto y entro yo
también en ese juego de destinos que se entrecruzan, me pongo a
mirar las placas de los carros. Me llaman la atención, porque por lo
general son la primera señal de que estoy en otro país. Costa
Rica. Centromérica, como si los automóviles también fueran
ciudadanos. Los que ponen vidas en movimiento. Ahora resulta ser que
aquí las placas también tienen letras. Y una banderita en la
esquina superior derecha. Hay muchas que terminan en 1, en 5, en 0...
pero ninguna en 7 u 8. Es la restricción vehicular de los jueves.
Las nuevas placas.
A mi lado, viaja un mae con corbata,
camisa blanca y la típica lonchera esta, ese curioso rectángulo
impermeable. Tiene toda la pinta de trabajar en un banco. A mi otro
lado (porque me he sentado en la parte de atrás, a falta de más
espacio para mi mochila) van dos mujeres jóvenes, con el cabello a
lo vaca chupada bien amarrado en una cola, las uñas acrílicas
largas, el maquillaje básico, el uniforme de quién sabe cuál
empresa, camisa polo blanca y pantalón negro. Podría habérmelas
encontrado en medio de alguna ciudad tan cosmopolita como Londres,
Nueva York o Berlín e igual hubiera podido casi jurar de dónde son.
Ese look no se repite en muchos lados. Enfrente mío, de pie,
va un mae con jeans como tres tallas más grande, tennis negros de
jugar basket y gorra para atrás. Son los ticos. Y yo soy una más de
ellos.
Mi relación amor-odio con San José es
legendaria. Hijueputa adefesio urbano... Podría decirse que volver a
San José para mí es como regresar al útero después de haber
nacido y conocer la luz.
Mi problema no es con toda Costa Rica.
Mi problema es con San José. Porque a mí me gustan las ciudades.
Aunque no sea lo que esté de moda en una sociedad occidental que
sueña con encontrar la paz en las raíces naturales primigenias, soy
una criatura urbana que disfruta del anonimato citadino, de contar
con un surtido de bares, cafeterías, cines, librerías y teatros
entre los cuales perderse, a quien le parecen fascinantes los miles
de personajes e historias que pueden caminar en un boulevar al mismo
tiempo. Para mí, la ciudad es como una biblioteca humana y vivir en
el campo es como contar con solo tres libros en el estante. Muy
bonita la historia del arbolito, muy bonita la historia de la vaca,
muy bonito el silencio de una página en blanco de una noche en la
que si acaso se oye un grillo, pero ya.
La bronca es que en Costa Rica, la
única ciudad más o menos de verdad es San José. Y la detesto.
Sin embargo, cuando me bajo en la
parada de buses de TUASA y comienzo a caminar, me parece mucho mejor
de lo que podía recordar. Digamos que rechina de limpia. Y está
casi despoblada, incluso a hora pico de la mañana. Lo único que me
parece horrible es el despiche de cables eléctricos, que se
confunden unos con otros de un poste a otro. No sé por qué en
Kathmandu les tomé una foto (yo suelo tomar fotos de absolutamente
todo aquello que me llame la atención), si aquí está bastante
parecido el asunto de la orgía eléctrica. Pero bueno, por lo demás,
está bonito. Bonito. Todo me parece bonito.
San José... mi odio urbano.
Claro: aquí no hay vacas sagradas
vagando por las calles, no hay excrementos pavimentando las aceras,
no hay rickshaws serpenteando entre el tráfico más
monstruoso visto jamás por la especie humana, no hay más de mil
millones de personas luchando por su espacio, sino que solo 4
millones y pico. ¡Hay basureros! Y una calle de cinco carriles
parece ser más que suficiente para lidiar con el tránsito. Y lo
mejor: aquí no llamo la atención de nadie. Con todo y el caparazón
mochilero con el que cargo, soy una más. Soy normal.
Mientras enrumbo hacia mi parada de
bus, me topo a un alemán que venía en el mismo vuelo que yo desde
Frankfurt, preguntándole a un taxista dónde queda Barrio Escalante.
Yo lo sé. Yo sé todo. No me pierdo. Me perdí en su aeropuerto
monumental, pero aquí no. Ahora él es el raro.
El chofer del bus de Hatillo casi me
cierra la puerta en las narices, pero gracias a mi nasal prominencia
logro abrirme paso y subirme. El último bus. El último de no sé
cuántos medios de transporte, buses, trenes, metros, rickshaws,
aviones y carros que he tomado para volver a casa.
Me bajo justo en la entrada de mi
calle. La calle 44A, que no sabía que se llamaba así hasta hace
poco más de un año, con esa manía folclórica que tenemos los
ticos de seguir dando las direcciones con base en brújulas internas,
metros y puntos de referencia que solo nosotros conocemos, como si
fuese el código de una secta que no le permite a nadie más
adueñarse de este país. Para mí, como parte de ese clan, mi
dirección siempre será: “Costado norte de capilla María Reina,
calle sin salida”.
Sé que suena súper cliché y hasta
cursi, pero me siento como dentro de una película: la hija pródiga
que regresa a casa, mochila al hombro, bajo una mañana luminosamente
cobre.
Mi vecina está afuera. Al menos tengo
un testigo de esta escena. “¡Mirá Andreita! ¡Ya volvió!”, me
dice mientras me abraza, con todo y mochila. Me pregunto en cuántas
ciudades los vecinos lo reciben a uno con tanta emotividad y en
cuántos países hablan con esa mezcla mutante entre el “vos” y
el “usted”. ¿Verdad que es raro? Pero bueno: así también hablo
yo y así también soy yo.
Mi casa. Es esa que se está medio
cayendo, con la pintura desteñida y tatuada con hongos de muchas
lluvias tropicales, esa de la que siempre huyo y a la que siempre
termino regresando. El timbre no funciona desde hace años y no ando
llaves, por lo que no me queda más remedio que ponerme a gritar en
el portón: “¡MAAAA! ¡Abrime la puerta!”
“¡Voooy!”, oigo la voz de mi mamá
desde el fondo de la casa. Es como si yo regresara de correr en la
mañana (nunca me llevo las llaves porque me saca de quicio oírlas
sonar en el bolsillo con cada paso que doy). Es como si yo regresara
de clases de la universidad porque no llegó el profesor. Es como si
el tiempo nunca hubiese pasado y yo no supiera que más allá de este
portón hay un mundo donde todo esto que me rodea no es normal.
Abre la puerta esa mujer por la que
siempre, siempre, siempre voy a volver al costado norte de capilla
María Reina, calle sin salida, ubicada justo en el límite entre
Hatillo 1 y 2, en esta ciudad de San José que tanto aborrezco y en
esta Costa Rica de la que, por mucho que me vaya, siempre seré una
más.
Me abraza. La abrazo. Entro a mi casa. Huele diferente y parece mucho más luminosa de lo que la recordaba. Mi cuarto se ve más grande. Pero mi cama está igual. Mi mamá está igual. Los frijoles molidos saben igual.
Y aunque yo no soy exactamente la
misma, sigo siendo yo. La que habla con esa r impronunciable; la que
sabe dónde quedan la farmacia Fischel, el cine Líbano y la casa de
los siete ahorcados; la que sabe cuántas veces se han lanzado a la
presidencia Otto Guevara y José Miguel Corrales y que tiene certeza
absoluta de que Justo Orozco jamás será presidente.
Ya no me queda ningún bus, tren,
metro, rickshaw, avión o carro que tomar para volver.
Finalmente, he vuelto a casa.
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